Revista Cultura y Ocio

De una multa de tráfico al Leviatán de Hobbes

Publicado el 14 junio 2016 por Javier Ruiz Fernández @jaruiz_

Este fin de semana iba a ser la leche. El viernes tenía que saltarme el entrenamiento para retroceder diez años atrás. La razón era un concierto de Los Madalenas, el grupo de punk rock de mis colegas de adolescencia: Alfredo, Imagen, Vil… aunque al Vil le chutaron, o se fue; algo así. Da lo mismo.

El sábado tenía que conducir hasta el Pirineo para una fiesta de cumpleaños multitudinaria de otros tres amiguetes: ya había aparcado el coche por el barrio, había dejado a la jauría en buenas manos y todo estaba listo para salir a toda leche después de una comida frugal y llegar por allí a media tarde a devorar cruasanes para merendar.

Homer Simpson y su viaje con la marihuana
¡Que no, hombre! Que no era por eso que estás pensando. Sigue leyendo, anda.

Entonces, noté que se me había inflado un ojo. Que me pesaba. Y una mueca de disgusto se dibujó por debajo de la barba. A priori, puede no parecer tan malo, pero yo sabía lo que le sucedía: una lágrima, una lágrima y luego otra lágrima. Los ojos enrojecidos, mocos, mocos, más mocos, y un resfriado de proporciones épicas conquistando las vías altas, como te sueltan los médicos pedantes.

Para resumir, no hubo Frenadol que detuviese aquello, y me negué a conducir tres horas para no poder beberme ni un par de cervezas con los colegas. La noche anterior, cuando empezaba a preverlo, me recogí pronto e intenté contener el asalto… pero nanai. No hubo forma.

Libros
¡Hola, lector! Ahí va un enlace explicativo  por si no sabes de qué c*** te estoy hablando.
:)

Lo mandé todo a tomar por saco. Me quedé sin concierto hasta altas horas de la noche y sin fin de semana en la montaña con los amigos. No había nada que hacer. Era una de esas situaciones de los libros de Elige tu propia aventura donde ya la habías cagado páginas antes: ahora, tomaras la dirección que tomaras, solo te disponías a joderlo un poco más.

Así que no tomé ninguna dirección. Me quedé en mi casa. Vi dos o tres películas. Intenté leer un rato. Saqué a los perros mientras ellos me miraban apenados y me dirigían hasta el sofá, de nuevo, entre gorjeo y gorjeo.

Al día siguiente, Laura se fue al Matsuri —el festival japonés que se organiza cada año en Barcelona— y yo… pretendía pasar todo el tiempo posible de domingo en mi casa. Sin embargo, el Ayuntamiento de Barcelona tenía otros planes para mí.

Esa misma mañana, el destino encaminó mis pasos hasta la calle donde había aparcado el coche, y comprobé que no había coche. Había cientos de niños tocando los cojones gritando, lanzando pelotas entre canastas de baloncesto y vallas divisorias; era la Fiesta del deporte, la Fiesta del baloncesto, o algo así, y entonces tragué saliva.

Los coches habían desaparecido. Por el contrario, habían aparecido decenas de carteles de señalización excepcional que no estuvieron allí ni el viernes, ni muy probablemente el sábado hasta última hora; una sombra de duda conquistó mi jeta enrojecida e irritada de tanto virus.

Un hombre obliga a cortar la Ronda de Dalt
A este paso, voy a terminar como este señor…

Los pasos que debía seguir eran evidentes. Llamar al depósito donde creía que estaría el coche y al otro, donde no quería que estuviese el coche. Hasta ahí, tuve suerte. Después, tocaba subir en autobús hasta allí, pagar 147 euros de la grúa, el tiempo de parking en el depósito y recoger una multa de 60 euros más.

En otras dos ocasiones, se nos ha llevado el coche la grúa. La primera vez, el antiguo Ford Fiesta de mi pareja; la segunda, nuestro coche actual, un Ford Mondeo que pertenecía a mi padre. En ambas ocasiones me cabreé un poco conmigo, o con Laura, o con la mala suerte; después pagué, saqué el coche y me olvidé del asunto.

Esta vez era distinto.

Lo noté rápido al llegar por allí. Ni tan siquiera los operarios de las grúas ni la gente del depósito sabía por qué coño se habían llevado todos los coches que habían decidido que estaban mal aparcados. No había señales; no se pusieron a tiempo. Pero algo había que hacer. Los críos tenían que jugar a baloncesto, y el ayuntamiento no pensaba admitir que la culpa era suya. La solución estaba clara.

Una vez fuera, me planteé seriamente cuándo debieron poner los carteles a lo largo de una de esas sesiones de autofustigamiento y cabreo tan reparadoras para tu propia psique. Sería el sábado a media tarde; pasado el mediodía muy probablemente: antes de comer, saqué a los perros y pasé por allí. También a cuánta gente le habían jodido la compra del mes con esa tontería. Pero lo que verdaderamente me chocó mientras subía a pagar esa multa hasta que me comí un bocata de queso en un bar fue algo que me ha costado digerir: ¿cuándo ha vuelto el Leviatán?

Nuestros padres y (algunos) abuelos nos enseñaron que, en los últimos cuarenta años, el estado era un espacio de bienestar donde vivir en sociedad; un modelo colectivo que exige y ofrece, y una vía donde implicarse en beneficio de todos, mientras que salir, no solo se vuelve complicado, sino absurdo en la mayoría de los casos. Una cosa es que te echen, que te excluyan; otra que no quieras formar parte del grupo.

Tattoo del Leviatán de Hobbes
Un tipo al que se le ocurrió que era buena idea tatuarse una ilustración del Leviatán de Hobbes en el brazo.

Pero cuando guardé el coche en el parking, no hubo atisbo de dudas; me prometí que ahí iba a quedarse excepto para lo indispensable y que, más tarde, me ayudaría a volver hacia algún pueblo cercano donde siempre tuve que seguir viviendo y acercándome hasta la gran ciudad para lo imprescindible. Lo dejé anotado en un papel encima de la guantera: que el estado ya no es mi amigo; que no existe modelo de bienestar, que  desapareció.

En fin, que le den por culo a Hobbes y al contrato social. Ahora ya sé cómo se las gastan: si no podemos contar con el Estado, será cada uno de nosotros quien deba procurarse esa parcela de libre albedrío y seguridad individual. ¿Será esto posible hoy día? Y lo que todavía es más importante: la que se ha liado por una puta multa y un resfriado, ¿o no?


Por cierto, he recurrido la multa a ver si recupero mi fe en el sistema o termino por volverme un inadaptado social.


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