El poeta Apollinaire le describió como: “El espíritu más libre que jamás haya vivido”. Simone de Beauvoir escribió un ensayo titulado: “¿Debemos quemar a Sade?”, cuya conclusión previsible era: NO.
El otro día terminé de leer el primer libro que he leído en mi vida de Sade, hasta entonces tan sólo había leído capítulos de su biografía en un ensayo de Colin Wilson. Me ha parecido un escritor genial, fascinante, minucioso y sobre todo enternecedor!!! Hace poco os escribí unos párrafos del mismo libro sobre las beneficencias del coito anal, hoy quiero dejar constancia del marqués adulando a las mujeres, ooops!!! perdón, ¿dije adulando?, quería decir “anulando”, claro, después de alabar el coito anal nada mejor...
-¿Qué ser razonable, conociendo una mujer a fondo, no exclamará con Eurípides: “Aquel de los dioses que ha puesto la mujer en el mundo, puede vanagloriarse de haber producido la peor de todas las criaturas, y la más molesta para el hombre?”. Examinemos entonces lo que es una mujer, la manera como este ser despreciable ha sido vista, tanto en la antigüedad como en nuestros días, por las tres cuartas partes de los pueblos de la Tierra. Es una criatura enclenque, siempre inferior al hombre, infinitamente menos hermosa que él, menos ingeniosa, menos buena, constituida de una manera asquerosa, enteramente opuesta a lo que puede gustar al hombre, a lo que debe deleitarle..., un ser malsano las tres cuartas partes de su vida, incapaz de satisfacer a su esposo todo el tiempo en que la naturaleza le obliga al embarazo, de un humor agrio, desabrido, imperioso; tirana, si se le conceden unos derechos, baja y rastrera si se la cautiva; pero siempre falsa, siempre malvada, siempre peligrosa; una criatura tan perversa en fin, que fue muy seriamente discutido durante varias sesiones del concilio de Mâcon, si este individuo extravagante, tan diferente del hombre como del hombre lo es del simio de la selva, podía pretender al título de criatura humana, y se debía razonablemente concedérselo. Pero ¿fue esto un error del siglo, y la mujer había sido mejor vista en los que lo precedieron? ¿Los persas, los medos, los babilonios, los griegos, los romanos honraban a este sexo odioso que hoy nos atrevemos a convertir en nuestro ídolo? ¡Ay!, lo veo oprimido en todas partes, en todas partes alejado rigurosamente de la administración, en todas partes despreciado, envilecido, encerrado; en una palabra, tratadas en todas partes las mujeres como unas bestias que se utilizaban en el instante necesario, y que se encierran acto seguido en el redil. Si me detengo un momento en Roma, oigo al sabio Catón gritarme desde el seno de la antigua capital del mundo: “Si los hombres estuvieran sin mujeres, seguirían conversando con los dioses”. Escucho a un senador romano comenzar su arenga con estas palabras: “Señores, si nos fuera posible vivir sin mujeres, entonces conoceríamos la auténtica felicidad”. Oigo a los poetas cantar en los teatros de Grecia: “¡Oh, Júpiter! ¿Qué razón pudo obligarte a crear mujeres? ¿No podías dar el ser a los humanos por unos caminos mejores y más cuerdos, por unos medios, en una palabra, que nos hubieran evitado el azote de las mujeres?”. Veo a estos mismos pueblos, los griegos, sentir por ese sexo tal desprecio que se precisan leyes para obligar a un espartano a la propagación, y que una de las penas de estas sabias repúblicas es obligar al malhechor a vestirse de mujer, es decir, a disfrazarse del ser más vil y más despreciado que conocen.
