Hablar de religión –o religiones, pues hay varias- es hacerlo de una creencia subjetiva, no de un hecho objetivo ni de algo natural. Las religiones son constructosimaginarios de los seres humanos que, más allá de las supersticiones y mitos que las conforman, tienen una enorme repercusión cultural y social, también política, en la vida individual y colectiva del hombre. La religión, toda religión, se basa en una entelequia sobrenatural, es decir, en creencias en cosas indemostrables, como Dios, espíritus, paraísos, infiernos, resurrección de los muertos y hasta ángeles buenos y malos. Por ello, la religión es radicalmente incompatible con la ciencia y la razón, instrumentos que permiten el conocimiento de la realidad, mediante el pensamiento racional y el procedimiento científico, en base a hechos verificables y demostrables empíricamente, más allá de toda duda racional. Por tal motivo, la religión es un artefacto cultural -como la pintura, la novela o el teatro- y no una verdad científica -como la ley de la gravedad- ni un ente natural -como las piedras o las nubes-. Las religiones son inventos humanos y, por ende, se inscriben en la historia cultural –o, si se quiere, la historia religiosa- de la humanidad. Y sirven para lo que sirven, para ofrecer una función consoladora o una respuesta, inverosímil pero emocional, a la orfandad existencial del ser humano, el único animal consciente que se plantea el sentido de su existencia.
Las grandes religiones monoteístas (el judaísmo y sus derivados: el cristianismo y el islamismo) provienen de mitos orientales, adaptados a las necesidades imaginativas del antiguo Egipto, los pueblos nómadas del Cercano Oriente, Grecia y Roma, los cuales reelaboraron apócrifamente leyendas, historias fantásticas, epopeyas, códigos de costumbres, aforismos y cosmogonías primitivas, etc., que poco o nada tienen que ver con la historia ni la geografía del Occidente bíblico. De ahí que Borges se refiriera a los orígenes no occidentales de las religiones monoteístas, afirmando que los libros sagrados eran “del todo ajenos a la mente occidental”. Pero, aunque compartieran orígenes, existía una gran diferencia: las mitologías persas, chinas o hindúes no aspiraban a ser únicas y verdaderas, ni siquiera religiones en el sentido convencional del término, sino escuelas de sabiduría, de moral y de actitudes ante la vida mediante ejercicios espirituales y físicos. Y sus fundadores no se consideraban seres divinos ni intermediarios exclusivos de la divinidad, sino hombres sabios, consejeros espirituales o maestros morales.
En cualquier caso, la creencia en la trascendencia y lo sobrenatural es algo que precede a las religiones, en forma de animalismo, magia o fetichismo que suponen una etapa previa a la creencia religiosa, y responde a una necesidad psicológica del ser humano que lo lleva a cuestionar su existencia. Lo relevante de las tres religiones monoteístas, que reconocen su origen en Abraham, es su expansión universal, debido principalmente a su relación con el poder político. El afianzamiento de estas religiones, que aún hoy siguen compitiendo y procurando ser más fuertes, no proviene de sus mensajes de paz y amor, sino de relaciones espurias con emperadores, reyes, guerreros y gobernantes, junto a los cuales supo utilizar la fe ingenua que mueve a los creyentes mediante la obediencia acérrima al clero y la sumisión a la doctrina de las jerarquías eclesiásticas y, cómo no, civiles. Todas las religiones han procurado la autoridad indiscutible de papas, rabinos, imanes o ayatolás sobre la sociedad y el poder civil de cada época. De ahí que ninguna de ellas sea partidaria de la consolidación de Estados laicos, aún sean escrupulosamente respetuosos con todos los credos, donde estén garantizados por ley la tolerancia, la libertad y el respeto a los Derechos Humanos. Son beligerantes sobre su poderío terrenal, aunque su reino no sea de este mundo.
Este es, nada menos, el asunto que aborda en su libro, Dios en el laberinto, crítica de las religiones (editorial Debate), Juan José Sebreli, conocido intelectual argentino que, más que adherirse a una disciplina especializada, cultiva la filosofía, la sociología, la teoría política y, naturalmente, la teología. A sus 88 años, ha querido legar una revisión integral, monumental y despiadada de lo religioso, lo sagrado y lo divino desde el punto de vista científico, filosófico, político, teológico y literario. Agnóstico por honestidad racional, Sebreli reconoce no poder declararse ateo porque no puede negar ni afirmar con certeza algo que no puede (de)mostrar. Por eso considera que la religión seguirá existiendo mientras la ciencia no llegue a encontrar solución a todos los misterios del Universo, aunque el margen sea cada vez más pequeño. Ello es así porque el religioso, como sostenía Hume, cree saber lo que no puede contestar el científico, aunque ignore lo que el científico conoce. Y como no hay pruebas ni para el teísmo ni para el ateísmo, la actitud más honesta es, según Sebreli, la lucidez y la modestia de aceptar lo mucho que todavía se ignora y tener el coraje de decir “no sé”, una ignorancia consciente de sí misma y una sabiduría conocedora de sus límites. Es decir, un agnosticismo como actitud del pensamiento.
Se trata, pues, de un libro que recomiendo enfáticamente a quienes cuestionan todo dogma y desconfían del irracionalismo, sea económico, político o religioso. Un libro que me ha enriquecido este verano.