«Voy a intentar contarte lo que decía, pero por supuesto con mis palabras, no con las de Fania: lo que mi hermana Fania era capaz de expresar con palabras no conozco a muchos capaces de hacerlo. Fania me escribió algo así: la predeterminación y el entorno en el que nos educamos, así como el estatus social son como cartas que nos reparten a ciegas antes de empezar a jugar. En eso no hay ninguna libertad: el mundo da y tú simplemente tomas lo que te viene dado, sin ninguna posibilidad de elegir. Pero, eso me escribió tu madre desde Praga, la cuestión es qué hace cada uno con las cartas que le han tocado. Hay quien juega extraordinariamente con cartas no muy buenas y hay quien lo echa todo a perder incluso con cartas estupendas. Ésa es toda nuestra libertad: la libertad es cómo jugar con las cartas que nos han tocado. Pero la libertad también es, irónicamente, cómo jugar, escribió Fania, dependiendo de la suerte de cada uno, de la paciencia, el ingenio, la intuición, el coraje. Y en el fondo ¿no son todas esas cosas tan sólo otras cartas que nos tocan o no antes de jugar sin contar con nosotros? Y entonces ¿qué nos queda al final para ejercer la libertad de elección?No mucho, escribió tu madre, no mucho, tal vez sólo nos queda la libertad de reírnos de nuestra situación o de lamentarnos por ella, de participar en el juego o dejarlo, de intentar comprender más o menos lo que hay y lo que no hay o renunciar y no intentar comprenderlo; en resumen, la elección está en pasar por la vida despiertos o medio dormidos. Éstas son, aproximadamente, las reflexiones de Fania, tu madre, pero con mis palabras. No con las suyas. Soy incapaz de repetir sus palabras».
Desconozco cuáles fueron las palabras originales de Fania, pero pienso que su hermana supo expresar muy bien lo que aquella le transmitió. A mí, por lo menos, me tocó con su reinterpretación. A mí me traspasó. Me hizo interrumpir temporalmente el libro que contenía esas palabras explicativas de las originales y quedarme rumiándolas. Cuando escribí sobre ese libro hube de sacrificarlas porque esa lectura trataba de la vida de Amos Oz y no de la de su madre, Fania Mussman (en la medida, por supuesto, de que no hay vida que pueda escindirse completamente de las de sus progenitores). Pero me las guardé. Las atesoré. Es más, me he acordado de manera reiterativa de ellas durante los cinco años que han trascurrido desde que leí esa maravillosa autobiografía del escritor israelí que es Una historia de amor y oscuridad de la cual proceden Y es que Fania, a través de su hermana, pone palabras a una idea con la que mi pensamiento alguna vez ha tonteado.
Os preguntaréis por qué comienzo esta entrada cuyo título es Decidido - Robert Sapolsky (es decir, que va sobre un libro titulado Decidido escrito por un tal Robert Sapolsky) con un fragmento perteneciente al libro Una historia de amor y oscuridad. Os preguntaréis por qué la continúo hablando de la madre de Amos Oz, de la repartición de las cartas en el juego de la vida y de la imposibilidad de elegir cómo jugar esas cartas. Pues bien, comienzo así porque eso fue lo primero que me vino a la cabeza al saber de la existencia del libro del que vengo a hablaros hoy. Me topé casualmente con una entrevista a su autor con motivo de la publicación de su libro en España no recuerdo exactamente cuándo (probablemente a principios de este año) ni en qué medio. Tampoco recuerdo mucho de la entrevista en sí, pero el caso es que fue esa entrevista la que me hizo fijarme en Decidido, libro subtitulado (para daros una idea de lo que podéis encontrar en sus páginas y de por qué me acordé de Fania Mussman al saber de él) una ciencia de la vida sin libre albedrío. Inmediatamente me fui a averiguar más sobre el libro que nos ocupa y sobre su autor, ese Robert Sapolsky del que pensé