Revista Cultura y Ocio

Deconstruyendo el imaginario: una historia desde el niniariado

Por La Cloaca @nohaycloacas

Publicado por Daniel Alamán Martínez

«La hipoteca es el dinero que tienes que pagarle al banco para poder seguir viviendo en tu casa». Así de contundente se mostraba una alumna de un instituto de Sevilla hace unas semanas en el programa donde Évole nos hizo partícipes de la novedosa —y de momento, opcional— asignatura de Educación Financiera, cuyo plan viene dictado por la Comisión Nacional del Mercado de Valores (CNMV) y el Banco de España, ambos ejemplos intachables de imparcialidad, como se pudo constatar esta semana pasada con las declaraciones de Luis María Linde, gobernador del segundo organismo, pintando la austeridad de valeroso objetivo patriótico. La profesora, sin salirse del tiesto elaborado entre ambas instituciones, explicaba exenta de pudor los dos tipos de gastos existentes en la vida: por un lado los de categoría A, gastos ‘TOP’, obligatorios para aspirar a ganarte la vida y la respetabilidad de tus vecinos, entre los que se encontraban la hipoteca, el alquiler, préstamos bancarios, gastos de comunidad y seguros. Inmediatamente por debajo de ellos, en la categoría B y encorsetados con etiqueta de superfluos y por tanto entiendo que prescindibles, aparecían los viejos vicios de comer y usar electricidad. Évole entraba entonces en acción poniendo a los alumnos y alumnas en la situación crítica de elegir: ¿nutrirse o pagar al banco? Los chavales, comportándose de manera idílica, respondieron en su mayoría que optarían por pagar la hipoteca, porque para comer siempre estarían los centros de alimentos, atesorando la ingenua creencia del que jamás se verá abocado a una situación parecida. La profesora exponía a Jordi después de la lección financiera la frase más repetida por sus alumnos: los bancos timan. Entonces ella, muy despierta y espabilada, y ejerciendo la autoridad otorgada por años de experiencia —a fin de cuentas, la suma de sus fracasos—, les instaba a acatar a rajatabla las letras hipotecarias aún a costa de no alimentarse. ‘Así es como uno es más inteligente que la banca’, parecía concluir exultante.

Ver a esos adolescentes, compatriotas autómatas del futuro, tragar carentes de resistencia la basura dialéctica impartida por la profesora sin ser conscientes de la manipulación ideológica a la que estaban siendo sometidos me despertó una oleada de indignación y cierto temor, pues muchos dieron el primer paso hacia la zona donde el respeto por sí mismos se acerca a nada. Una profesora decente, comprometida con su vocación, nunca hubiera aceptado ser tutora de semejante aberración. En base a las estadísticas de desahucios en los últimos años y la ineficiencia —o complicidad— del gobierno en suprimirlos, queda claro que el chollo del banco no está en los intereses, sino en obtener el piso por la jeta más la deuda. Todo un negocio, y no precisamente ‘win-win’. A raíz del programa me vino a la cabeza aquel día en clase de historia, cuando un profesor con pelo seborreico reposando sobre su cabeza de mendrugo se marcó toda una declaración de intenciones y justificó la incursión española en la guerra de Irak. Claro que por aquel entonces, únicamente me importaban los minutos restantes hasta poder devorar el bocata matutino. Pero… ¿y los demás? ¿qué pensaron? ¿y qué les quedó?

