Revista Política

De Sol y Jesús a Vodafone y Sorolla: reflexiones en torno a la memoria moral de los espacios (en @Publicoscopia)

Publicado el 02 marzo 2016 por Ntutumu Fernando Ntutumu Sanchis @ntutumu

Vodafone Sole(Comunidad de Madrid.) Ignacio González, presidente de la Comunidad de Madrid (centro) presentando el acuerdo comercial entre Metro de Madrid y Vodafone

Tuve la fortuna –en el sentido no tanto de suerte como de virtù maquiaveliana– de asistir, en el contexto del ciclo de conferencias organizado por la Cátedra de Filosofía y Ciudadanía José Luis Blasco Estellés, a la ponencia que el profesor de la Universitat de Barcelona (UB) Antoni Martí Monterde dictó sobre la memoria moral de los espacios. En esta jornada llevada magistralmente por Martí, éste ahondó en un tema que yo desconocía, que explicó excelentemente y que me sugirió muchas reflexionas que me gustaría compartir aquí contigo. El título de la charla fue “La memoria moral de los espacios y ciudad: entre material e inmaterial”.

Podría entretenerme en explicar –siempre en base a lo comprendido de aquella intensa y muy bien articulada conferencia– qué es eso de «la memoria moral de los espacios». Podría decir muy brevemente que este concepto tiene que ver con la existencia de una suerte de «ética de los espacios», es decir, con la existencia de –y trato de citar literalmente– una «sensación incierta de que el recuerdo de un lugar puede estar vinculado a muchos otros recuerdos propios y ajenos» (colectivos) que pueden vincularse, en base a dicha memoria moral (voluntaria e involuntaria), a la ética de los espacios anteriormente apuntada. Sería pretender demasiado –e incluso para mí mismo a la hora de comprenderlo– el profundizar en cómo y por qué la memoria moral –según Martí– se funda en el miedo (a perder algo, por ejemplo), o por qué y cómo ésta se vincula estrechamente al concepto de justicia. Así, la memoria moral de los espacios se fundaría, al parecer, en todo lo concerniente a la «espina de injusticia» que contienen los espacios.

Todos los espacios –según entendí– pueden ser más o menos memorables, y todos están asociados a unos recuerdos (la gran mayoría de carácter involuntario) que, de una manera u otra, esconden unas consecuencias éticas personales y colectivas. Es, por ejemplo, el caso del edificio frente al cual Martí transitó cuando era joven en repetidas ocasiones y cuya imagen se alojaba involuntariamente en su recuerdo como algo sin un significado concreto. Un recuerdo que años después descubriría, a través de la literatura, y que pudo haber tenido unas consecuencias colectivas (trascendentes a él) al haber sido utilizada como «cheka» por alguno de los bandos contendientes en la Guerra Civil Española. Explicado esto, lo que me suscitó profundas reflexiones fue, en concreto, la consciencia que en ese momento adquirí de las maquiavélicas consecuencias que dichos conceptos albergaban para su utilización en la contienda política.

La memoria moral tiene que ver con la memoria histórica, pero se eleva a otro nivel. Así, la no-existencia (por su borrado) de la memoria moral de los espacios –pensé– puede tener unas consecuencias tremendas para una sociedad y su memoria como pueblo. Y el gran problema que veo es lo sutil que puede llegar a ser dicha violación de la historia de un pueblo: acabar con el nombre de una calle; modificar la denominación o titularidad de un edificio o espacio; trasladar, remover o instalar una estatua o monumento cualquiera; violar un espacio cultural; y alterar la estructura de un barrio (como es el caso del Cabanyal en Valencia) pueden ser actos aparentemente inocentes que podrían pasar desapercibidos. Y esto es así salvando algunas excepciones de activismo cívico que resisten en sus reclamaciones (y eventualmente vencen) en pos de la restauración de la semántica asociada a determinados espacios. Es el caso de la estación de metro de Jesús en Valencia (actualmente, tras un nuevo cambio de nombre, denominada Joaquín Sorolla-Jesús), por la preservación de cuya memoria ha luchado lasVíctimas del Accidente de Metro de Valencia; o el caso de protesta frente al cambio de nombre de un lugar emblemático y repleto de significado histórica y recientemente como es el metro de Sol en Madrid (actual y al parecer temporalmente Vodafone Sol).

Tal vez como politólogo, y no tanto como filólogo –como sí es el caso de Martí Monterde–, la cuestión me llamó mucho la atención desde el punto de vista de la praxis política, es decir, de su instrumentalización gubernamental. Y no hace falta ir a casos flagrantes como los que está cometiendo ISIS contra la Humanidad en Oriente principalmente. De hecho, resulta pertinente no hacer referencia siquiera a casos tan claros como de los que nos dota la inaplicación de la Ley de Memoria Histórica en España, por la cual casi un siglo después de la Guerra Civil todavía yacen cadáveres en sus cunetas. Así, resulta pertinente establecer esta salvedad porque aún más preocupante si cabe es la violación de la historia de un pueblo desde el más absoluto sigilo. En este sentido, la reflexión que planteo hace referencia a la sutileza de los instrumentos de los que dispone el poder para el borrado de la huella de sus errores o fechorías.

Expreso por tanto aquí mi temor por la existencia de un poder habilitado para alterar los espacios a su antojo, con indiferencia y sigilo, hasta el punto de borrar la historia de una ciudad, su esencia, recuerdos, vivencias y memoria sin provocar reacciones sociales adversas. La existencia también de un gobierno capaz de esto hasta el punto de atentar sin resistencia contra el derecho a defenderse que, escudriñando en su pasado, debería tener todo individuo, y capaz también de atentar contra el derecho de las personas a guiar su presente en base a las huellas que dejaron sus zapatos (y los de su pueblo) en su camino al andar. En base, por tanto, a sus huellas en el espacio y su memoria.

Previamente publicado en Publicoscopia.


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