que era un auténtico desconocido para mí pero del que pronto descubrí que ya había leído un libro suyo. En descargo de mi olvido diré que ese primer encuentro con el autor se produjo hará unos veintipocos años. Añadiré, por si sentís curiosidad, que ese libro es Memorias de un primate y que en él el autor escribe sobre su experiencia en África observando a los babuinos salvajes. Y poco más os puedo contar de esa lectura, dado que no recuerdo nada salvo que me gustó, que me pareció original y que el bastante más joven que ahora Robert Sapolsky me cayó bien, lo cual ya es bastante dado el tiempo trascurrido. En todo caso, para el que quiera saber, grosso modo, sobre el currículum del científico estadounidense y sobre los conocimientos que le avalan para disertar sobre la inexistencia del libre albedrío, dejo que sea él mismo quien se presente con el siguiente fragmento procedente del libro que nos ocupa:«Mi formación intelectual es la de un generalista. Soy un «neurobiólogo» con un laboratorio que hace cosas como manipular genes en el cerebro de una rata para cambiar su comportamiento. Al mismo tiempo, pasé parte de cada año durante más de tres décadas estudiando el comportamiento social y la fisiología de los babuinos salvajes en un parque nacional de Kenia. Algunas de mis investigaciones resultaron ser relevantes para comprender cómo influye en el cerebro adulto el estrés de la pobreza infantil, y por eso he acabado pasando tiempo con sociólogos y gente por el estilo; otra faceta de mi trabajo ha sido relevante para los trastornos del estado de ánimo, lo que me ha llevado a relacionarme con psiquiatras. Y durante la última década, he tenido como afición trabajar con abogados de oficio en juicios por asesinato, enseñando a los jurados cosas sobre el cerebro. Como resultado, he ido recopilando información de diferentes campos relacionados con el comportamiento, lo que creo que me ha hecho particularmente propenso a decidir que el libre albedrío no existe».
El menos joven Robert Sapolsky ha seguido cayéndole bien a la también menos joven lectora que soy. Es simpático, tiene sentido del humor y se desprende de muchas de sus manifestaciones una fuerte conciencia social. Pero eso (ser simpático, caer bien y tener sentido del humor y conciencia social) ni es un aval científico y un indicador de calidad de su libro ni tampoco es mérito suyo, sino el resultado de las cartas que le fueron dadas de antemano sumado al de las cartas que ha ido adquiriendo a lo largo de la vida y al de cómo estas últimas han influido sobre las primeras. Es lo que tiene rechazar la existencia del libre albedrío: «Si no hay libre albedrío, no mereces elogios por tus logros, no te has merecido ni tienes derecho a nada». Así que ya lo sabes: si tienes una vida relativamente buena no es porque te la hayas ganado, porque hayas trabajado duro, te hayas esforzado o tengas mucha fuerza de voluntad. El caso es que «No existe ningún «merecimiento» justificable. La única conclusión moral posible es que no tienes más derecho a que se satisfagan tus necesidades y deseos que cualquier otro humano. Que no hay ningún humano que tenga menos derecho que tú a que se tenga en cuenta su bienestar. Puede que opines lo contrario, porque no puedes concebir los hilos de causalidad bajo la superficie que te han conformado, porque te permites el lujo de decidir que el esfuerzo y la autodisciplina no están hechos de biología, porque te has rodeado de gente que piensa lo mismo. Pero hasta aquí nos ha llevado la ciencia». Traduzcamos, pues, las cartas de Fania Mussman a la mente científica de Robert Sapolsky y admitamos que «no somos ni más ni menos que la suerte biológica y ambiental acumulada, sobre la que no hemos tenido ningún control, que nos ha llevado hasta un instante dado». Cuesta, ¿verdad?