Con uno de esos compañeros tengo el placer de coincidir varias veces al año. En la última, tras unas cuantas cervezas y después de enseñarme sus grabados, dibujos y artesanías con religiosa devoción y timorato orgullo cercenando mis dudas sobre su talento, me declaró conservar la espinita de no haber trazado su camino por las artes. Y eso pese a disfrutar desde varios años de trabajo y con perspectiva de futuro estable a medio plazo. Para comprender por qué no siguió sus instintos más íntimos, hay que volver de nuevo al instituto. Un tipo extravagante fue el encargado de impartir la asignatura de plástica durante la educación secundaria y el bachiller. Supongo que hubiera sido un buen profesor de dibujo técnico en la universidad, exigente y meticuloso, pero su ineptitud para llegar hasta ella y la vanidad por poner en práctica su excéntrica invención metodológica acabó por enloquecer y encerrar prematuramente cualquier aspiración artística floreciente en el aula. ¿Me dejáis seguir? Los de lenguaje jamás entendieron que los libros, como escribió Thoreau, hay que leerlos tan deliberada y reservadamente como fueron escritos. Un libro es un estado de ánimo: nos impregnaban con su amargura en aquellos años inocentes, lo cual certifica un milagro, todavía hoy me gusta leer. El de física me enseñó el cinismo en un grado tal que compungiría al mostrado por el ejecutivo de la España Mariana. En cuanto al de filosofía, fue un caso bizarro: un paria, doctor en filosofía —que no un filósofo, pues ni siquiera ponía en práctica la sabiduría obtenida— tan incapaz de explicar su materia como indiferente a la hora de evitar carreras colectivas de mesas en plena hora lectiva. Y respecto al de historia, ¿qué más puedo contaros de él? Es cierto que no todo fueron desastres, algunos todavía conservan mi respeto, pero hubiera sido muy gratificante recordar cómo nos incitaron a rebelarnos sobre los pupitres.

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El tiempo después de la selectividad llegó raudo y transcurrió fugaz. Me pilló al mando de un timón del que apenas tenía constancia, engullido por la velocidad de los acontecimientos, pues nadie respetó el ritmo del tambor vital por el que daba aquellos días mis primeros pasos trascendentales. Los mayores, pecando de excesiva altivez e inocencia y a bordo del imaginario colectivo dominante, me exhortaban con inusitada fuerza a estudiar hasta la extenuación, a labrarme a golpe de esfuerzo un futuro prometedor que asentara mis huesos varios escalafones pecuniarios por encima de mi genealogía inmediatamente anterior. Superar a una limpiadora de instituto público y un obrero de la industria automovilística no parecía, en principio, una tarea demasiado ardua. Bastaba con estudiar una carrera, repetían incesantes, el trabajo vendría rodado. En el fondo creo entender su insistencia casi esquizoide por matricular a los hijos en la universidad. Detrás de la evidente preocupación y protección paternalista se escondía un instinto egoísta por acaparar servicios públicos. Es fácil comprobarlo: id al médico durante varias semanas seguidas el mismo día y a la misma hora. Allí estarán los mismos personajes hipocondriacos repitiéndose como el estampado del mantel de los domingos —la mayoría de ellos solo necesitarían alguien con quien hablar—, síntoma del ensañamiento terapéutico actual. Después de ser parte pasiva en la organización del estado de bienestar mediante impuestos a destajo, nadie estaba dispuesto a recibir ni un ápice menos de cobertura social que el vecino, aún sin necesitarlo. Si el sistema colapsara en algún momento, balones fuera y culpa para los morenos color tizón. Pero la universidad le llegó a la mayoría un poco tarde, así que no tuvieron más remedio que encasquetárnosla a nosotros. Y entonces colapsó el mercado laboral. Y en qué magnitud. Aquellos intolerantes que defendieron bajo cualquier premisa la culpabilidad ajena quedaron retratados, pues era imposible pensar siquiera que los inmigrantes pudieran haber causado el resquebrajamiento total del tinglado. Ahora desde los estamentos oficiales se lanzan proclamas en un intento por avezar al personal: hemos vivido por encima de nuestras posibilidades. Aquellas posibilidades que nos instaron a mejorar, aquel crecimiento y desarrollo que debíamos llevar un paso más allá. Un choque frontal que parió la generación perdida: tiempo, recursos y dinero invertidos en cerebros a la fuga en desbandada, exclaman los tertulianos —todólogos, el típico chapuzas parlante que igual te habla de Trotsky como de un Airbus A230, te monta un grifo o te pone el parqué—. No son capaces de entender más allá del sentido económico de la cuestión, y es que lo de perdida entra mejor en sintonía con la desorientación a la que los mayores nos subordinaron inconscientemente.

