Creo que lo he escrito muchas veces en este mismo espacio: nuestro mundo es terriblemente complejo. Cada día surgen nuevas opciones en nuestras vidas que, en apariencia, nos aportan comodidades, facilidades, oportunidades. Podemos estar conectados con personas de todo el mundo por medio de las redes sociales, obtener cualquier canción que hayamos escuchado en nuestra vida con un par de clics o comprar miles de modelos de ropa, calzados y complementos a pocos pasos de nuestra casa.
Los economistas dicen que cualquier persona de clase media tiene más comodidades que el rey de Inglaterra a principios del siglo XX. Sin embargo, ni los reyes eran felices, ni tampoco los somos nosotros. Tener más opciones para elegir, incluso si son a bajo precio, parece que genera el efecto contrario al que se nos promete. Es como si tener más facilidades y oportunidades de poseer objetos o adquirir servicios nos generase más inconformidad.
Tenemos de todo pero necesitamos tener más. Queremos el último modelo de teléfono móvil, dos pares nuevos de zapatos y el nuevo perfume de Paco Rabanne. Igualmente queremos tener más flogüers en el tuiter, la sonrisa permanente de nuestro jefe e incluso un amante sado al estilo de Christian Grey. Todo eso, estimado lector, lo que realmente nos produce es frustración.
Somos una sociedad insatisfecha, frustrada, infeliz. De ahí que los artistas no paren de sacar canciones que nos recuerden que hay que vivir la vida. En un par de meses tenemos a JLo y Pitbull con Live it up, a Marc Anthony con Vivir mi vida y a David Guetta con Play Hard. Piezas todas dedicadas a recordarnos la importancia de vivir el presente.
Incluso las campañas publicitarias, cuyo objetivo es vendernos más y más cosas que no necesitamos, aprovechan esta zozobra del ser humano para arrimar el ascua a su sardina. Tal es el caso de la última campaña de Ikea, que nos invita a empezar “algo nuevo” por la vía de la compra de muebles.
Andaba yo con todas estas reflexiones, más o menos plasmadas en negro sobre blanco, cuando el domingo en misa el párroco me sorprendió con esta parábola:
Un grupo de antiguos compañeros de colegio, hoy profesionales de éxito, se reunieron en casa de su más insigne profesor. Después de recordar los viejos tiempos, pronto la conversación comenzó a girar en torno a lo complejas que se habían vuelto sus vidas, el estrés del trabajo, las responsabilidades, etc. El profesor interrumpió la conversación y les ofreció a todos una taza de café.
El profesor se fue a la cocina a prepararlo y, a la vuelta, sobre la mesa colocó una cafetera llena de humeante café junto con toda una colección de tazas. Unas de materiales exquisitos, otras de plástico vulgar. Unas finas y con motivos elegantes, otras toscas y sin gracia.
Todos eligieron su taza y se sirvieron café. El profesor tomó la palabra y les dijo: "¿Os habéis fijado en que todos habéis escogido las tazas más finas y de materiales más nobles para tomar el café?. Las tazas corrientes y de plástico han quedado todas ahí, sobre la mesa". Todos se fijaron en sus tazas y se volvieron a ver unos a otros asintiendo. "Ese es el problema, queridos amigos. Ahí radican todas vuestras quejas de las que hablabais hace un rato", afirmó el profesor. "Todo ese estrés por el trabajo, las responsabilidades, el dinero... son la taza. La vida es el café. Así, nos preocupamos mucho más por el color, la forma, el material y el diseño de la taza que por disfrutar de lo que hay en su interior, que es el café".
No sé si fue fruto de la casualidad o hay que retomar las teorías de Jung con respecto a la sincronicidad. El caso es que estas palabras expresan mucho mejor de lo que mi prosa hubiera podido hacerlo el propósito de este artículo.
En esta ocasión no puedo hacer referencia a la elegancia, motivo último del blog, sino pedir al amable lector que saque sus propias conclusiones. Las mías continúan en esa amalgama turbia que son los pensamientos mezclados con la urgencia de la vida, que no es otra cosa que el destello de las tazas.