Después de escribir la Carta abierta a mi bebé, el tercero de mis Trastos, creo que debo explicaros las particularidades de su nacimiento. Para empezar, aclarar que fue una cesárea de urgencia, no programada y que, en principio, iba a ser un parto natural. Es una entrada un poco más larga de lo habitual, espero me disculpéis. He intentado resumir al máximo todo lo que pasó.
Ya en la semana 20 de gestación, me dijeron que la placenta estaba mal colocada, pero que, a medida que mi bebé fuera creciendo iría desplazándola hasta su lugar habitual. Y no le dimos más importancia. Entrando en el último trimestre de embarazo, mi ginecóloga me dijo que la placenta seguía mal colocada y, si no conseguía moverla el bebé, no habría más remedio que programarme una cesárea. Yo no quería cesárea. Lloré. Lloré mucho, pero pensar que sería lo mejor para mi bebé hizo que cogiera fuerzas y me senté a esperar.
Sobre la semana 37, fui a una revisión. Estaba muy nerviosa pues era la última oportunidad de librarme de la cesárea. Si la placenta seguía sin moverse, mi bebé corría un riesgo real, pues ya tenía un tamaño considerable, y habría que programarme una cesárea. Me hicieron la ecografía y allí estaba, más o menos colocadita en su sitio. Respiré aliviada. Iba a tener un parto natural.
Esto fue un miércoles. No había razón para preocuparse. Mi bebé nacería normalmente. Seguí haciendo vida normal. El viernes por la noche me desperté mojada. Eran las 3 de la mañana y pensé que había roto aguas. Lo primero que se me vino a la cabeza fue que no podía ser. Aún me quedaban 15 días para salir de cuentas y no había preparado ni la bolsa para el hospital. Me levanté y encendí la luz, para comprobar el color del líquido. Recordemos: agua clara, ir tranquilamente al hospital, sin prisa pero sin pausa; agua oscura, acudir rápidamente. Bien, pues encendí la luz y aquello no era agua de parto, ni clara ni oscura. Era sangre. Sangre roja. Sangre saliendo a chorros, literalmente. La cama llena de sangre, el suelo lleno de sangre… y no paraba de salir.
Aterrada, desperté al Tripadre. Imaginaos la escena. No sabíamos qué pasaba y yo sólo podía pensar en mi bebé. Llamamos al 112 y nos recomendaron ir pitando al hospital. Llamamos a los abuelos para que se quedaran en casa con los Trastos. Los 10 minutos que tardaron en llegar se me hicieron horas. El tiempo que tardamos en llegar al hospital se me hizo eterno pues yo seguía perdiendo mucha sangre. Primer diagnóstico: un problema con la placenta. No parecía nada grave, quizá se abría roto un vaso sanguíneo. ¿Un vaso? ¡Ya sería una jarra entera! En cualquier caso, me monitorizaron y mi bebé estaba bien.
Por primera vez en toda la noche, respiré aliviada. Todo parecía estar bien, pero decidieron ingresarme para mantenerme en observación. Parecía que yo iba sangrando menos, así que me dijeron que, si paraba la hemorragia, por la mañana podría irme a mi casa a esperar que me pusiera de parto.
Llegó la mañana y la ginecóloga de urgencias me dijo que tenía un parto que atender, que iban a contarle lo que había pasado a mi ginecóloga y que, como ya apenas sangraba, seguramente me iría a casa al cabo de unas horas, guardando reposo, eso sí. Así que esperamos. Al rato entró de nuevo la ginecóloga de urgencias. Su cara ya me hizo sospechar. Le habían contado a mi ginecóloga lo ocurrido durante la noche y había decidido que mi bebé nacería hoy. ¿Por qué? Pues porque podría volverse a repetir el episodio de la sangre y que, si la próxima vez pasaba durante el día, podría desangrarme en el camino hacia el hospital y no contarlo. Un panorama desolador, como os podréis imaginar. Así que, en cuanto llegara al hospital mi ginecóloga, yo entraría en quirófano.
Llamamos a los abuelos para explicarles la situación. Le pedí a mi madre que me prepara la bolsa y me la trajera al hospital. Menos mal que, aunque no la había preparado yo, ya tenía la ropita lista en los cajones. Lo peor es que, en España, no dejan entrar a los padres a las cesáreas y yo iba muerta de miedo, sola, camino del quirófano. Desde aquí, mil gracias al anestesista y a mi ginecóloga, que estuvieron conmigo en todo momento y me dieron ánimo cuando yo ya no podía más.
