Revista Historia

¡deja a los muertos en paz!

Por José Eduardo @JoseEduardoSoy
¡DEJA A LOS MUERTOS EN PAZ!

De: Ernst Raupach

Walter suspiraba dolorosamente por el fallecimiento de su amada esposa Brunilda. Era medianoche y estaba junto a su tumba, en la hora en que el espíritu que brama en las tempestades lanza sus malditas legiones de monstruos.
Se lamentaba todas las noches junto a la cripta, bajo los árboles helados, reclinando la cabeza sobre la lápida de su esposa.
Walter era un poderoso caballero de Burgundia. Se había casado con Brunilda en su juventud, cuando los dos se amaban con locura, pero la muerte se la arrebató de los brazos muy pronto, y sufría todavía a pesar de que se casó otra vez con una bella mujer llamada Swanhilde, rubia, de ojos verdes y un tono rosado en las mejillas, que le había dado un varoncito y una niña y que era todo lo contrario de la esposa muerta.
Walter no hallaba reposo, seguía amando a Brunilda y deseaba con toda su alma tenerla junto a él. Constantemente comparaba a su esposa viva con su esposa muerta.
Swanhilde notaba el cambio en su esposo y se esmeraba por atenderlo como a un rey; pero de nada servía, ya que la obsesión de Walter era tener a Brunilda otra vez, y esta idea fija y constante se había apoderado de su alma.
Todas las noches visitaba la tumba de su hermosa esposa y le preguntaba con tristeza:
─¿Dormirás eternamente?
Ahí estaba Walter, acostado sobre la tumba. Era medianoche otra vez, cuando un hechicero de las montañas entró al cementerio para recoger las hierbas que sólo crecen en las tumbas y que están dotadas de un terrible poder. Se acercó a aquella en que Walter lloraba y le preguntó:
─¿Por qué, infeliz, te atormentas así? No debes lamentarte por los muertos, pues tú también morirás algún día. Al llorar por ellos no los dejas descansar.
─El amor es la fuerza más grande que hay en el universo y yo amaba a la que aquí está pudriéndose. Quisiera que regresara conmigo le respondió Walter con pena y necedad.

─¿Crees que va a despertar con tus lamentos? ¿No ves que perturbas su calma?
─¡Vete, anciano, tú no conoces el amor! ¡Si yo pudiera abrir con mis manos la tierra y devolverle la vida a mi querida Brunilda, ya lo hubiera hecho a cualquier precio! 
le gritó Walter enojado.
─Ignorante, no sabes lo que dices, te estremecerías de horror ante la resucitada. ¿Piensas que el tiempo no degrada los cuerpos? Tu amor se convertiría en odio.
─Antes se caerían las estrellas del cielo. Yo reventaría mis músculos y mis huesos si ella resucitara; jamás podría odiarla.
─Hablas con el corazón caliente y la cabeza hirviendo. No quiero desafiarte a devolvértela; pronto te darías cuenta de que yo no miento 
le dijo el anciano hechicero.
─¿Resucitarla? gritó Walter, arrojándose a los pies del mago. Si eres capaz de tal maravilla, ¡hazlo!, hazlo por estas lágrimas que estoy vertiendo, hazlo por el amor que ya casi no vive sobre la Tierra. Harías la mejor obra de bien en tu vida.
─Reflexiónalo con calma y, si decides que así sea, regresa mañana a medianoche; pero, te lo advierto: ¡deja a los muertos en paz!
Walter regresó a su casa, pero no pudo conciliar el sueño. Aguantó con ansiedad al dia siguiente y, justo a medianoche, estaba esperando al hechicero junto a la tumba.
─¿Has considerado lo que te dije ayer? 
le preguntó el anciano.
─Sí, lo he pensado. Devuélveme a la dueña de mi corazón, te lo suplico. Podría morir esta noche si no cumples tu promesa.
─Bien 
le dijo el viejo, sigue recapacitando y regresa aquí mañana a medianoche. Te daré lo que pides, sólo recuerda algo: ¡deja a los muertos en paz!

