"Aquello que hoy recuerdas está escrito en alguna parte" (de "Sol y tapias", pág. 11)
DO UT DES
Tuviste suerte
cuando, al nacer,
la vida te dijo
—y ha cumplido—
que te daría tanto
como recibiera de ti.
Hoy sólo vagamente
recuerdas sus palabras
y ella insiste:
una amenaza,
un don a veces.
(pág. 32)
THE RESURRECTION
El cuadro —muy de ese momento
que me hubiera gustado vivir
de principio a fin—
representaba a los muertos
saliendo de sus tumbas
el día de la resurrección.
Salían como aturdidos,
sin haberse despejado del todo
del sueño que muchos habían creído eterno,
desperezándose, quitándose de encima un velo
que podría ser la placenta de la tierra
que primero se tragó su carne
y luego separó sus huesos
como en una infantil
lección de anatomía.
Unos dejaban los panteones familiares
decorados con el lujo que
seguramente no disfrutaron en vida.
Otros llevaban pegados todavía
pedazos de barro,
rastros vegetales.
Eran los enterrados directamente
en el suelo del cementerio, sin caja
ni lápida, los más pobres,
y habían servido como humus cálido y acogedor
a los rosales y a los brezos.
Había también negros
que conservaban un cuerpo fuerte y anguloso,
como si el músculo hecho en el trabajo
muchas veces atroz hubiera
sobrevivido al esfuerzo, más aún,
se hubiera reforzado bajo tierra,
tomando el mismo alimento
que yerbas y gusanos.
Todos salían sin dolor y los ayudaban
los últimos vivos,
aquellos que no habían tenido que morir
porque el día de la resurrección los pilló todavía
en el mundo,
trabajando, durmiendo,
acostados con sus hombres o sus mujeres,
ordeñando a los animales,
quizá robando o levantando
falso testimonio.
Sus rostros reflejaban —los de todos—
la alegría de encontrarse con sus padres
—tal vez con los hijos muertos antes que ellos
en la decisión más atroz de la naturaleza—
de ver de repente el cielo de su pueblo
y en sus descendientes su propio rostro,
las marcas familiares heredadas de generación en generación,
y sus casas, los árboles, aquello
que un día fuera suyo,
que ganaron con su trabajo
y que no necesitarían nunca más,
acudían las mujeres terminándose de atar los delantales
y los hombres limpiándose la grasa
en sus monos azules, sudando todavía,
asombrados de lo que veían,
serenos también porque
sabían que el momento habría de llegar,
que los vivos recibirían a los muertos.
Había desaparecido el pavor de los sermones
porque la resurrección no era
un alarde de trompetas
ni un repicar de truenos y el fuego
no aparecía por ninguna parte
y nadie pensaba, entre tanta
alegría, en el Juicio,
por eso los hombres y las mujeres,
se abrazaban olvidando las riñas de la noche,
los gritos de los niños más pequeños,
las quejas de los ancianos o de los enfermos,
la mano levantada contra el otro,
el oído del vecino impertinente,
la envidia y la maldición.
Los muertos que volvían a la vida
no recordaban sus fracasos,
ni su vivir como
la sucesión de la suerte o la desgracia
sino como aquello que les había
esperado, perfecto ya
en su anhelo, olvidando
dónde estarían
los que no merecieron
la vida eterna
y sabiendo que
al fin todo era ya
principio para siempre.
(pág. 28)