Revista Espiritualidad

De Valladolid a Pucela

Por Juanantoniogonzalez

De Valladolid a Pucela

Los viajeros siempre piensan que llegan a su hora, hasta que entran en el primer lugar que encuentran y le dicen que la cocina está cerrada. No hay mal que por bien no venga, creo que dice uno de esos dichos populares. El hambre apremia y urge hallar un lugar donde saciar el otro cerebro de nuestro cuerpo. El local tiene buena pinta. Está calle abajo. Entramos. Nos encontramos con Raúl. No es su nombre, pero como nos recuerda a un Raúl que conocemos, así llamaremos a este chico bien parecido, amable, sonriente y que se encuentra en esta ciudad por amor. Las historias de amor tienen esos otros viajeros por el mundo. Y mientras nos sirve dos bocadillos y dos cervezas, en el rato de conversación nos cuenta que además del amor, y de poner desayunos, meriendas y comidas con el mandil de camarero, está terminando un año más de facultad para ser futuro maestro. Pagamos la cuenta, nos deseamos que todo vaya bien y nos despedimos sin saber si el destino dirá que exista un nuevo cruce de caminos.

Los viajeros comienzan a recorrer las calles. Observar y escuchar. Mezclarse entre la gente. Una esquina. Otra. Una calle. Una plaza. Los viajeros se detienen, observan el plano. Son unos desconocidos entre desconocidos. Los nombres de las calles tienen sentido en cada ciudad. Los viajeros ignoran la identidad de esos ilustres que tienen rotulados sus nombres y que dan a los callejeros su razón de ser. Hasta que comienzan a preguntar. ¿Quién es tal?, ¿quién es cual? Pero hay algo que les llama la atención: el silencio. Un silencio que no es silencio, pero que sí transforma los pasos apresurados de los viajeros en una sensación de calma y serenidad. La gente habla, pero lo hace en voz baja, apenas se escuchan las conversaciones. Es ese otro silencio el que serena los pasos de unos viajeros recién llegados.

De Valladolid a Pucela

Amanece el primer día para los viajeros en esa otra ciudad. Hacen de turistas por un rato hasta que recuerdan que son viajeros que no desean seguir los pasos marcados en el suelo de esa otra ciudad que parece inventada. Un lugar. Otro lugar. Un monumento. Otro. El vigilante del museo deja de serlo para hablarnos de su ciudad, de su pueblo, de su otra ciudad. Sus ojos se le iluminan. Ha olvidado por un momento que era vigilante, que nadie se acercara hasta esa frontera imaginaria que pudiera dañar la historia de su ciudad. Nos despedimos, un saludo que se vuelve cercano. Otro cruce de caminos que no sabemos si el futuro habrá previsto que vuelva a llegar.

Llega la hora de calmar la sed. No son bares de turistas los que los viajeros andan buscando. Es un lugar pequeño, escondido. Son gente de la ciudad quienes se agolpan en su interior. María es María. Su acento no es de la ciudad, porque es otra viajera de las caminan por el mundo. Calla su origen hasta que te dice en voz baja que es rumana, pero reivindica que lleva más de quince años en la ciudad. Sonríe. Sonríe mientras sale fuera de la barra del bar para recoger los restos de unos vasos que han estallado contra el suelo. Sonríe. Nos pregunta si nos han gustado los vinos, los pinchos y las tapas. Sonríe pero con la sinceridad de quien siente que es parte de su vida hacer que unos viajeros se sientan como en su casa.  

Los viajeros no echan raíces, pero sí dejan sus raíces en este lugar. Los viajeros saben que Valladolid comienza a ser Pucela. 

Esta historia continuará. 


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