Había acudido a su cita en el Café Literario con tiempo suficiente para no hacerle esperar. Le gustaba ese lugar, repleto de fotos de grandes autores, por su atmósfera cargada de nostalgia. Sentada frente a una taza de café solo, aún humeante, aguardaba impaciente mientras liaba un cigarrillo. Sus torpes y nerviosos dedos no atinaban a colocar la boquilla en el lugar adecuado. Unas vueltas hacia delante y otras hacia atrás, hasta que el tabaco estuvo perfectamente colocado en el papel. Después, una pasada con la lengua y la picadura estaba lista para ser quemada. Sacó un zippo de su bolso Gucci y prendió el cigarro con ansia. Tras el humo de la primera bocanada atisbó su figura elegante y varonil.
–Tenemos que hablar. Ha pasado mucho tiempo. ¡Por favor, toma asiento!–Creo que ya te lo dejé todo bien claro la última vez que me citaste… La amo y eso no lo vas a poder cambiar. Es más fuerte que tus propios deseos.–Pero, yo soy tu creadora… Eras nada…Te inventé, y sin mí no hubieras tenido ninguna oportunidad de existir. Te dibujé los ojos y el pelo y te concedí ese porte distinguido; te di una vida y cientos de aventuras en mis novelas… Siempre te saqué airoso de cualquier peligro. Puse por entero mi alma en crear tu personaje y renuncié a mi vida, al amor… a todo por ti.–Estás trastornada y dejaste de ser mi dueña hace ya mucho tiempo… ¿Has reparado en ti y en lo que te has convertido?–Era hermosa, ¿lo recuerdas? ¡Dime si lo recuerdas! No puedes hablarme como lo haces porque tú eres ficción; tan sólo un personaje que inventé y que me pertenece… ¿Cuándo me equivoqué?.. ¿Dónde te perdí?–Cuando te derramaste en ti misma y dejaste de escucharme…El ruido de la taza cayendo al suelo hizo acudir a una camarera.–Todos los días igual, querida señora, cada poco la misma escena. Venga, tranquila, es tarde, y ya es hora de ir a casa.La anciana bajó la mirada avergonzada; cerró los ojos; tomó de la mesa su raído bolso y avanzó cabizbaja arrastrando los pies entre las mesas del viejo Café, en dirección a la puerta. Una mujer joven, que había estado observando el incidente, se dirigió a ella con un libro en la mano creyendo reconocerla.–Disculpe, señora, ¿no es usted..?–No, no. No se engañe joven; no imagine ni se disculpe. No soy quien cree que soy ni quien, probablemente, fui algún día.
En la calle, desierta y oscura, le esperaba su viejo, frío y fiel carro de supermercado.