Revista Libros
Casi al final de De vidas ajenas informa Carrère, su autor, de la cronología de la redacción y de cómo entre la forja inicial, la documentación y la redacción final transcurrieron unos seis años, en los que compaginó esta narración con otro proyecto y con la alegría de la paternidad. Cuenta también que un día recordó los traumáticos acontecimientos vividos en Sri-Lanka, donde fue testigo del gran tsunami de 2004, y poco después comenzó a repasar las notas tomadas sobre la muerte de su cuñada y, de algún modo, como por azar, ambas historias de muerte trabaron relación y pasaron a formar parte del mismo libro.Lo explicita Carrère y quizá se le pueda aplicar aquí la máxima latina de excusatio non petita... pues parece ser consciente de lo deslavazado de una narración donde lo mismo hay lugar para la muerte de una niña de cuatro años arrastrada por la gigantesca ola, como para la agonía por metástasis de una mujer en la treintena, su cuñada, madre de tres niñas pequeñas, y para los logros en un tribunal de primera instancia de un juez que, por pretencioso y arrogante, acaba por resultar antipático, por más que una se vea obligada a reconocer sus méritos. La estructura circular y el evidente paralelismo trazado entre la muerte en el ámbito público, de un lado, y en la esfera privada, de otro, no acaba de dar cohesión a una historia que debería haber sido, según lo veo yo, la de la muerte de su cuñada y, sí, también, la de su camaradería con Etiénne y sus logros en los tribunales. De hecho, y por raro que pueda parecer, son las páginas dedicadas a la jurisprudencia las que más he disfrutado de esta narración a la que, eso sí, por supuesto, hay que reconocerle su agilidad y ese toque de sofisticación tan, tan francés, pero que, quizá por lo heterogéneo de los materiales que la conforman, pasa también de la exposición brutal -la agonía de Juliette no es apta para todos los públicos- al sentimentalismo.