Inferno, canto 32 Ilustración de Gustavo Doré, 1861
Breve crónica de una experiencia personal en la Unidad de Cuidados Intensivos del Hospital de la Princesa. Uno de los centros de la Sanidad Pública madrileña cuyos profesionales sanitarios realizan un magnífico desempeño profesional pese a los recortes presupuestarios aplicados por el gobierno regional del Partido Popular.
—Servicio de emergencias, dígame.
Una voz femenina responde con tono sosegado y profesional de al otro lado del número de teléfono al que, por fin, he tenido la osadía de llamar: 112. Una iniciativa que me ha llevado algo de tiempo tomar ante la duda de si era estrictamente necesario hacerlo. Recurrir a estos servicios no debe hacerse a la ligera, como esos excursionistas domingueros que, a la primera de cambio y sin un incidente de gravedad real, tan sólo porque un miembro del grupo va muy fatigado o porque se han despistado en la ruta, en lugar de tratar de resolver el problema por sí mismos, lo primero que hacen es tirar de móvil, provocando la entrada en acción de costosos servicios públicos de rescate.
Cuando me decidí a llamar al 112 yo no estaba en ningún sendero del monte. Me hallaba, en todo caso «Nel mezzo del cammin di nostra vita / mi ritrovai per una selva oscura, / ché la diritta via era smarrita.» [En medio del camino de la vida, errante me encontré por selva oscura, en que la recta vía era perdida], como reza el primer verso de la Divina Commedia de Dante Alighieri; (Inferno, I canto, vv.1-3).
En efecto, desde hacía una semana me parecía estar transitando por un camino que conducía hacia el infierno. Llevaba días arrostrando los síntomas de lo que creía un potente catarro con la esperanza de encontrar alivio y partir hacia La Valle Verde, o valle de Pineta. Un singular espacio pirenaico que en esos días finales de la primavera se muestra en todo su esplendor cuando los neveros están en fusión y las aguas del Ibón de Marboré se descuelgan violentas en forma de grandes cascadas, dando lugar al nacimiento del Cinca. Incluso parte del equipo y provisiones de excursión estaban ya el maletero del coche.
La noche de San Juan no fue demasiado mágica para mí. A decir verdad, resultó más bien demoníaca. Un test de antígenos de farmacia arrojó un resultado positivo en Covid. El martes 25 recupero de algún cajón el olvidado pulsímetro de pinza que sólo utilizo en las cada vez más contadas excursiones de montaña: marca una frecuencia cardíaca de 135 en reposo y muy baja saturación. Intento la misión imposible de hablar telefónicamente con un médico del centro de salud, pero el notable deterioro de la Asistencia Primaria en la Comunidad madrileña se evidencia en el bucle sin salida del robot telefónico que atiende la llamada sin proporcionar solución alguna. Me planteo acudir por mi cuenta al servicio de urgencias de mi hospital de referencia. Pero la disnea aumenta y, por fin, un punto de lucidez ilumina mi mente, detengo el camino hacia el infierno y marco en mi teléfono las tres cifras: 112.
—Servicio de emergencias, dígame.
A partir de ahí, la comunicación se desarrolla de forma muy sencilla. Describo mi problema, mi identificación y domicilio, toman nota de los datos asegurándome que en breve acudirá un recurso asistencial. Antes de media hora llegan dos sanitarios que me acompañan hasta la ambulancia en la que, nada más subir, comienzan a aplicarme oxígeno mientras con el clásico despliegue de luces y sirenas me trasladan al hospital de la Princesa. Al parecer, según le comenta el médico a mi mujer, he llegado muy justo. Diagnóstico: neumonía bilateral por Covid. Acto seguido me ingresan en la Unidad de Cuidados Intensivos (UCI).
Durante seis días permanezco internado en un módulo de dicha unidad, envuelto en una maraña de conexiones al aparataje clínico: vías intravenosas, sondas, electrodos de monitorización, amén de la permanente mascarilla de ventilación mecánica no invasiva (por fortuna, descartaron la intubación) a través de la cual me llega el oxígeno que mis pulmones son incapaces de obtener por sí mismos. Al cabo de ese periodo me trasladan a una habitación aislada donde, de manera progresiva, voy recuperando la capacidad respiratoria autónoma.
El internamiento en la UCI es una situación personal no demasiado cómoda, pero tampoco es cosa de andarse con melindres habida cuenta de que también supone un privilegio de los que vivimos en el primer mundo. Pienso en las escasas oportunidades sanitarias de la mayor parte de la población del planeta. Si un incidente similar lo hubiera sufrido un habitante de alguno de los países africanos a los que yo me he permitido el lujo de viajar, ese habría sido el final de su trayectoria vital.
Estas personas ni siquiera tienen la posibilidad de viajar a mi país. Y no sólo por falta de recursos materiales, sino por las políticas contra el derecho humano a la libre circulación de las personas impuesta por los países más desarrollados. Entre ellos España, donde los patrióticos adalides del Partido Popular piden desplegar buques de la Armada para frenar la navegación, casi a la deriva, de los frágiles cayucos donde gente desesperada huye del hambre, de las sequías, de las guerras.
La Sanidad Pública es, sin duda, la joya de los servicios públicos del Estado de Bienestar. Tarde o temprano, quien más quien menos, padecemos algún tipo de dolencia que precisa atención médica. En algunos casos, con delicadas intervenciones clínicas. Por ello resulta asombrosa la estúpida ceguera de esos millones de votantes que han contribuido a colocar en la presidencia de la Comunidad de Madrid a Isabel Díaz Ayuso, la más descarada representante de los enemigos de la sanidad pública. Que, entre otras frivolidades, le ha concedido una distinción madrileña —por supuesto, no en mi nombre— a ese desgreñado tipo argentino que va pregonando a los cuatro vientos la destrucción de los servicios públicos y la justicia social.
Por suerte, mi estancia en la UCI nada tuvo que ver con esos dramáticos momentos que pacientes y sanitarios tuvieron que afrontar en el momento álgido de la pandemia del Covid19. Cuando faltaron medios de toda índole, desde respiradores a elementos de protección de personal sanitario, como las imprescindibles mascarillas cuyo suministro se convirtió en una perfecta oportunidad de negocio, no siempre limpio, para muchos desaprensivos. Algunos de ellos cercanos al entorno personal de la presidenta.
Y no olvidemos que, tras declararse la pandemia del Covid-19, en solo dos meses, marzo y abril de 2020, más de 9.000 personas mayores que vivían en las residencias de ancianos de la Comunidad de Madrid murieron a causa de la infección. De ellas, 7.291 personas fallecieron sin tener opción a ser trasladadas y atendidas en un hospital porque el gobierno autonómico presidido por Díaz Ayuso lo impidió a través de los llamados protocolos de la vergüenza.
Mi peripecia clínica tuvo su colofón en al décimo día, en el que fui dado de alta. En el momento de recibirla expresé al equipo médico mi reconocimiento por el excelente trabajo realizado. Es su obligación, dirán algunos, pero lo realmente meritorio es que los profesionales sanitarios continúen realizándolo con la eficacia requerida, pese a las creciente inestabilidad laboral que padece el sector a causa de los sucesivos recortes presupuestarios. Recortes efectuados por un gobierno cuya presidenta jalea las consignas neoliberales resumidas en la figura de la motosierra que el argentino Miley esgrime contra los servicios públicos.