No me llevaría nada de aquella habitación, ni siquiera los pocos juguetes infantiles que quedaban. Quizás el monopoli con el que solía discutir con mi hermana. Sé que no he sido muy apegada nunca a lo material, me parece que es crear ataduras innecesarias para luego sufrir. ¿Puede ser que aún esté aquí? Me arrodillé al borde de la cama y miré debajo. Sí, allí estaba, al fondo, en un rincón, una caja de zapatos completamente cubierta de polvo. Alargué la mano como pude, metiendo parte del cuerpo entre la suciedad acumulada y las pelusas, y la recogí. El descubridor de secretos.
¿Cuántas veces habíamos jugado con aquel trasto? No lo recuerdo, empezó siendo muy divertido, y por supuesto, me inventaba todo. Normalmente tiraba de detalles, de aquello que ya sabía, lo que me habían contado o había visto pero nadie prestaba atención, y luego lo soltaba en aquellos juegos para sorprender y avergonzar a veces a mis amigas. La primera vez le dije a Azucena que le gustaba Mario. Para ella fue un shock ver que alguien desde fuera se había dado cuenta, pero tampoco era muy difícil si te fijabas un poco en aquellas miradas perdidas que le brindaba cada día desde hacía semanas.
Amelia llamó desde la cocina. – ¿Crees que a Mamá le hubiera importado que tiraramos todos estos cacharros de cocina? Está todo viejísimo – me quedé mirándola un momento, ella nunca crecería, se seguía comportando como la hermana pequeña. – Da igual “Lía”, esté donde esté le importa un cuerno lo que hagamos con sus cosas ahora – tomé las bolsas que habíamos llenado ya y las tiré a los cubos que habíamos colocado en el garaje.
Cuando entré Amelia estaba dando vueltas a aquella caja de zapatos. Me quedé parada viendo como jugaba con ella, recordando las tardes perdidas entre amigas en casa, en aquella habitación. Sin embargo la mirada de “Lía” al levantar la cabeza no mostraba lo mismo, al menos no parecía mi hermana pequeña como como yo la conocía.
¿En serio? – balcuceó. ¿Tiramos toda esta mierda de mamá y te quedas con esto?
Lía, no te lo tomes así, tan solo es una caja vieja, no sé si la guardaré.
Eres una zorra, siempre lo has sido.
¡Lía! No me hables así.
Que no te hable ¿cómo? Estuviste años engañándome, manipulándome con tus mentiras, obligándome a hacer cosas que no quería hacer, ¿cómo quieres que te hable ¡oh! hermanita mayor? – su mano aplastó de un golpe la caja con su último grito. – No me digas como te tengo que hablar porque eso ya se acabó.
Cogió el abrigo del taburete con tanto ímpetu que casi lo tira al coger el pasillo hacia la cocina. Corrí tras ella esquivando las bolsas y las cajas que habíamos dejado por el suelo.
¡Espera! – grité, pero la puerta se cerró con un gran estruendo. – Espera – susurré, supliqué – yo… no quería… son cosas de niñas ¿no? ¿Lía?
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