La restauración de 1823 es diferente a la de 1814, ya que, entre otras cosas, el país logra salir de un principio de guerra civil a fines de 1823, por la intervención de un ejército extranjero, los Cien Mil Hijos de San Luis, dirigidos por el duque de Angulema. Debido a que, las heridas de la Guerra de la Independencia permanecen abiertas, el país vuelve a caer en el caos. En 1814 se trataba de cerrar un paréntesis que había resultado terrible, mientras que en 1823 se impone que: por un lado, la crisis política era duradera, puesto que, la monarquía no se adaptaba a los cambios que estaban teniendo lugar; mientras que, por otro lado, la pérdida del Imperio Americano constituía una realidad, con la consecuencia de un empobrecimiento del país y, consecuentemente, del Estado. La expedición de los Cien Mil Hijos de San Luis» y las relaciones franco-españolas representan los elementos mejor conocidos de la Década Ominosa, Francia anhelaba tomarse la revancha contra Inglaterra; ocupar el primer puesto en el mercado español y obtener una situación privilegiada en las colonias americanas.
En espera de la liberación del rey, que tiene lugar el 1 de octubre, el duque de Angulema, jefe del ejército francés, nombra, el 25 de mayo de 1823, una regencia. Comparte con la Santa Alianza un proyecto político al intervenir en España: más allá de la inhabilitación de los liberales, lo que buscan es imponer en España una monarquía, que siga el modelo de la Constitución Francesa. La estructura puesta en marcha es terrible, los resultados están muy por debajo de lo que el período podía dar a entender. En paralelo a las instituciones encargadas de depurar las cuentas del pasado, se ponen en funcionamiento nuevas estructuras, encargadas de vigilar a la sociedad y de imponer la represión, para evitar un posible complot liberal. Con la creación de la Superintendencia general de Vigilancia pública creada por la Regencia, se dio un gran paso hacia la creación de una policía moderna. Con una administración propia y varias redes de informadores, se infiltra no sólo en los medios que se oponen al régimen, dentro y fuera de España, sino en las instituciones y lugares públicos. Labor en la que, esta policía, se muestra muy eficaz, aunque también se convierte en un factor de rivalidad entre redes de poder personales. Superando en 1826 los 200.000 individuos, siendo dirigida por José María Carvajal, y construye un ejército paralelo, que representa a los medios más radicales del absolutismo. El Estado carece en 1824 de un ejército capaz de salvaguardarle.
Sólo se depuran los activistas implicados en complots anteriores y que proporcionarán los cuadros del Estado carlista; las conspiraciones a lo largo de toda la Década Ominosa, desde 1824, se convierten progresivamente en carlismo. La reforma es la otra cara de la Década Ominosa. Se asiste en estos diez años a un intento de renovación del régimen. En un primer momento estas iniciativas parecen haber sido impuestas por las potencias de la Santa Alianza, puesto que, entre las seis medidas que los gabinetes europeos aliados preconizan se encuentra «arreglar el caos en la administración española». A medida que la influencia extranjera decrece, la reforma se convierte en eje de la política gubernamental. A partir del momento en que se toma conciencia de importancia de la crisis, cuando el reyse convierte en reformador. La reforma se percibe como la última posibilidad de supervivencia del absolutismo. El primer gran movimiento es el abandono del viejo sistema, en provecho de los secretariados de Estado. El progresivo abandono de las atribuciones de los Consejos se acentúa con la creación de nuevas instituciones: Consejo de Ministros, Secretaría de Estado, Secretaría de Fomento, Superintendencia de policía, y el aumento de importancia de ministerios como el de Finanzas.
El Consejo de Ministros fue creado por un decreto de 19 de noviembre de 1823, siendo heredero de la Junta Suprema de Estado que ya funcionaba en 1787 y en 1815. En un primer momento, dicho Consejo de Ministros debe imponerse al Consejo de Estado en el que están atrincherados los ultras; algo que no conseguirá hasta agosto de 1826, con el final de la crisis institucional iniciada a fines de otoño de 1825, cuando, no teniendo que luchar por su supervivencia, se convierte en un centro de aprendizaje de un gobierno colegiado. Representa, a la vez, un poderoso instrumento de propaganda que pretende dar la imagen de un gobierno que actúa con celeridad y armonía. En 1832 comienza, con Cea Bermúdez, una etapa donde el Consejo de Ministros y su presidente, son quienes gobernaron el país aprovechando la enfermedad del rey.
El 9 de noviembre de 1832, se crea el Ministerio de Fomento, resultado de una larga lucha entre ultras y moderados absolutistas, y que solo pudo resolverse a favor de estos últimos, tras los acontecimientos de La Granja. Es el reencuentro de dos tradiciones: la de los organismos técnicos desarrollados bajo Carlos IV, dependientes del Ministerio de Finanzas; la correspondiente a la contribución afrancesada (Ministerio del Interior) y liberal (las secretarías del despacho de la Gobernación). Este nuevo departamento ministerial corresponde a un gesto contundente, aunque su acción queda muy limitada hasta que se hace cargo Javier de Burgos en octubre de 1833. Su actividad es la suma de las acciones de las diferentes direcciones de las que dependía, tanto en el Consejo Real como en las Secretarías de Estado y de Gracia y Justicia. Las primeras intervenciones del ministro en el Consejo se limitan a los informes de policía referidas a las conspiraciones carlistas. La única iniciativa nueva es la creación, en cada capital de provincia, de un boletín que agrupaba todos los textos oficiales; obligando a todos los municipios a suscribirse, con una intención claramente centralizadora. La Secretaría de Fomento permanece dependiendo de la Hacienda. Los decretos de creación fueron elaborados por los servicios de las Finanzas, particularmente por Francisco de Paula Córdoba.