Sin seguir buscando ejemplos en unos siglos tan alejados de nosotros, ¿con qué mirada este desgraciado sexo es visto todavía ahora en la superficie del globo? ¿Cómo es tratado? Lo veo, encerrado en toda Asia, servir allí de esclavo a los bárbaros caprichos de un déspota que lo molesta, lo atormenta, y se ríe de sus dolores. En América, veo unos pueblos naturalmente humanos, los esquimales, practicar entre los hombres todos los actos posibles de beneficencia, y tratar a las mujeres con toda la dureza imaginable; las veo humilladas, prostituidas a los extranjeros en una parte del universo, servir de moneda en otra. En Africa, mucho más envilecidas sin duda, las veo ejerciendo la función de bestias de carga, trabajar la tierra, sembrarla y servir a sus maridos de rodillas. ¿Seguiré al capitán Cook en sus nuevos descubrimientos? ¿La encantadora isla de Otaiti, donde el embarazo es un crimen que vale a veces la muerte a la madre, y casi siempre al hijo, me ofrecerá unas mujeres más dichosas? En otras islas descubiertas por ese mismo marino, las veo golpeadas y vejadas por sus propios hijos, y al propio marido juntarse a su familia para atormentarla con mayor rigor...
Antaño en las Galias, o sea, en la única parte del mundo que no trataba del todo a las mujeres como esclavas, ellas tenían el hábito de profetizar, de decir la buena ventura: el pueblo se imaginó que triunfaban en este oficio gracias al comercio íntimo que sin duda sostenían con los dioses; a partir de ahí fueron, por decirlo de algún modo, asociadas al sacerdocio, y disfrutaron de una parte de la consideración dedicada a los sacerdotes. La Caballería se estableció en Francia sobre estos prejuicios, y considerándolos favorables a su espíritu, los adoptó; pero ocurrió con esto como con todo: las causas se apagaron y los efectos se mantuvieron; la Caballería desapareció, y los prejuicios que había alimentado se incrementaron. El antiguo respeto concedido a unos títulos quiméricos no pudo ni siquiera aniquilarse, cuando se disipó lo que sustentaba estos títulos: dejamos de respetar a las brujas, pero se veneró a las rameras, y lo que es peor, seguimos degollándonos por ellas. Que semejantes banalidades cesen de influir sobre la mente de los filósofos, y, devolviendo las mujeres a su auténtico lugar, vean únicamente en ellas, tal como indica la naturaleza, tal como admiten los pueblos más sabios, unos individuos creados para sus placeres, sometidos a sus caprichos, cuya debilidad y maldad sólo deben merecer de ellos el desprecio.
Pero no únicamente todos los pueblos de la tierra disfrutaron de los derechos más amplios sobre sus mujeres, ocurrió incluso que las condenaban a muerte así que venían al mundo, conservando únicamente el pequeño número necesario para la reproducción de la especie. Los árabes, conocidos con el nombre de koreihs, enterraban a sus hijas a partir de la edad de siete años, en una montaña cerca de La Meca, porque un sexo tan vil les parecía, decía, indigno de ver el día. En el serrallo del Rey de Aquem, por la mera sospecha de infidelidad, por la más ligera desobediencia en el servicio de las voluptuosidades del príncipe, o tan pronto como inspiran repugnancia, los más espantosos suplicios les sirven al instante de castigo. En las orillas del Ganges, están obligadas a inmolarse ellas mismas sobre las cenizas de sus esposos, como inútiles al mundo, así que sus amos ya no pueden disfrutar de ellas. En otras partes se las expulsa como a animales salvajes, y es un honor matar a muchas de ellas; en Egipto, se las inmola a los dioses; en Formosa, se las pisotea si quedan embarazadas. Las leyes germanas sólo condenaban a diez escudos de multa a quien mataba a una mujer ajena, a nada si era la propia o una cortesana. En todas partes, repito, en una palabra, en todas partes, veo las mujeres humilladas, maltratadas, por doquier sacrificadas a la superstición de los sacerdotes, a la barbarie de los esposos o a los caprichos de los libertinos.
*** JUSTINE O LOS INFORTUNIOS DE LA VIRTUD *** MARQUÉS DE SADE
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El poeta escocés, comediante, cuentacuentos y escritor de canciones llamado Ivor Cutler (1923 - 2006) recita, acompañado por la vocalista Linda Hirst, este tema indie de 1983, un éxito que salió como single y en varios recopilatorios del sello Rough Trade. Es una especie de pequeña oración que todas las mujeres deberían rezar constantemente, ahí dejo la letra...
*** WOMEN OF THE WORLD ***
“Mujeres del mundo,
haceos cargo de la situación,
porque si no lo hacéis
el mundo llegará a su fin,
y no tenemos mucho tiempo.
Los hombres ya han tenido lo suyo,
y mirad donde estamos nosotras”...
Xim #10