A la noche siguiente apareció el hechicero y le dijo a Walter:
─Espero que hayas pensado bien la situación. Regresar un muerto a la vida no es cosa de juego. Esta será la última.vez que te lo diga: ¡deja a los muertos en paz!
─¡Basta, mi amada no tendrá paz en esa tumba helada, tienes que regresármela, me lo has prometido! 
le gritó Walter lleno de ansiedad.
─¡Recapacítalo, no podrás separarte de ella hasta la muerte, aunque la repugnancia y el odio se apoderen de tu corazón! Sólo habría un medio espantoso de lograrlo y no creo que quieras oír hablar de eso.
─¡Anciano imbécil, devuélveme a Brunilda de una vez! ¿Cómo podría yo odiar lo que más he amado en la Tierra? 
aulló Walter con desesperación.
─Está bien. Puesto que así lo quieres, ¡sea! ¡Retrocede!
El hechicero dibujó un círculo alrededor de la tumba y una tempestad se desato. Alzo los brazos al cielo y comenzó a gritar frases en una lengua que no era humana. Los búhos comenzaron a volar de todos los árboles. Las estrellas se ocultaron detrás de las nubes. La lápida que cubría la tumba comenzó a moverse y se abrió paso hacia la superficie. En el hoyo de la tumba, el anciano tiró varias yerbas diferentes mientras seguía murmurando con los ojos en blanco. Un viento rápido y helado salió del sepulcro al mismo tiempo que cientos de gusanos escalaban la tierra con rapidez. De pronto las nubes se apartaron y la luna bañó la sepultura vacía. Sobre ella, el hechicero vertió sangre fresca contenida en una calavera y exclamó:
─Bebe, tú que. duermes, bebe esta sangre caliente para que tu corazón pueda latir otra vez.
Como un volcán que hace erupción, se levantó Brunilda, empujada por una fuerza invisible, de la noche eterna en la que estaba sepultada. Tenía el pelo negro como la tormenta, ojos azules y una piel muy blanca. El anciano hechicero la tomó de la mano y la llevó hasta Walter.
─Recibe otra vez a la que amas tanto. ¡Espero que nunca vuelvas a necesitar mi ayuda! De ser así, me encontrarás en las noches de luna llena en las montañas, donde los caminos se cruzan 
diciendo esto se alejó con paso lento.
─¡Walter! exclamó Brunilda, llévame pronto al castillo en las montañas.

Walter saltó sobre el caballo y, tomando a su amada, galopó en dirección a las montañas solitarias, donde tenía un castillo oculto entre la maleza. Ahí había vivido con Brunilda. Sólo el viejo criado los vio llegar. Fue amenazado de inmediato por el patrón, quien le ordenó guardar silencio.
─Aquí estaremos bien 
dijo Brunilda, hasta que mis ojos puedan ver la luz nuevamente.

