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Como saben los que han seguido este blog desde la elección de Francisco, tengo inmensa simpatía por el Papa. Siento que es un hombre de inmensa honestidad, de gran celo pastoral y, a diferencia de Juan Pablo II y Benedicto XVI, mucho más flexible y menos concentrado en una Iglesia cuya rigidez olvida la misión de proclamar el mensaje a todos y todas con un amor que se hace también tolerancia. Dicho esto, sin embargo, no hay que perder de vista de que Francisco, con todo su carisma y su opción por preferencial por los pobres, es también un hombre tradicional doctrinalmente hablando. Como dijo en su entrevista concedida a las revistas de los jesuitas hace algunos meses, sobre ciertas materias doctrinales, la Iglesia ya se ha pronunciado. Uno de esos temas es la ordenación sacerdotal de mujeres; otro es el del aborto. Hay más, claro, pero el segundo es el tema de este post.
En este contexto, me gustaría compartir con ustedes un texto de reciente publicación en The New York Times por uno de los profesores del Departamento de Filosofía de Notre Dame. El texto, me parece, es muy respetuoso y balanceado, pero suficientemente agudo como para poner las cosas en su sitio. Dado que comparto en su integridad las opiniones vertidas por quien escribe, no hago más que compartirlas con ustedes. Este es el link. Dado que este texto menciona un famoso argumento defendido por la ya fallecida filósofa Judith Thomson, me permito compartir con ustedes una serie de posts que escribí sobre ese muy conocido texto, “A Defense of Abortion”. Pueden ver mi postura en los siguientes enlaces: 1, 2, 3 y 4. Son posts que tienen algo de tiempo, así que quedo siempre abierto a las críticas constructivas que me permitan refinar mi posición al respecto.