Algo muy bien reflejado y coincidente en el sentir general durante mi etapa en la universidad era la desmotivación apabullante en los profesores, puente bajo el cual encubríamos nuestra propia apatía académica. Puesto que éramos el calco juvenil de los docentes, presagios preparándose a la sazón con lenta y tranquila resignación. Reducir una labor tan vocacional y comprometida como la enseñanza a mero medio de vida redunda en el más absoluto fracaso, porque no se trabaja en beneficio de los alumnos, sino en la propia utilidad retributiva. Son las directrices del mundo actual, trascendiendo sin obstáculos desde el liberalismo thatcheriano hasta el fascismo corporativo: hoy la vida, más que nunca, se ciñe a la supervivencia. Las junglas ya no están en el ecuador, sino en las ciudades. La trampa, decía Henry Miller, está en creer que la forma ideal de gobierno es una cuestión de tiempo. Esa es la sala de espera del infierno. Seamos cautos con la ilusión y la esperanza que depositamos en las nuevas opciones políticas, pues esta sociedad, maquinada durante decenios, no presenta escapatorias. Solo viviendo a nuestro aire, de manera ejemplar en cada instante, continuaba Miller, lograremos obtener la forma de gobierno más cercana a la ideal, el gobierno de nuestra vida.

Ahora la hipoteca nos espera marcada en rojo en el calendario a unos cuantos años vista. El banco sonríe sentado sabiendo que su producto estrella es innegociable, la nueva base piramidal de Maslow. Puestos a hacer cosas desesperadas, recuerdo cómo en varias ocasiones un colega me confesó su deliberación por realizarse la vasectomía. A veces me pregunto si no sería mejor practicarlas colectivamente, cortar por lo sano. Muerto el perro se acabó la rabia. Pero librar del estruje financiero a las generaciones futuras seguiría sin eximirnos a nosotros. De nuevo el camino se estrecha embutiéndonos en la misma encrucijada rancia. ¿Dónde irás sin un título universitario? ¿Qué harás sin un crédito hipotecario? Las preguntas parecen provenir de un emisor idéntico. No quiero resultar frívolo ni omitir mi ración de culpa. No reniego de mi etapa universitaria, y ante todo, estoy agradecido de haber tenido mi oportunidad. Pero si volviera a la coyuntura de cursar estudios universitarios con toda la experiencia hoy adquirida, el dilema no versaría acerca de qué estudiar, sino directamente sobre la conveniencia de estudiar. Las únicas dudas que me asaltarían estarían relacionadas con la jauja, la infamia nocturna y las amistades, es decir, con todos aquellos motivos extra-académicos a los que la universidad española puede entregarse sin desmerecer. En cuanto a las Ciencias Ambientales, las habría aprendido con mayor provecho paseando por el monte o trabajando con determinación en el huerto del abuelo. Y no es que me falten ganas de aprender, al contrario, a menudo me descubro interesándome por temas y labores que en el pasado me fueron suministrados en forma de somnífero. Por ejemplo, eso que hoy llaman de forma errónea educación financiera. Los mayores, víctimas asimismo del sentido común, quedaron deslegitimados para aconsejarnos, igual que lo estaremos nosotros el día de nuestro pacto con el diablo. Perdón, con el banco. ¿Qué guía explicaría mejor la educación financiera que la vida de Thoreau? No es necesario repetir su experimento, bastaría con vivir inspirados por su integridad. Hagámosles un único favor a los jóvenes estudiantes. No llevemos nuestros idearios a las aulas, no les obliguemos a transcribirlos. Dejemos que sean ellos, por propia iniciativa, los que encuentren su Walden particular en el fondo de las mochilas.


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