Cierto es que admitir el determinismo es menos costoso que renunciar al alivio que supone la existencia del libre albedrío. Pensemos, por ejemplo, en el determinismo social. Pocos seréis los que negaréis que la casilla de inicio en la vida puede suponer una gran ventaja o desventaja y que no es lo mismo nacer y/o crecer en un país que en otro, en un barrio de una misma ciudad que en otro, en una familia de un determinado estrato económico y social que en otra, en un entorno libre de condicionantes tales como la adicción o la violencia que en uno que no lo esté. Pero seguro que sois bastantes más los que pensáis que con un poco (mucho) de esfuerzo esas diferencias se compensan, los que incluso opináis (aunque no siempre os atreváis a decirlo en voz alta) que el que no consigue saltar la brecha existente entre esas dos realidades tiene algo de culpa en ello. Pero «La historia de alguien no puede ignorarse, porque todo lo que somos es nuestra historia» y en esa historia, aparte del determinismo social, influyen muchas más cosas. Recuerda: «no somos ni más ni menos que la suma de aquello que no podemos controlar: nuestra biología, nuestros entornos, sus interacciones», y, por tanto, «la visión ahistórica de juzgar el comportamiento de las personas es moralista. ¿Por qué ignoras lo que vino antes del presente al analizar el comportamiento de alguien? Porque no te importa por qué otra persona resultó ser diferente a ti».
Tortugas hasta el fondo es una especie de chiste del mundillo científico. Robert Sapolsky comienza su libro contando la anécdota que le dio origen. A partir de ahí, siguiendo esa máxima de que somos tortugas hasta el fondo, explica su creencia en la inexistencia del libre albedrío.
«Aquí está el reto para quien crea en el libre albedrío: encuéntrame la neurona que inició este proceso en el cerebro de este hombre, la neurona que tuvo un potencial de acción sin razón, a la que ninguna neurona le habló justo antes. A continuación, muéstrame que las acciones de esta neurona no fueron influenciadas por el hecho de que el hombre estaba cansado, hambriento, estresado o dolorido en ese momento. Que nada en la función de esta neurona fue alterado por las visiones, sonidos, olores, etc., experimentados por el hombre en los minutos anteriores, ni por los niveles de las hormonas que marinaban su cerebro en las horas o días anteriores, ni por un acontecimiento que le cambiara la vida en los últimos meses o años. Y demuéstrame que el funcionamiento supuestamente libre de esta neurona no se vio afectado por los genes del hombre, o por los cambios de por vida en la regulación de esos genes causados por experiencias de su infancia. Ni por los niveles de hormonas a los que estuvo expuesto como feto, cuando ese cerebro se estaba construyendo. Ni por los siglos de historia y ecología que dieron forma a la invención de la cultura en la que creció. Muéstrame una neurona que sea una causa sin causa en este sentido total. [...] Muéstrame una neurona (o un cerebro) cuya generación de un comportamiento sea independiente de la suma de su pasado biológico y, a los efectos de este libro, habrás demostrado que existe el libre albedrío».
Imagen: turtles all the way down. Autor: Joel. Licencia: CC BY-NC 2.0
Venga, va, un respiro. Ahora, la contrapartida a ese terrible despojo del merecimiento. Si no existe el libre albedrío, podemos sacudirnos nuestra responsabilidad sobre esos defectillos que aunque no nos enorgullecen forman parte de nosotros. Al fin y al cabo, no es culpa nuestra que seamos perezosos, glotones, quejicas o malhumorados, por poner ejemplos. Qué le vamos a hacer si nuestra biología y el entorno nos ha hecho así. Esta idea mola más, ¿no? Pero ¿y si vamos escalando en el comportamiento hasta resultar que las consecuencias de este son incomparablemente mucho más peligrosas y atroces que las desencadenadas por remolonear un poco más en la cama o por comer una ración doble de postre? ¿Pueden excusarse los crímenes violentos bajo el amparo de la inexistencia del libre albedrío? ¿Realmente tienen los asesinos, violadores, maltratadores y abusadores de niños la opción de elegir no ser un asesino, un violador, un maltratador o un pederasta? Vaya, esto se pone interesante. Ahora mismo acabo de abrir un melón ante el cual resulta harto difícil defender la inexistencia del libre albedrío. Ahí os lo dejo. Yo me voy a abrir otro melón.
