Revista Cultura y Ocio

Defectos: Empatía

Publicado el 20 enero 2016 por Debarbasyboinas @DeBarbasYBoinas

En ocasiones, cuando el tiempo se ponía tan mal, le encantaba coger el coche e irse a los acantilados de la costa, o a los montes donde había molinos de viento. Le encantaba escuchar a la naturaleza rugir contra algo, intentar derribar nuestro cómodo mundo.

Su problema era la empatía. Sentía empatía hacia todo. Sentía empatía hacia la naturaleza y se sentía mal por ser humano y arrebatarle lo que era suyo, sentía empatía hacia los que perdían su trabajo y se sentía mal por tener uno. Sentía empatía hacia áfrica y se sentía mal por ser europeo.

Su vida se resumía en eso. No podía apreciar nada bueno de lo que le pasaba porque en esos momentos se estaba sintiendo mal por los que no tenían lo que él.

Nunca ganó ninguna competición. Siempre quedaba segundo o tercero. Y no siempre por ser malo. Le encantaba correr, y en las carreras, cuando iba a ganar, siempre aflojaba el ritmo unos metros antes de la meta para que el segundo le adelantara. En el colegio, todos los profesores le alababan. Decían que era el mejor alumno de la clase. Sabía todas las respuestas, era respetuoso y tranquilo, pero en los exámenes, nunca sacaba más de un ocho. Una vez uno de sus profesores, preocupado concertó una cita conmigo para enseñarme sus exámenes. En todos ellos dejaba tres o cuatro preguntas en blanco, y el resto estaban perfectamente contestadas. En ocasiones, incluso suspendía a propósito alguna asignatura para tener que ir a los exámenes de septiembre acompañando a sus compañeros con peores notas.

Los profesores me decían que nunca habían tenido una clase tan buena. Mi hijo ayudaba a aprobar a los que tenían malas notas, integraba a los que tenían pocos amigos, mediaba con los alumnos para que se comportaran bien en clase y con los profesores para que pusieran pocos deberes.

Tenía que haberlo visto venir. Mirando hacia atrás, veo que había un montón de señales. Como madre tenía que haberlo protegido de si mismo, pero ¿Quién puede pensar que ser tan bueno puede ser malo?

Cuando acabó el instituto, dijo que no quería ir a la universidad “de momento”. A mí no me pareció bien, pero enseguida encontró un trabajo, así que no podía reprocharle nada. Ya era mayor de edad. Poco después se fue de casa, alegando que no quería ser una carga para mí. Era una tontería, me encantaba tenerlo en casa, pero en su cabeza supongo que tenía sentido. Venía a visitarme todas las semanas, yo me preocupaba. Dejó el trabajo y empezó en otro. Y lo hizo varias veces. Más tarde me enteré de que dejaba los trabajos cuando le ofrecían un ascenso. Hablé con el muy seriamente. Le di una charla sobre la ambición y el éxito. Sobre como podría hacer mucho más a través de su éxito que de su fracaso. Él ya había pensado en eso y me enseño su pequeño tesoro.

Llevaba años escribiendo. Poesía, textos inspiradores, un par de novelas…

No puedo evitar llorar al recordarlo. Por suerte ahora estoy sola en el velatorio y a mis llantos los ahoga la tormenta que ruge fuera. A mi hijo le habría encantado este día, pero no puede disfrutarlo porque está muerto. He llegado a desear que hubiera muerto en un accidente de coche cuando visitaba la costa durante la tormenta. Me habría dolido menos, porque su muerte significa que he sido una pésima madre.

Cuando me enseño todo lo que había escrito, le insistí en que lo publicara. Discutimos. Como siempre ocurría con él, las discusiones eran exposiciones de argumentos razonables. Nunca gritaba ni se alteraba. En esta ocasión, después de media hora de “discusión” se fue diciéndome que hiciera lo que quisiera.

Yo hice lo que creí mejor para él. Leí todo lo que me había dado. Era bueno, no soy una experta, pero lo leí todo con objetividad y era bastante bueno. Me emocionó, me hizo reflexionar y me entretuvo. Llevé su obra a una editorial y ellos prometieron leerlo. Una semana más tarde me llamaron. Les había encantado. Se lo conté a mi hijo y él a regañadientes aceptó que lo publicaran, pero si yo me encargaba de todo. Le dieron un buen pellizco. Él, inmediatamente lo donó a varias ONGs. Se convirtieron en un éxito de ventas e incluso gano un premio de literatura. Le entrevistaron varias veces y se convirtió en una persona conocida. Su carrera subía como la espuma.

Yo tenía que haberlo visto venir. Lo conocía, era mi hijo, pero no lo vi venir. Supongo que estaba cegada por su éxito. Pensé que cambiaría, y cambió, pero para mal. Venía mucho menos por casa, casi no lo veía, pero cuando lo hacía siempre lo encontraba triste y callado.

Yo pensaba que simplemente estaba disgustado conmigo, pero no. Estaba disgustado consigo mismo. No soportaba el hecho de ser mejor que los demás, y su éxito lo dejaba patente.

Hacía dos semanas que no lo veía y me empecé a preocupar. Fui a su casa, un tugurio diminuto y en el peor barrio de la ciudad. Entre y me lo encontré en la bañera con las muñecas abiertas. Se había suicidado.

Su éxito pudo con él. Su empatía era su mayor defecto y yo no supe ver que el éxito es lo peor que le puede pasar a una persona así. El único acto egoísta de su vida fue el suicidio, y yo me siento como una estúpida pensando en lo que le habrá costado tomar la decisión.

Silvestre Santé


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