Mientras residían en el castillo, los pocos criados ignoraban por completo que su antigua ama hubiera resucitado. Sólo el viejo sirviente sabía la verdad y era el que les llevaba el agua y la comida.
Los primeros siete días vivieron a la luz de la vela, con todas las cortinas cerradas; los siguientes siete se abrieron las ventanas más altas, de modo que sólo entraba la tenue claridad del amanecer o del anochecer.
Walter nunca se apartaba de su querida Brunilda. No obstante, sentía un escalofrío que le impedía tocarla y no sabía por qué, pero tan grande era su amor que no le importaba. Estaba seguro de que esto era mejor que el pasado. Su esposa era aún más bella que cuando estuvo viva la primera vez, su voz era más dulce, sus palabras fluían con emoción y toda ella lo fascinaba hasta la locura.
Brunilda constantemente hablaba de los amores que habían tenido en el pasado, haciendo a Walter emocionantes promesas que pronto se realizarían. Su amor sería el amor más grande que hubiera conocido el mundo. Así embriagaba a su amado de esperanzas para el futuro. Sólo cuando hablaba del cariño que sentía por él, dejaba aparecer su parte terrenal; de otro modo, discutía sin cesar de asuntos espirituales, eternos y proféticos.
Todos los días dormían juntos. Walter sentía la necesidad de enamorar más a fondo a su esposa, compenetrarse con ella como lo hacían antes, pero Brunilda se apartaba bruscamente de la cama y le explicaba:
─Así no, querido. ¿Cómo podría yo, que he regresado de la muerte para estar contigo, ser tu amante mientras tienes una sucia mujer que se hace llamar tu esposa?
Walter había enloquecido y estaba dispuesto a todo.
Un día, arrebatado por la pasión, abandonó el castillo y cabalgó con furia por entre los bosques y las montañas hasta que llegó a su casa, donde su esposa Swanhilde lo recibió con cariños y palabras bellas, al igual que sus hijos. Pero nada pudo calmarlo ni reprimir su cólera. Expuso a su esposa que lo mejor era que se separaran para que cada quien pensara las cosas con calma y vieran si realmente se querían o no; Swanhilde, llena de comprensión, le dijo que estaba bien.
Al otro día, Walter ya había conseguido el acta de separación que decía que ella debería regresar a casa de sus padres. Los niños se quedarían en el castillo. Entonces Swanhilde le dijo:
─Sospecho que me dejas por el amor de Brunilda; a quien no puedes olvidar. Te he visto ir al cementerio y rondar su tumba. ¿No me digas, Walter, que has osado juntar a los vivos con los muertos? ¡Eso causaría tu propia destrucción!
Walter recordó que lo mismo le había sentenciado el hechicero, pero no lo tomó en cuenta.
Hizo redecorar todo el palacio al gusto de la nueva dueña del hogar. La resucitada ingresó por segunda vez a su mansión como esposa.
Walter les dijo a todos los criados de palacio que era una nueva novia que había traído de tierras lejanas, pero los habitantes del castillo veían el extraño parecido que había entre esta señora y su antigua ama Brunilda. Sus almas se llenaron de espanto, pues esperaban lo peor y, entre la servidumbre, corría el rumor de que su amo había desenterrado a la antigua esposa de su tumba y con poderes mágicos la había hecho vivir nuevamente.
La nueva ama nunca llevaba otro vestido que no fuera su túnica gris pálido, no usaba joyas de oro como las grandes señoras, sino turbias alhajas de plata a manera de cinturón y aretes; opacas perlas cubrían su pecho.
Brunilda sólo salía en los atardeceres e impuso mano dura a todos los criados que la rodeaban. Era una mujer cruel que castigaba sin pretexto y por placer. Tenía el poder de la vida o la muerte sobre ellos.
En otro tiempo el castillo estuvo poblado de alegría, pero ahora sus moradores tenían la cara demacrada por el temor; se estremecían cada vez que se cruzaban con Brunilda. Muchos criados cayeron enfermos y murieron. Aquellos que la veían a los ojos se convertían en esclavos de sus caprichos. La mayoría intentó huir del castillo. Sólo algunos eran conservados con vida, los ancianos.
Los poderes que el hechicero había dado a Brunilda con el alimento humano habían recompuesto su cuerpo podrido. Sólo una bebida mágica podía conservarla con vida, una poción maldita: sangre humana, bebida aún caliente de venas jóvenes.
Ya deseaba comenzar a beber esa sangre, la de Walter, pero tenía que esperar hasta que fuera la noche de luna llena.
Una tarde, repleta de ansiedad, vagaba por el bosque y se encontró a un pequeño niño de cachetes rosados. Lo atrajo hacia ella con caricias y regalos y lo llevó a una estancia apartada de la vista humana para succionar la sangre de su pecho.
Después de esa indigna y condenable acción, ya nadie estuvo a salvo de sus ataques. Todo humano que se acercaba a ella era narcotizado con la fragancia de su aliento. Niños, jóvenes y doncellas se marchitaban como las flores. Los padres resentían con horror aquella plaga que hacía estragos en la vida de sus hijos.
Pronto empezaron a circular rumores sobre Brunilda. Se creía que ella era la causante de la peste mortífera, pero en las víctimas no había huella alguna que la incriminara y nadie la había visto haciendo esas aberraciones.
Entonces el remedio fue radical: los padres abandonaron el pueblo, dejaron sus casas vacías y las tierras sin trabajar, todo por la vida de sus hijos. El castillo quedó desolado y el pueblo también. Sólo permanecieron los ancianos decrépitos y sus esposas.
El único que no veía la muerte a su alrededor, sembrada por su esposa, era Walter. Estaba entregado a su pasión, por sobre todas las cosas humanas, por Brunilda, quien lo amaba con una ternura que nunca antes había mostrado y hasta ahora no había necesitado de su sangre; pero ella no dejaba de advertir con pesadez que sus fuentes de vida se agotaban; pronto ya no habría sangre fresca y joven, excepto la de Walter y sus hijos.
Al regresar al castillo, Brunilda había sentido el rechazo por los hijos de una extraña y los había dejado relegados a los cuidados de una vieja sirvienta. Pero la necesidad hizo que pronto se ganara el amor de los niños; los dejaba dormirse sobre su pecho, les contaba historias, jugaba con ellos y los adormecía con la mirada y el aliento. Lentamente iba extrayendo de los infantes el flujo vital que la mantenía viva y hermosa. Poco a poco las fuerzas de los chiquillos fueron desapareciendo, sus risas alegres se habían transformado en débiles sonrisas.
Las nodrizas estaban preocupadas y temían que todos los rumores fueran verdad. No se atrevían a decirle nada a su patrón. El varoncito murió primero. Después su hermanita lo acompañó a la tumba.
Walter se llenó de pena por la muerte de sus hijos y su tristeza disgustó fuertemente a Brunilda, que lo regañaba:
─¿Por qué lamentarse tanto por esos dos niños? ¡Seguramente te recuerdan a su madre! ¿O ya estás harto de mí? 
le decía la hermosa mujer con los ojos inyectados de odio.

