Hace tres meses, el 21 de octubre de 2021, salió a la luz una noticia que pasó inadvertida, y que sin embargo, podría haber arrojado luz a millones de personas que andan perdidas, llenas de miedo e incertidumbre en medio de esta pandemia. En ella se decía que "La farmacéutica Purdue Pharma pagará 8.340 millones de dólares por la crisis de los opiáceos". Y hace apenas un mes salía otra que decía que "Una jueza de EE.UU. anula el acuerdo de bancarrota de la farmacéutica Purdue". Quien haya visto la serie Dopesick (que os aconsejamos encarecidamente) sabrá que dicha crisis se produjo cuando en 1995, los hermanos Sackler lanzaron al mercado el OxyContin. Éste era un opioide tres veces más potente que la morfina. Purdue Pharma lo comercializó en pastillas de 10, 80 y 160 miligramos, nada más y nada menos. Y era tan potente que si se comparara con un arma contra el dolor, estaríamos hablando de una bomba nuclear. Pero el medicamento, cuyo uso debía circunscribirse sólo a pacientes con cánceres terminales o recién salidos de una agresiva cirugía, se recomendó y prescribió, con el consentimiento de la FDA, para cualquier persona con dolores severos o crónicos, aunque acabó abriéndose la mano a dolores de todo tipo. Por ilustrar el sinsentido de aquello, Williamson, en Virginia Occidental, un municipio de no más de 3.000 personas, recibió entre 2006 y 2016 más de 20 millones de pastillas. Fue el estado con la tasa más alta de EEUU de muertes por sobredosis de opiáceos: 57,3 por cada 100.000 habitantes en 2017, año en el que los reportajes sobre esta realidad le valieron el Pulitzer a Eric Eyre. Hubo 3.000 denuncias y casi 500.000 muertes entre 1997 y 2019 asociadas a distintos medicamentos como éste, que se vendieron masivamente como un milagro que no generaba adicción.
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¿Por qué decimos que podría haber arrojado mucha luz respecto a nuestra pandemia actual? Pues porque las tácticas de entonces, se han repetido milimétricamente en estos dos últimos años, aunque adaptadas al SARS-COV-2 y a sus inoculaciones. En aquel entonces, la farmacéutica Purdue Pharma tuvo en nómina a un agente de la FDA, Curtis Wright, encargado de autorizar la venta de OxyContin. Además, sobornaron a cientos de profesionales. Lanzaron una campaña para concienciar a la opinión pública de que la sanidad no trataba el dolor en los EEUU. Se sacaron "de la chistera" escalas de medición del dolor. Influyeron para negar la certeza empírica de que la toma continuada de opiáceos genera adicción. Y como consecuencia de todas esas prácticas, se generó una gigantesca epidemia de adicciones, muerte y delincuencia. Tanto fue así, que la familia Sackler pasó de ser un referente mundial de filantropía, a convertirse en un emblema de la crisis de los opioides que azotó a Estados Unidos. Y de ser más ricos que incluso los Rockefeller, según Forbes, han pasado a ser públicamente rechazados. La prestigiosa Universidad de Tufts, en Boston, decidió quitar el apellido Sackler de los programas y edificios construidos gracias a sus donaciones, tras haber recibido unos 15 millones de dólares. El Museo de Arte Metropolitano de Nueva York, el Louvre de París y la Tate Modern de Londres, entre otros, también han eliminado a los Sackler de sus muros y han informado de que no aceptarán más regalos provenientes de esta dinastía farmacéutica.Resulta muy doloroso comprobar cómo podemos tropezar dos veces en la misma piedra. Pero lo es aún más, cuando la "piedra" actual genera dolor a toda la Humanidad, incluidos los niños; cuando se han firmado acuerdos de exención de responsabilidad para las multinacionales farmacéuticas; y cuando se están utilizando prácticas mafiosas desde los propios gobiernos para señalar, presionar y excluir socialmente a quienes no acceden a administrarse las inoculaciones experimentales frente al Covid-19. Este "déjà vu" parece habernos servido de bien poco para corregir el rumbo.
Quizás pueda sonar lejano en el tiempo. Pero es de antes de ayer, como el que dice. Y hablando de esta misma pandemia, en Illinois (EEUU), la familia de un paciente que estaba hospitalizado con COVID-19 en la UCI, a punto ya de morir, interpuso una demanda para que le administrasen Ivermectina. El hospital se negaba, pero el Juez consideró que era su derecho. Después de haber estado en coma inducido y con ventilación asistida durante tres semanas sin mejora, el paciente recibió Ivermectina inyectada, y su mejoría fue tal que salió caminando del hospital y respirando perfectamente. Uno podría pensar que la historia acababa con final feliz. Pero no. Lo que fue noticia es que, a pesar de haber ganado la querella legal el paciente, y a pesar de haber salido de su grave situación clínica, el hospital apeló la decisión. Es decir: no le bastaba con la evidencia de su recuperación. Necesitaba batallar para evitar que se "abriese la veda" a tratamientos de coste irrisorio comparados con los de la "verdad oficial". Comportamientos de soberbia y avaricia que parecen repetirse.
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Hay escenas, situaciones, comportamientos o eventos que, de repente, nos generan una sensación de familiaridad. ¡Eso lo hemos vivido antes! O quizás lo hemos visto u oído en algún sitio. Y si tenemos la suficiente curiosidad o la consciencia suficientemente despierta, seremos capaces de "tirar del hilo" de los recuerdos, y rescatar aquel momento. Muchas veces tiene mucho que aportarnos. Puede que se presente en nuestra vida de forma reiterada para ayudarnos a aprender algo. Quizás para aprobar ciertas asignaturas de la vida. O puede que para que no repitamos errores del pasado una y otra vez. El problema es que no todo el mundo está dispuesto a ello. Quizás porque puede suponer tener que enfrentarse a miedos o incertidumbres que nos superan. Quizás porque es más fácil actuar como todo el mundo, y mirar para otro lado. Sin cuestionarse. Sin recordar.
¿No os chirrían demasiadas cosas ya, tras estos dos años? Que te pidan un certificado para poder ir a tomar un café con tu marido o con tu novia. Que te impidan trabajar si no te has puesto las dosis de turno. Que haya millones de personas que no quieran estar con sus familiares y amigos por miedo al contagio. Que estemos "hipercontrolados" a través de nuestro móvil. Que en vez de señalar a quienes decidieron medidas injustas, declaradas luego ilegales en muchos casos y que fueron catastróficas para la economía, se utilice de "cabeza de turco" el ridículo porcentaje de no-vacunados. