El último Barón de Cigognac es, muy a su pesar, la encarnación del romántico: no se sabe si más enamorado o más hambriento.
Cuando asistimos a lo que iba a ser su epílogo, finalmente convencido por su fiel criado, accede a subir parsimoniosa y ceremoniosamente los peldaños de la cripta familiar de su ruinoso castillo y de entre la humareda emerge su quijotesca figura.
Aún no es hora de morir.
La tormenta que arrecia fuera, los violines, los murciélagos y los juegos de sombras invitan a la cámara a permanecer a una prudencial distancia, aprovechando la solemnidad para mirar desde los huecos de escalera morada de telarañas, observando agazapada detrás de columnas hechas con calaveras.
De repente, el conjunto pierde su sentido dramático. El Barón, keatoniano, se muestra presto a encarar decididamente su destino al sentir una llamada al portón de entrada. Pudo haber sido el diablo, pero es un actor.
Será, en su nueva vida, un comediante.
En otras manos este podría haber sido un comienzo grotesco, pero no en las de Abel Gance, para el que entonces (1942) quedaban ya lejanos su grandes triunfos en el cine mudo y del que sin embargo aún debían venir en unos años sus últimas películas, relativamente más conocidas.
En los años 40 sólo alumbró dos de sus más olvidados films, "Vénus aveglue" y consecutivamente el evocado "Le Capitaine Fracasse" y eso que hacía pocos años que había tenido un par de éxitos, dos de las mejores películas que nunca hizo, "Un grand amour de Beethoven" y su capriano autoremake de una de sus obras silentes, "J'accuse".
En los prolegómenos de la guerra, había filmado la excelente "Lousie" y "Paradis perdu", que parece inaccesible, pero con la liberación se produce una interrupción en su filmografía (curiosamente como le sucedió a otros realizadores que guardan algún paralelismo con él como Max Ophüls o Josef Von Sternberg y hasta estuvo a punto de sucederle al novato Orson Welles; debía ser el destino de los grandes retóricos) que ya queda un tanto desubicada en los 50, con un involuntario misterio añadido, el de la mutilación del negativo original de su única obra en esa década, "La Tour de Nesle". Qué fabulosos sus maltrechos restos.
"Vénus aveglue" y "Le Capitaine Fracasse" refuerzan el aprecio para los que conocen bien su filmografía y debieran reconciliar al resto con la muy particular intensidad y el brillo del cine de un director para el que no parece que fuese a haber nunca una siguiente película y hasta una próxima escena, que componía sin perspectiva de obra ni de carrera ni de tiempo, un cineasta inimitable y sin descendencia, amado sobre todo por quienes lo conocieron y trabajaron con él o por los que tuvieron el privilegio de verlo en acción.
Por ser una más en apariencia de las versiones y no la más famosa sobre la obra de Théophile Gautier, es particularmente interesante volver a "Le Capitaine Fracasse", que plantea una serie de cuestiones interesantes.
Una de ellas es el paralelismo con el próximo Cocteau de "La Belle et la Bête" (y más aún el de "L'aigle à deux têtes"), que puede ser útil para distinguir su ya por entonces desusada métrica.
Gance es, al igual que muchos narradores que venían del mudo, extraordinariamente preciso y mesurado en el ritmo narrativo entre escenas, pero un relámpago entre planos.
Internamente vertiginoso, sin detenerse en los hallazgos de puesta en escena conquistados, "derrocha" su genio a cada paso, sin escatimar recursos, sin preocuparse por construir, por preparar el terreno, por señalar lo extraordinario como Cocteau. En sus manos la economía narrativa no existe y hasta las transiciones quedan enaltecidas. Evita sin embargo el peligro del barroquismo - un más que posible resultado de imprimir y comprimir tanta inventiva a cada paso - con viejas armas como la ligereza y el desprecio a lo trascendental.
Depende menos Gance de grandes fotógrafos y grandes atrezzos. Sólo Griffith impresionó tantos acontecimientos extraordinarios o singulares, que eran el alimento de su imaginación, con tanta sencillez.
Conectando con esto último y por muy evidente que resulte su voluntad de perdurar e impresionar para siempre cada una de sus imágenes, lo hace sin esgrimir abiertamente la rima ni la perfección del verso como elementos digamos finalistas, sin aspirar a ninguna clase de armonía.
La belleza de sus películas suele ser arrítmica, con constantes colisiones de diversos tamaños de planos y de encuadres, a menudo inesperados, con interludios que parecen musicalizados en exceso (incluso arias operísticas), con llamativos silencios donde debía haber palabras y efectos de sonido o parrafadas donde parecían bastar elipsis o fundidos a negro (los prolegómenos a escenas como la muerte del "expresionista" Matamore de turno - que parece viajaba en el tiempo desde un Eisenstein camino de "Chimes at midnight" -, el primer duelo o la misma clausura del film).
Una de las más beneficiadas de esta constante (re)inventiva, que por descontado se emplea a fondo sobre rostros y movimientos, es la actriz principal, Assia Noris, que como otras mujeres en manos de Gance, en algún momento y aunque no lo fuese especialmente, parece bellísima.
De otra parte, si hablamos de estructura, todo parece a destiempo, que no se mueve en una dirección determinada, que lo que está en plano es fragmentario de lo que se quiere narrar y además no utiliza los montajes paralelos como lo hacían Naruse o Minnelli, como por ejemplo en la escena que transcurre tras la primera cena con la troupe itinerante al inicio del film.
Uno de los cómicos, al calor del fuego y del vino, le habla de las recompensas de su oficio, del arrobo que supone llegar a una aldea dormida y conquistar la risa o la emoción de pobres gentes y le invita a unirse a ellos. Gance aproxima la cámara al Barón, al principio sorprendido, pero cada vez más subyugado. Contraplano al actor, que se ha quedado dormido; tal vez divagaba.
Al día siguiente, es la bella Isabelle quien trata de convencerle antes de partir, pero en la cacería que los sorprende en un claro del bosque aparece la altiva Yolande de Foix, platónica inspiración de los torpes versos de él y de nuevo se malogra la posibilidad de que acepte.
En el último momento, cuando ya se marchaban y aún él inmerso en un mar de dudas, su criado, diligente - ya muy viejo y angustiado con la situación de su amo -, sin preguntarle, le ensilla el caballo y le portea el baúl hacia la caravana a lo que asiente, aliviado, liberado del apego que lo retenía sin que hubiese reparado en ello. Es un momento extraordinario de puesta en escena que "aflora" de entre las circunstancias narradas, que no es una consecuencia sino más bien una especie de guardiana de su continuidad.
"Le Capitaine Fracasse" no es un musical a pesar de estar punteado por varias e ilustrativas canciones ni tampoco un film sobre la pasión por actuar, pues casi nunca vemos las funciones.
Es, antes bien, un tratado sobre la camaradería, sobre la rivettiana (que antes fue corneilliana y no en vano una de las piezas que la compañía representa en su interminable gira - y que casi se confunde con su peripecia - es "L'illusion comique", que hace poco ha devuelto a la vida otro cineasta de esa estirpe, Mathieu Amalric) posibilidad de vivir unas vidas que fluyan por unos cauces diversos a los que gobiernan las vidas de los demás, donde sea plausible que esta y la otra cara del espejo se vuelvan una sola.