Me abrieron, pero mi bebé aún no estaba listo para nacer. Estaba muy arriba. Respecto a la placenta, resulta que no había sido un vaso roto, yo sangraba porque mi placenta estaba desgarrada. Hecha pedacitos. De ahí esa inmensa cantidad de sangre. Sangre que seguí perdiendo durante la cesárea y tuvieron que dormirme. Tener la placenta destrozada no ayudó a que tuviera una cesárea normal. Recuerdo haber abierto los ojos un momento y ver cómo limpiaban a mi bebé, oírle llorar y respirar aliviada antes de dormirme de nuevo. Después abrí los ojos otra vez, cuando una enfermera me acercó a mi nuevo bebé, pero yo no tenía fuerzas ni para tocarle ni para besarle. Volví a dormirme. Empezaba a despertarme cuando me sacaban del quirófano. Acerté a ver un cubo lleno de gasas, guantes y mucha, mucha sangre. Me llevaron a REA y allí estuve varias horas. Hasta que recuperé mi nivel de glóbulos rojos y me llevaron a la habitación, a conocer a mi bebé.
Y mientras tanto, ¿qué fue de mi bebé? Pues el pobre había tardado en nacer, de lo arriba que estaba aún en mi tripa. Y había cogido frío durante la operación. Lo normal en estos casos es acercarlo a la madre para que le dé calor corporal. Pero yo no podía hacerlo. Así que se lo dieron al Tripadre. Método canguro a tope. Pero tampoco sirvió. Le tuvieron que llevar a una incubadora, a neonatos. Estuvo una media hora hasta que cogió calor y entonces le llevaron a la habitación. Pero yo aún no estaba. Tuvieron que darle un biberón. Y yo, en la REA, sólo pensaba que mi bebé estaba lejos de mí, que tenía que arrimármelo al pecho cuanto antes, que yo sólo quería estar con él.
Por fin nos encontramos. Cogí a mi bebé y me lo arrimé, se enganchó bastante bien teniendo en cuenta cómo había sido su llegada al mundo. Me dijeron que había sido una experiencia muy cansada para él. Se notaba. Se dormía al pecho antes de terminar la toma, apenas tenía fuerza para sacar el calostro. Aquella primera noche fue horrible porque tuvimos que despertarle para comer, pero a mi bebé le costaba mucho despertarse para comer.
Al final, todo pasó. Y salió bien. Mi bebé está sano, aunque siente más el frío y hay que tener cuidado para que no coja frío y se ponga malito. Yo recuperé mis niveles sin necesidad de transfusión. Como me dijo mi ginecóloga, el cuerpo de la mujer se recupera de manera prodigiosa de un parto. Sólo hay que darle tiempo y dejarle hacer. Nunca se lo agradeceré bastante. Más tarde, me enteré de que el anestesista había calificado mi cesárea como violenta y, en palabras de mi ginecóloga, la mía había sido una de las más difíciles de toda su carrera profesional. Ahí es nada.
CONTRAS:
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No estaba preparada. Mi bebé tampoco. Por eso todo fue aún más difícil.
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En mis otros embarazos, había preparado la bolsa del hospital en la semana 36. En el último, no sé por qué, estaba en la 37 y pensaba que aún me quedaba tiempo.
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Tardé en recuperarme, pues la pérdida de sangre fue brutal.
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No pude darle la bienvenida a mi bebé. Pasó por demasiados brazos antes que los míos. Al menos, uno de los primeros fue el de su padre. Algo es algo.
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El miedo. Yo estaba aterrada por mi bebé. El Tripadre estaba aterrado por los dos. Si hubiera sido a las 3 de la tarde, entre atascos y demás, quizá yo no hubiera llegado al hospital.
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La cicatriz. Aunque ya no se hagan como antes y apenas se noten, el caso es que está ahí, en mi tripa, recordándome todo lo que pasamos aquella noche.
PROS:
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En las cesáreas, te limpian por dentro. Así que en el puerperio se mancha menos, al menos en mi caso. No sé si que fuera el tercer parto tuvo algo que ver, pero efectivamente, manché menos que con los anteriores..
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A la hora de ir al baño, hay menos molestias que con una episotomía. No es que no la haya, sino que hay menos.
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Se puede amamantar igual que con un parto natural.
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Entiendo que la madre realiza menos esfuerzo para alumbrar al bebé, pues son otros quienes sacan al bebé de dentro.
He pasado por dos partos naturales y una cesárea. Y, personalmente, no entiendo cómo hay gente que sigue programándose cesáreas. Las cesáreas son necesarias cuando hay un problema, un riesgo real. Si no es así, prefiero el parto natural. Por poco glamuroso que sea, aunque haya que empujar como si no hubiera mañana, a pesar de todo, ojalá mi bebé hubiera nacido cuando él así lo hubiera decidido. Sin embargo, en mi caso, la cesárea supuso salvarnos la vida a mí y a mi bebé, así que no puedo estar más agradecida a los profesionales que me atendieron.