Nunca sabremos cuántas horas de feliz ocio pasó Marcel Schwob en los Archivos Nacionales, junto a legajos que le transportaban al París medieval, o al mundo en el que Villon modeló su novedosa forma de escribir poesía. Quiero que mi último recuerdo parisino de Schwob sea aquí, en el recogimiento ensoñador del estudio. (París. Archivos Nacionales. Fotografía de Francisco García Jurado. FRANCISCO GARCÍA JURADO. HLGE
“No: no es la especialidad
lo que de su filología me interesa
sino la vida que hay entre los márgenes
de un libro hecho de tiempo
cuya lengua podemos, sin hablarla, leer”
(Jaime Siles, “De vita philologica”)
Cuando Schwob emprende el viaje a Samoa su vida ya está cerca del fin, y la empresa parece motivada por la desesperada necesidad de plasmar con imágenes reales lo ya soñado. Marcel quiere conocer el paraíso contado por aquel que alimentó su imaginación, y emprende una dura y estéril travesía, tan parecida a la cruzada de los niños a Tierra Santa. A menudo, muy a menudo, la realidad no está a la altura de los sueños y entonces la literatura o nuestros mismos sueños aparecen para corregirla, incluso para anularla. En ese momento, hasta es posible que nazca una literatura ajena a lo que entendemos como vida real y entremos en la sustancia sutil de dos dimensiones que a menudo se entrelazan: la erudición y la imaginación. Schwob y Moreau recrearon esa sutil mezcla de erudición y fantasía en sus respectivas obras, y los autores de la Antigüedad tuvieron mucho que ver en ello. Ambos recrean las personas de los viejos poetas hasta dar con nuevas imágenes no ajenas a sus legendarias leyendas: una Safo ensimismada y soñadora que casi no muere, un Tirteo dúplice, viejo y joven a un tiempo, pero siempre cantor ideal de batallas, o un Hesíodo amante de las musas que, recostado, se confunde con el mito de Endimión, el soñador eterno. No menos sugerente es Lucrecio enloquecido por un filtro de amor, o Petronio convertido en protagonista de sus propias ficciones al tiempo que escapa a la muerte. Las propias lecturas de ambos artistas son, asimismo, ricas e intensas: Plutarco y Ovidio enriquecen los imaginarios de Moreau, mientras que en Schwob tales lecturas han de recibir su justo término: la biblioteca. La Antigüedad se reinventa en ambos gracias a imágenes poderosas, como la de Ulises, bien ante las sirenas, o entre los insaciables pretendientes, y esto es sólo comparable con la inquietante belleza de los nuevos mimos que Schwob escribe al dictado misterioso del poeta Herodas. Asimismo, es más que una paradoja el hecho de que ambos estén creando nuevas formas de expresión al tiempo que miran al pasado para volverlo a inventar. Que Aristóteles y Platón se den la mano con Kant y Saussure en los ensayos de Schwob supone una revelación absoluta para cualquier lector despierto. En definitiva, se están reencontrando constantemente los géneros, antiguos y modernos, como la épica de Homero con la fabulación portentosa de la pintura simbolista, o los datos eruditos de Aulo Gelio con el relato fantástico concebido a la manera gótica de Poe. Estamos, como dije al principio de este libro, ante el nuevo reto de contar, narrar una vez más, la historia del arte y la literatura desde estos caminos imprevistos.
Escribir un libro sobre Schwob fue algo que me obligó, en definitiva, a vivir otras vidas, a pasar muchas horas junto a libros y buscarlos, a viajar con la fortuna de quien ve más allá y traza rutas emotivas, en pos de la vida de otros que ya son también mi propia vida. Por ello, cada vez entiendo menos a quienes pretenden trazar una frontera insalvable entre la literatura que nace de la vida real y aquella que tiene su referente en los libros. La relación entre la literatura y la vida es, afortunadamente, más compleja que una mera dualidad, que un simple esquema. Es más, Schwob no sólo era un autor que basaba su creación en otras lecturas, era, además, un amante de la filología, cuyo cultivo, al margen de la gris burocracia académica, supone, ante todo, el placer de lo exquisito, del instante irrepetible. Que el poeta Herodas reciba el nombre de “Herondas”, o que aquellos que están locos por la libertad se llamen “Eleuterómanos” es, ciertamente, fruto de un placer íntimo, a menudo intransmitible a los demás, una rara forma de felicidad o de melancolía, según se mire. González Iglesias plasmó muy bien esa sensación al decir en su poema “Difícilmente” que “Entre los datos de la erudición / brota cierta tristeza / difícilmente compartible...”[1]. Esta sensación, a menudo tenue, se compensa también con tenues alegrías (“solaces”, diría Menéndez Pelayo), como la de buscar con esfuerzo un libro de Schwob por las librerías inacabables de la rue des Écoles y, luego de salir a la calle, encontrarse la broncínea sonrisa de Michel de Montaigne. Espero que algo de esa emoción difícilmente compartible haya llegado a ti, querido lector, a través de mis palabras. FRANCISCO GARCÍA JURADO
[1] Juan Antonio González-Iglesias, Eros es más, Madrid, Visor, 2007, pág. 45.