No sé si habéis detectado que las palabras con las que la tía de Amos Oz le explica a este el pensamiento de su madre y que parecen aliarse con la hipótesis defendida por Sapolsky de que no existe el libre albedrío dejan, en cambio, un resquicio por el que este se cuela. No hace falta que subáis por esta entrada a releerlas. El resquicio es este: «tal vez sólo nos queda la libertad de reírnos de nuestra situación o de lamentarnos por ella, de participar en el juego o dejarlo, de intentar comprender más o menos lo que hay y lo que no hay o renunciar y no intentar comprenderlo; en resumen, la elección está en pasar por la vida despiertos o medio dormidos».
Fania Mussman se suicidó. Habrá quien piense que ejerció la libertad de lamentarse de su situación, de dejar el juego, de renunciar y no intentar comprenderlo, en resumen, que eligió pasar por la vida medio dormida. Pero quizás la realidad se haya parecido más a que Fania comprendió demasiado bien el juego y a que pasó por la vida bien despierta, aun sin haber podido elegir hacerlo así.
Robert Sapolsky lleva desde la adolescencia luchando contra la depresión (espero en que coincidáis conmigo en que nadie elige tener depresión). Lo confiesa en una de sus a veces largas notas al texto del libro del que, aunque no siempre lo esté pareciendo, os estoy hablando. Las notas, como reveladora(y 'tontuna')mente se me ocurrió cuando escribí mi reseña de Desde la línea, de Joseph Ponthus, son como las lentejas: si las quieres las lees y si no las dejas. En las notas de Decidido hay, por supuesto, mucha bibliografía, pero también hay desvaríos cómicos de su autor, historias curiosas al hilo de lo que está contando en el libro o que lo explica un poco más, anécdotas personales, mayor precisión de los procesos biológicos que explica para el que tenga ya algo de base científica, a veces una mezcla de todo ello; en fin, que hay por ahí lentejas muy ricas, nutritivas y sabrosas.
A pesar de que, como él mismo concluye en la cita-presentación que os he compartido más arriba, su amplia y diversa trayectoria profesional lo ha conducido a decidir (curiosa y no creo que azarosa la 'elección' de ese verbo) que el libre albedrío no existe, también deja Robert Sapolsky constancia en otro momento de este libro de que no cree en el libre albedrío desde que era adolescente. No sé si mi cerebro es atrevido por haber asociado la falta de fe en el libre albedrío con la depresión, por mucho que el autor lleve conviviendo con ambos desde la adolescencia. No sé si es osado por mi parte relacionar dos datos tan inconexos como distantes en este libro. Por supuesto que no quiero dar a entender que uno sea causa del otro ni el otro del uno, pero se me ocurre que quizás la coincidencia de ambas circunstancias no sea del todo casual.
«Todo un campo de la psicología explora la teoría de la gestión del terror, tratando de dar sentido a la mezcolanza de mecanismos de afrontamiento a los que recurrimos cuando nos enfrentamos a la inevitabilidad e imprevisibilidad de la muerte. [...] a estas alturas, en nuestra era de crisis existencial, el terror que sentimos cuando nos enfrentamos a la muerte tiene un hermano pequeño en el terror que sentimos cuando nos enfrentamos a la sombra del sinsentido. La sombra de ser máquinas biológicas que se tambalean sobre tortugas hasta el fondo. No somos capitanes de nuestros barcos; nuestros barcos que nunca tuvieron capitán.[...]En el capítulo 2 se hablaba de un estudio que demostraba que se podía inducir un sentido de «voluntad ilusoria» en las personas. Sin embargo, un subgrupo de sujetos se resistía a ello: los individuos con depresión clínica. La depresión suele enmarcarse en el hecho de que quien la padece tiene una sensación cognitivamente distorsionada de «indefensión aprendida», en la que la realidad de alguna pérdida en el pasado se percibe erróneamente como un futuro inevitable. En este estudio, sin embargo, no es que los individuos deprimidos estuvieran cognitivamente distorsionados, subestimando su control real. Por el contrario, eran precisos en comparación con las sobreestimaciones de los demás. Hallazgos como este apoyan la opinión de que, en algunas circunstancias, los individuos deprimidos no son distorsionadores sino «más tristes, pero más sabios». Como tal, la depresión es la pérdida patológica de la capacidad de racionalizar la realidad».
