«Rocky» es una superproducción, con veinte minutos finales absolutamente deslumbrantes en ese sentido; «If / then» es un musical mucho más pequeño que, aunque también presente un importante despliegue escenográfico, se apoya más en su historia, sus canciones y sus intérpretes. Y «Once» es un título con un único decorado, íntimo, en el que los actores son también los músicos: prácticamente un musical de cámara.
Me da la sensación -no tengo suficientes elementos de juicio como para ir más allá de una suposición- de que Broadway sigue dos tendencias; mientras por un lado están los megamusicales, que buscan el más difícil todavía escénico («Rocky» e imagino que «Aladdin», a punto de estrenarse, son así), otros dejan de lado los oropeles y se centran en el tuétano de la historia y la emoción que expresan las canciones.
En España existe un menosprecio general en el mundo de la escena (afortunadamente cada vez menor) por el musical, considerado por muchos un género ínfimo. Sus intérpretes habituales son, sin duda, los más preparados, pues cantan, bailan y actúan con solvencia o brillantez según los casos, pero el prestigio, aquí, está en el drama y la tragedia (y la fama en la televisión y, en menor medida, en el cine). No ocurre así en Estados Unidos o Inglaterra, donde los actores llevan el musical en su ADN (del mismo modo que a Shakespeare) y no pierden sus anillos por trabajar en un título de este género. En España todavía existe ese prejuicio (véase la última gala de los Goya), y un actor como Carlos Hipólito temía la reacción de sus colegas por cometer la «imprudencia» (son palabras mías, no suyas) de embarcarse en un musical como «Sonrisas y lágrimas».
Un musical, lo he escrito muchísimas veces, no es más que una pieza de teatro en la que los personajes se expresan también cantando. La emoción que emana de la música es mayor que la que se consigue solo con las palabras, así que un buen musical es aquel que combina los dos elementos, una buena música y un buen texto, para contar mejor una historia: ni más ni menos (os recomiendo, en este sentido, que veais el extraordinario documental «Sondheim en seis canciones»). El resto son aditamentos mejor o peor dispuestos, que contribuyen a mejorar (o no) el espectáculo.
Dos de los tres musicales que he visto en Nueva York son historias sencillas, pequeñas, contadas también de manera sencilla, y con canciones llenas de emoción que surgen con la mayor naturalidad. Que eso, y no otra cosa, es un buen musical. Títulos como «Los miserables», «El rey león» o «El fantasma de la ópera», que deslumbran por su montaje, se basan, no nos olvidemos -me lo reconocía así el productor Cameron Macintosh- en la fuerza de su historia. Si además se avivan otros sentidos, se emociona y se atrapa al público con otros elementos, miel sobre hojuelas. Pero la historia es el esqueleto sobre el que se sostienen. Y ese es también el esqueleto sobre el que se sostiene el teatro de texto. El buen teatro no tiene más apellidos.