por Javier Villalba
La comunicación interna tiene su punto de partida en la historia y desde allí se perpetúa perdurando sin descanso, regenerándose con el día a día, en las interacciones entre iguales y asimétricos; se construye dual y multitudinariamente en el devenir de la jornada, con propios y extraños, al rebufo del transcurso de los acontecimientos, en la dinámica misma de las relaciones, desde primera a última hora, que es donde experimentamos el verdadero estilo de empresa, fluyendo en cada instancia con un influjo que no reposa porque su reflujo persiste en aledaños y vacíos y también fuera de hora.
La comunicación no es hablar, ni decir, ni consiste en crear discursos ni en recrear historias más o menos creíbles, más o menos compartidas. O al menos no es solo eso.
Hacer comunicación es construir relaciones. Es recrear vínculos emocionales por lo que haces; es decir sin decir. Es hacer. Es demostrar; es ser capaces de hacer patente aquello de lo que se habla. La comunicación, en la empresa también, es poder acreditar aquello de lo que se presume.
La prueba del algodón, también de la comunicación interna, es conseguir transfundir un clima de entendimiento, aún en las diferencias, mediante el diálogo y con independencia de las fórmulas en que se éste se sustente; es demostrar una actitud que fertiliza el camino para encontrarse; es una invitación de ida y vuelta que se fortalece en las actitudes de quienes sencillamente dialogan.
Hacer comunicación es ayudar a comprender el por qué de las cosas, es contribuir a dilucidar el fundamento de los asuntos, es dar sentido a los acontecimientos, es lograr respeto y conferir protagonismo para edificar el quehacer diario.
Comunicar es invitar a conocer; es recabar el concurso de los demás; es hacer de ello una experiencia única en la que merece la pena intervenir. La comunicación compensa porque dialogar es abrirse a saber.
La comunicación, cuando es auténtica –también en la empresa-, es la que trasciende a la información y se plasma en hechos ciertos; es la que se acredita en la evidencia, en la objetividad compartida y se termina forjando sin palabras. Los discursos son aquí, en la comunicación auténtica, crónica de realidades, mayoritariamente incontrovertibles, que se gestan en las percepciones compartidas y se ultiman en la emocionante experiencia de sentirnos héroes cotidianos; miembros, quizá prescindibles, pero en todo caso insustituibles, de un equipo y -en definitiva- seres queridos, personas reconocidas, profesionales valorados.
La comunicación a la que aspiro, para las empresas que imagino, no parte de comunicados de ni discursos, ni tan siquiera de los planes de comunicación, en todo caso allí acaba, allí concluye, allí cobra forma y se remansa.
Autor Javier Villalba
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