«[...] somos inimaginablemente más complejos que una Aplysia, pero somos máquinas biológicas con los mismos bloques de construcción y los mismos mecanismos de cambio».
Así es, la biología de cómo cambia el comportomiento y su naturaleza mecanicista es compartida por todo el reino animal. Sapolsky nos explica cómo funciona la maquinaria conductual del aprendizaje en la Aplysia californica, una especie de babosa marina con la que «se realizó una de las investigaciones neurocientíficas más importantes, bellas e inspiradoras del siglo XX», y a partir de ahí nos hace ver que sobre nuestro funcionamiento neuronal operan los mismos mecanismos de cambio que sobre la Aplysia.
Imagen: Aplysia californica. Autor:Chad King / NOAA MBNMS. En dominio público.
Quietos ahí parados. No corráis a tiraros por la ventana ni a encerraros en el baño a cortaros las venas solo porque habéis descubierto que el libre albedrío no existe. No, no pretendo frivolizar ni con el suicidio ni con la depresión. Además, confieso que cuando leí el fragmento que os acabo de compartir inmediatamente antes de la fotografía sobre estas líneas no pude evitar acordarme de esa imagen que Almudena Sánchez me regaló en su Fármaco sobre la depresión; esa imagen que creó con las sencillas palabras de «Te regalan una flor. Y no ves la flor, sino el esqueleto de la flor». Pero tampoco quiero dar la falsa idea de que la lectura de este libro es deprimente. Cierto es que lo que en él se expone puede dar lugar (y de hecho da lugar) a reflexiones muy profundas y sobre temas nada banales, pero... Robert Sapolsky es un tipo simpático y con sentido del humor, ¿recordáis? Y si pienso esto no es porque lo conozca personalmente, sino porque he leído este libro.
Aun así, he de reconocer que esto de negar la existencia del libre albedrío nos deja al borde de un abismo que da bastante vértigo. Si no hemos tenido ningún control sobre lo que nos ha llevado hasta el momento presente, si no tenemos ninguno sobre lo que haya de acontecer, entonces ¿para qué seguir? ¿qué sentido tiene todo? Tranquilos. Tengo dos buenas noticias y ambas parecen ser buenas. Una: que no exista el libre albedrío no significa que todo esté escrito. No nacemos con un destino inamovible. Es más, la vida es pura mutabilidad (ojo, esta mutabilidad inaprensible también puede dar algo de vértigo). Dos (y derivada de esa mutabilidad): la idea de que no existe el libre albedrío no es incompatible con el hecho de que no podamos cambiar (otra cosa es la falta de control que tengamos sobre qué cambios y sobre adónde nos puedan llevar estos, pues, «aunque el cambio ocurre, no elegimos libremente cambiar; al contrario, somos cambiados por el mundo que nos rodea, y una consecuencia de ello es que también cambiamos en cuanto a qué fuentes de cambio posterior buscamos»).
Bueno, vale, «tal vez sí «es mejor que creamos en [el libre albedrío]». La verdad no siempre te hace libre; la verdad, la salud mental y el bienestar tienen una relación compleja». «Como han señalado algunos biólogos evolutivos, la única forma en que los humanos han sobrevivido en medio de verdades sobre la vida es habiendo evolucionado una robusta capacidad de autoengaño. Y esto incluye, sin duda, la creencia en el libre albedrío». Necesitamos fe. Necesitamos agarrarnos a algo. Supongo que creer en el libre albedrío es tan lícito como creer en Dios.
Y ya que estamos mencionando a Dios, las pequeñas sociedades de cazadores-recolectores, como bien sabido es, ya tenían dioses. Sin embargo, estos no eran dioses moralizantes. Los dioses vigilantes y castigadores nacieron al albor del crecimiento de los grupos culturales. Cabría ahora preguntarse si empezar a dejar de creer en el libre albedrío convertiría nuestras sociedades en un sindiós; si la falta de responsabilidad sobre nuestro comportamiento derivaría en una relajación de las conductas morales; si el hecho de no señalar culpables echaría abajo «las limitaciones de las normas de confianza que conforman el contrato social». Oh, oh, parece que acabo de abrir un nuevo melón.
Estoy muy sociológica y muy filosófica, pero la verdad es que a lo que yo he venido a hablar aquí es del libro de Robert Sapolsky, el cual no solo es un tipo simpático y que parece buena gente sino que también es biólogo y nuerocientífico; vamos, que he venido aquí a hablar de ciencia porque de eso es de lo que Sapolsky nos habla en Decidido. Cierto es que el autor transita por todos los melones que he abierto a lo largo de esta reseña y que no son otra cosa que alguna de las implicaciones que puede tener dejar de creer en el libre albedrío, pero no es menos cierto que se mete a fondo en todos ellos y que rebate todas las opiniones a favor de la existencia del libre albedríao, así como las oposiciones en contra de su inexistencia, con ciencia.
Decidido es un ensayo. En él Sapolsky argumenta su creencia en la inexistencia del libre albedrío. A la par, los ejemplos y explicaciones que para ello utiliza convierten secundariamente esta obra en un maravilloso y fascinante libro de divulgación científica (tanto que por muy interesante que me resulte el tema de la inexistencia del libre albedrío me he olvidado intermitentemente de él para zambullirme con placer en esas otras cosas que el científico me ha ido contando) y al propio Sapolsky en un grandísimo divulgador científico. Confieso que tengo mucha mucha envidia de sus estudiantes. Sus clases deben de molar mucho. He aquí los vestigios de esa estudiante de biología que fui hace algún añito más que los trascurridos desde que leí ese otro libro del autor sobre sus experiencias africanas con los babuinos.
Sapolsky no solo es capaz de atraparnos con su clase magistral acerca de la CPFdl y la CPFvm (dos zonas de la corteza prefrontal implicadas respectivamente en las decisiones racionales de la corteza prefrontal del cerebro y en la información más emocional que esta recibe, la cual le ayuda a tomar mejores decisiones), sino que sale airoso de explicaciones de temas tan complejos como la teoría del caos, la complejidad emergente y la indeterminación cuántica. Si me llegan a contar antes de leer este libro que iba a tener aunque solo fuera una vaga idea de en qué consiste el principio de incertidumbre de Heisenberg, ese del que supe por ese flipe de lectura que es Un verdor terrible de Benjamín Labatut, o que me iban a entrar ganas de coger lápiz y papel y recrear por mí misma, como el que se entrega a los pasatiempos del periódico o a pintar mandalas, la regla 22 de los autómatas celulares de John von Neumann (sí, sí, mi cabeza se fue entonces a ese otro flipe de libro de Bejamín Labatut que es Maniac (ambos libros del chileno, por cierto, dejan constancia del desasosiego que algunos descubrimientos causan en algunos científicos)), si me llegan a asegurar que iba a entender todo esto antes de leer este libro, repito, y que además me iba a fascinar tanto no me lo hubiera creído. Pero lo he entendido. No importa que no sepa explicarlo. No importa que ya lo haya olvidado. El aprendizaje ya está en mí. «Estos temas», le leo al biólogo, «me entusiasman inmensamente porque desvelan una estructura y un patrón completamente inesperados; esto aumenta, en lugar de atenuar, la sensación de que la vida es más interesante de lo que uno se puede imaginar». No puedo estar más de acuerdo con él ni más entusiasmada.