Las reformas de 1824 se basaron en la separación, tanto a nivel nacional como provincial, entre las cuentas de la Administración y la percepción de las rentas, por una parte, y su distribución, por otra. La primera tarea se confió a la Dirección General de Rentas y a la Contaduría General de Valores para su contabilidad; la segunda, a la Tesorería General y a su Contaduría General de distribución. Esta reorganización, en 1823-1824, se completó con la creación del Tribunal Mayor de Cuentas y el Tribunal de Oidores, antes incluidos en el Consejo de Finanzas, y, segundo, con la formación del cuerpo de carabineros al año siguiente. Este último surgió al suprimirse el Resguardo por el decreto de 9 de marzo de 1829; que era muy criticado por su ineficacia en su lucha contra el contrabando que, había alcanzado niveles muy elevados.
La Década Ominosa, crea, sin embargo, las condiciones necesarias para la puesta en marcha de los escalafones. La otra reforma de la gestión del personal administrativo es la referida a los empleados que no están en activo. La seguridad del empleo que existía antes de 1808, el espíritu de cuerpo y una cierta patrimonialización del empleo público, hacen que fuera impensable dejar sin pensión a los empleados que habían servido al Estado, a excepción de los que estaban marcados por su pasado político. Ante la carencia de regla, estas pensiones estaban a la discreción del monarca. La reducción del número de empleados del Estado llevada a cabo desde 1825 creó grupos de pensionistas que amenazaban con influir negativamente sobre las finanzas del Estado. El Ministerio de Finanzas, de 1825 a 1828 se vio acrecentado en un 40%, para terminar, representando cerca del 14% del presupuesto de este departamento. Con el decreto de 3 de abril de 1828, el Ministerio de Finanzas agrupa a jubilados y cesantes bajo la expresión de «clases pasivas». La otra novedad reside en que, el Ministerio de Finanzas impone la reforma al conjunto de la función pública civil, creando una «Comisión de clasificación de sueldos a los empleados cesantes, con la finalidad de centralizar todos los datos y de calcular el montante de las pensiones, elaborando, para cada individuo, una hoja de servicios donde se recapitulaba toda su carrera.
Los trabajos de la comisión revelan que el decreto se aplicó correctamente, haciendo que el número de individuos que obtenía una derogación de reglas de pensiones se mantuviera muy limitado. Esta reforma se extiende al conjunto de empleados civiles, sólo los empleados nombrados por el rey se benefician de una protección social. Se podría decir que, de un lado, están los funcionarios y, de otro, el resto. La jubilación se convierte en un derecho para todos los cuerpos del Estado. A partir de entonces se define el término «cesante», con las reformas de López Ballesteros representa ya, una categoría de personal. La aplicación de los decretos de 1827 y 1828 representa un paso decisivo hacia un estatus general de la función pública, tal como lo definirá Bravo Murillo en 1852. Esto y la aparición del cesante nos muestran que muchas de las características de la función pública del Estado liberal nacen de las reformas impuestas bajo Fernando VII. Esto que aparece como un éxito, no nos debe hacer olvidar la motivación de reducir los costes del Estado. Pero los resultados son decepcionantes, ya que, contrariamente a lo que se pretendía, los efectivos aumentaron y los costes solo se pudieron mantener gracias a una reducción salarial. De aquí que se comprenda mejor el dramatismo de la situación impuesta a partir de 1830: es imposible hacer frente al aumento de los gastos, ya que no se pueden reducir los gastos de funcionamiento del Estado. La política reformistas, y en primer lugar la de López Ballesteros, fue un fracaso a corto plazo.
La década ominosa: ¿una vía política? No se puede comprender el periodo de la Década Ominosa sin tener presente su carácter excepcional. Los contemporáneos piensan que atraviesan una crisis capital de carácter global, con la decadencia en el horizonte. El mundo se desmorona bajo tensiones sociales y políticas, que hacía de la España de 1826 el país menos seguro de Europa tras Dalmacia. En este contexto es una utopía buscar en la política llevada a cabo durante la última década del reinado de Fernando VII una línea de actuación clara. No se puede evaluar la acción del Antiguo Régimen sin tener presente que el nepotismo, el enriquecimiento personal o el favor del rey, forman parte del funcionamiento normal de las instituciones, otorgando prioridad a tal o cual grupo, Fernando VII sólo persigue la conservación de su poder absoluto. Los poderes locales se vieron reforzados, dando paso al caciquismo. La racionalización y la centralización del Estado se acompañan de un debilitamiento de la acción de este y de la legitimidad de esta acción sobre el país. Tres características se imponen: despotismo, reformismo centralizador y especulación. Esta vía no está lejos de la seguida en varias ocasiones por la historia de España de los siglos XIX y XX.
Ramón Martín