Walter era un esclavo. Perdonó las ofensas de su esposa y le pidió que lo disculpara. Pronto volvían a vivir en la locura del amor de la muerte.
Con todo, sólo quedaba él para saciar la sed de aquella bestia infernal. Las criadas eran demasiado viejas y su sangre no servía para nada.
Brunilda lo sabía y no le importaba, pues pensaba que al morir Walter, conquistaría a otros hombres e iría a nuevos pueblos en búsqueda de sangre joven.
En las noches, cuando dormía profundamente narcotizado, ella adhería los colmillos a su pecho. Walter resentía la falta de sangre y salía a dar largos paseos por la montaña buscando reponer su salud. Atribuía su debilidad a la mala alimentación; nada sospechaba.
Un día estaba tumbado a la sombra de un árbol y un raro pájaro pasó volando, dejando caer una raíz rosácea a sus pies.Tenía un aroma delicioso e irresistible. La masticó y sintió que su boca se llenaba de hiel amarga, entonces arrojó lejos la raíz que pudo haberlo salvado del hechizo en el que lo sumía su esposa.
Esa misma tarde, Walter regresó al castillo. El mágico perfume de Brunilda no surtió efecto alguno sobre el hombre y por primera vez en muchos meses se durmió de sueño natural. Comenzó a sentir un agudo dolor en el pecho, abrió los ojos y vio la imagen más horrible y aterradora de su vida: los labios de Brunilda succionando la sangre caliente que salía de su pecho. Gritó con horror y Brunilda se apartó con la sangre escurriéndole por la boca.
─¡Demonio asqueroso! ¿Así es como me amas? 
rugió Walter.
─Te amo como aman los muertos respondió con frialdad la mujer.
─Sangriento monstruo, ahora comprendo. Tú mataste a mis hijos, tú eres esa peste de la que hablaba el pueblo.
─Yo no los he asesinado. Tuve que sacrificar sus vidas para satisfacer tus placeres. ¡Tú eres el asesino! 
gritó Brunilda con los ojos helados.