«En algún momento, las autoridades aparecieron y dijeron: «Miren, sabemos que es muy divertido para todos ustedes poder masacrar leprosos y judíos, pero los tiempos están cambiando y, a partir de ahora, nosotros somos los que matamos, y ustedes tendrán que obtener su placer viendo cómo torturamos a la persona durante horas». Seguido de la transición a: «Y usted va a tener que obtener su placer solo de vernos tardar un minuto o dos en matar a alguien por ahorcamiento». Y luego a: «Puede esperar fuera y le avisaremos cuando esté hecho. Incluso dejaremos que testigos periodistas le cuenten las partes sangrientas de electrocutar a alguien, y con eso se tendrá que conformar». Y finalmente: «Obtenga su placer sabiendo que hemos matado a la persona, aunque de forma relativamente pacífica». Y con cada transición, la gente se fue acostumbrando a las cosas».
Sobre la historia de esa transición entre diferentes modalidades de pena de muerte y sobre la paulatina habituación a una forma de castigo para los reos que cada vez iba procurando un menor placer a la sociedad también nos cuenta Robert Sapolsky en este libro.
Por cierto, la forma de matar 'relativamente pacífica' es la inyección letal. En teoría este método debería de provocar una muerte indolora, pero no siempre es así. El porqué de esto también nos lo explica el autor de Decidido y es algo que ya había llamado mi atención cuando leí la monumental novela de Joyce Carol Oates titulada Un libro de mártires americanos
La imagen es un montaje propio elaborado, de arriba a abajo y de izquierda a derecha, a partir de las siguientes imágenes: Ejecución por descuartizamiento de Robert-François Damiens en 1757, grabado de autor anónimo bajo licencia: CC0 1.0 | Simulación de un patíbulo para ahorcamiento público en Fort Bravo Texas Hollywood, en Tabernas, Almería. Fotografía de PhotoLanda bajo licencia CC BY-NC-SA 2.0 | Silla eléctrica utilizada en la prisión de Tucker Unit, Arkansas, entre 1926 y 1948. Imagen en dominio público sin información sobre su autor | Cámara de ejecución por inyección letal de la prisión de Florida. Fotografía de Doug Smith para el Florida Department Corrections en dominio público.
Pero en este libro el neurocientífico no se queda en explicar el porqué está convencido de que el libre albedrío no existe, sino que va un paso más allá y plantea que el mundo no tiene por qué irse a la mierda por el mero hecho de que dejemos de creer en él. Es necesario que se opere para ello un cambio en nosotros no solo como individuos sino como sociedad y afirma que esto no es imposible dado que ya lo hemos hecho en el pasado. Expone para demostrarlo nuestro cambio histórico de percepción acerca de enfermedades como la epilepsia o la esquizofrenia. La primera, era vista como la aceptación voluntaria del demonio; la segunda, se achacaba a la nociva influencia de las denominadas por los psiquiatras de la época madres esquizofrenógenas, errónea teoría de la que ya sabía por mi lectura de ese otro apasionante libro que es Los chicos de Hidden Valley Road, de Robert Kolker, que, por cierto, es citado por Sapolsky en una de sus notas bibliográficas. Quiero pensar que hoy en día a nadie se le ocurriría culpar a alguien por sufrir alguna de esas enfermedades. Pero imaginemos, por ejemplo, que una persona que padece epilepsia decide no tomar su medicación, coge el coche, sufre un ataque epiléptico mientras conduce y como resultado del accidente que ocasiona muere alguien. Será difícil encontrar a alguien que no considere voluntaria esa decisión. Pues bien, ese es otro de los melones que abre Robert Sapolsky en Decidido.
El biólogo no aboga por que delincuentes y criminales campen a sus anchas por el mundo al ser eximidos de culpabilidad al amparo de la inexistencia del libre albedrío, pero sí plantea la necesidad de un cambio en los sistemas penitenciarios. Llega incluso a postular los modelos de cuarentena (un sistema similar a la cuarentena médica) como alternativa, solución que no acabo de ver y que, junto a cierta tendencia a que en ocasiones le pueda esa conciencia social suya que he destacado y que de por sí por supuesto que no es nada malo, constituye el único momento en que no me ha convencido. Él mismo señala los inconvenientes de ese modelo. Llega incluso a bromear con una adaptación cinematográfica protagonizada por Tom Cruise, chascarrillo que me parece oportuno pues yo misma estaba acordándome de la película Minority report mientras leía esa parte de su libro.