Las sombras amenazadoras de todos los muertos fueron convocadas ante los ojos de Walter por las terribles y verdaderas palabras de Brunilda.

─Querías amar a una muerta, acostarte con ella. ¿Qué esperabas?
─¡Maldita!, 
gritó y echó a correr fuera del cuarto mientras se maldecía.

Al amanecer, Walter despertó en los brazos de Brunilda. Una larga cabellera negra envolvía su cuerpo, la fragancia de su aliento lo condenaba al estupor. Enseguida se olvidó de todo y se dedicó al placer con la muerta en vida.
Cuando el efecto del hechizo pasó, el terror que sentía Walter era diez veces más fuerte. Como era de día, Brunilda dormía. El hombre se refugió en las montañas, lejos de la vampira. ¡Pero era en vano! Cuando despertó, otra vez estaba en brazos de Brunilda, comprendiendo que así sería para siempre.
Sin embargo, intentaba huir todos los días, luchando contra la muerte que ya pronto tomaría su cuerpo. Walter se refugió en uno de los rincones más oscuros del bosque, donde la luz nunca llega. Escaló una roca mientras llovía intensamente y las nubes le enseñaban las caras de las víctimas de su esposa. En ese instante la luna emergió por atrás de las altas montañas y aquella visión le recordó al hechicero. Se dirigió con decisión a aquel lugar donde se juntan los caminos; no estaba lejos. Cuando llegó, encontró al anciano sentado en una roca, lleno de paz. Walter le gritó, tirándose al piso:
─¡Sálvame, por piedad, sálvame de ese monstruo que sólo sabe sembrar la muerte!
─¿Comprendes ahora cuán importante era mi advertencia de dejar a los muertos en paz? 
le dijo el anciano, regañándolo.
─¿Por qué no pusiste ante mis ojos todos los horrores que iban a suceder, todos los asesinatos y la maldad que se estaban desencadenando? -preguntó Walter sollozando.
─¿Es que acaso escuchabas algo que no fuera tu propia voz, tu pasión desmedida? ¿No recuerdas que me mandaste callar con violencia cuando quería prevenirte? 
explicó el hechicero.
─¡Tienes razón, es verdad! Pero ahora te pido, por lo que más quieras, que me ayudes suplicaba Walter agonizando.
─Bien, te voy a decir lo que debes hacer. Es terrible. Sólo en las noches de luna llena duerme un vampiro el sueño humano. En ese momento pierde todos sus poderes y esa noche... ¡deberás matarla! Lo harás con una afilada estaca que yo mismo te daré. Renunciarás para siempre a ella, jurando al cielo no volver a invocar su recuerdo ni mencionar su nombre o, de lo contrario, la maldición se repetiría. ¿Está claro? preguntó el anciano hablando con autoridad.
─Lo haré, noble hechicero, haré todo lo que tú me digas para librarme de ese monstruo, pero ¿cuándo será luna llena?
─Faltan quince días.
─¡Oh, será imposible! Sus poderes me arrastrarán hasta ella y me matará.
─Te esconderé en esta cueva, aquí te quedarás los quince días. En este tiempo tendrás techo y comida; por ningún motivo debes asomarte fuera de aquí. Yo volveré la noche de luna llena.
Pasó Walter el tiempo convenido en la cueva, sin moverse de su sitio, pues el inmenso temor que sentía paralizaba sus miembros. Todas las noches se le aparecía Brunilda como en sueños llamándolo por su nombre, prometiéndole que todo iba a cambiar, pidiéndole que regresara a ella y diciendo que le ocasionaría la muerte si no volvía.
De este modo lo abrumaba sin cesar, sumiendo a Walter en la locura. Hasta que por fin llegó la luna nueva. El hechicero entró en la caverna alumbrado por el astro y tomó a Walter por el brazo. Se dirigieron al castillo en medio de la horrible noche. Todas las puertas del palacio se abrían a su paso sin necesidad de tocarlas, ¡tal era la magia del hechicero! Llegaron al aposento de Brunilda. Dormía, bella, hermosa, con un sueño ligero. ¿Quién podría pensar que aquella adorable criatura era un pavoroso vampiro?
Walter tenía los ojos llenos de amor. Levantó la estaca sobre su cabeza y, asestando un golpe tremendo, la hundió en el pecho de la vampira hasta atravesarla por completo, mientras le gritaba:
─¡Te condeno para siempre! 
ya la sangre helada salpicaba sus manos y su rostro.
Brunilda alcanzó a abrir los ojos y decirle a Walter:
─Conmigo te condenas.
El hombre colocó su mano sobre el pecho de la mujer pronunciando el juramento que le había.dicho el anciano:
─Jamás evocaré tu amor, jamás pronunciaré tu nombre... te condeno.
─Muy bien 
le dijo el hechicero, todo ha terminado. Ahora debemos devolverla a donde pertenece y de donde no debió haber salido. Nunca olvides tu juramento. No volverás a verme jamás y, diciendo esto, desapareció de improviso ante los ojos del hombre.