También diserta Sapolsky sobre la evolución del castigo. Recurre para ello a la teoría de juegos en general y al dilema del prisionero en particular. Nos explica que el castigo es costoso pero que asumimos ese coste porque castigar causa placer, ya que activa la misma región del cerebro que se estimula cuando experimentamos un orgasmo o cuando consumimos cocaína. Pero insiste en que incluso esa relación que mantenemos con la satisfacción que nos produce castigar «puede domesticarse». Una vez más, es algo que ya hemos hecho y pone como ejemplo de ello las diferentes variantes de pena de muerte que se han ido sucediendo a lo largo de la historia. Esas diferentes variantes han ido respondiendo a las expectativas de las diferentes sociedades a lo largo del tiempo, por lo que si «un gobierno está moralmente obligado a promulgar la manifestación más enérgica posible de los valores de su cultura en ese ámbito» lo que hay que hacer es cambiar esos valores para seguir evolucionando. Tal vez parezca que el optimismo de Sapolsky y su fe en el futuro humano sea alguna otra especie de trampa evolutiva para no caer en el abismo, pero el caso es que todo lo que explica tiene sentido.
En todo caso, en lo único en lo que creo que Robert Sapolsky tiene fe es en la ciencia, tanto en el conocimiento que esta nos ha procurado como en los descubrimientos que estén por venir y que tal vez vayan haciendo cada vez más angostos esos resquicios por los que se cuela la creencia en el libre albedrío. Y es que es difícil renunciar a ella. Está demasiado incrustada en nuestro comportamiento y en nuestra forma de expresarnos. El propio autor admite que a él mismo le cuesta renunciar a esa creencia y que su objetivo al escribir Decidido no ha sido «convencer a todos los lectores de que no existe el libre albedrío en absoluto. [...] Me conformaré, simplemente, con desafiar de forma significativa la fe en el libre albedrío de unos pocos. Lo suficiente como para que se replanteen su forma de pensar tanto sobre nuestra vida cotidiana como sobre nuestros momentos más trascendentales». Lo que Sapolsky pretende, pues, es «hacer que la gente piense de forma diferente sobre la responsabilidad moral, la culpa y el elogio, así como sobre la noción de que somos agentes libres. Y también que se sienta diferente con respecto a esas cuestiones. Y sobre todo, cambiar aspectos fundamentales de nuestra forma de comportarnos».
Mi objetivo con esta reseña no ha sido otro que dejar patente lo muchísimo que me ha gustado este libro y lo interesantísimo que me ha parecido todo lo que en él su autor plantea y todo lo que en él explica. Por mucho que sea cierta, espero que no os hayáis quedado tan solo con la idea de que «No hay nada más que un universo vacío e indiferente en el que, de vez en cuando, los átomos se unen temporalmente para formar cosas que cada uno llama «yo»». Porque sí, es cierto, somos pura biología (además de entorno y de los cambios que ese entorno opera en nuestra biología, es decir, de más biología), lo cual, a mi humilde entender, es casi casi como decir que somos pura maravilla.
«Todo esto se cierne sobre nosotros. La evolución, el caos, la emergencia, han tomado los giros más inesperados en nosotros, produciendo máquinas biológicas que pueden conocer nuestra maquinidad, y cuyas respuestas emocionales a ese conocimiento se sienten reales. Son reales. El dolor es doloroso. La felicidad hace que la vida sea maravillosa».
Célula de Purkinje de la corteza del cerebelo de un gato dibujada por Santiago Ramón y Cajal,
trabajo en dominio público. Robert Sapolsky recurre a este dibujo de esta neurona
en su apéndice de Introducción a la Neurociencia que incluye en Decidido.
Ficha del libro: Título: Decidido: una ciencia de la vida sin libre albedríoAutor: Robert SapolskyTraductor: Mariano GuiraoEditorial: Capitán SwingAño de publicación: 2024Nº de páginas: 560ISBN: 978-84-127798-3-7
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