La espantosa difunta estaba otra vez en su tumba, pero su imagen perseguía sin descanso a Walter, convirtiendo su vida en un eterno combate. La muerta le decía todo el tiempo:
─¿Perturbaste mi sueño eterno para asesinarme?
Walter siempre debía responderle: "Te condeno para siempre."
Pero la imagen no se iba y aquel juramento estaba todo el tiempo sobre sus labios. Vivía afligido por el miedo de despertar un día y verse en brazos de la vampira. Además de esto, las imágenes de las víctimas de Brunilda se le aparecían gritándole:
─¡Conmigo te condenas!
El castillo de Walter estaba completamente desierto y en ruinas, como si la guerra y la peste hubieran pasado por ahí. En medio de su soledad, quiso pedir perdón a Swanhilde y regresar con ella, pero la bella dama sabía que sus hijos habían muerto y lo despreciaba con rencor.
Así, Walter, solo como un perro, vagaba día y noche por los alrededores de su castillo.
Una mañana vio pasar varios jinetes cabalgando. A la cabeza iba una bella mujer montada en un caballo negro .y detrás de ella venían con alegría damas y caballeros. Walter los llamó y, después de saludarlos con agrado, los invitó a comer al castillo. Aceptaron gustosos.
Parecía que la vida había regresado al palacio. Todo era júbilo y gozo. Walter insistió en que se quedaran con él una semana; ya había contratado un nuevo ejército de criados que cuidaban todos los caprichos de cada invitado; e igualmente no dudaron en decirle que sí.
Walter sentía tanta confianza por la mujer del caballo negro, que le había contado su historia y la de Brunilda. Ella lo consolaba con toda clase de palabras y frases de afecto. Así transcurrieron los días, hasta que le pidió a la extraña que se casara con él. Ella accedió de inmediato y siete días después se celebró la boda con una gran fiesta; que duró cuatro días con sus noches.
El castillo se vio envuelto en un salvaje desenfreno de alcohol y lujuria. Parecía que el demonio mismo asistía a aquella celebración.
Walter condujo a su mujer al cuarto de los esposos. Cuando la recostó sobre la cama, ella transformó sus brazos en una gigantesca serpiente que con sus siete anillos envolvió el cuerpo del pobre hombre triturándole los huesos, al tiempo que comenzaba el fuego en la habitación. Pronto todo quedó en llamas, la torre del castillo se desmoronó sepultando bajo sus escombros al agonizante Walter y, cuando estaba a punto de morir, una voz atronadora gritó:
─¡Deja a los muertos en paz!

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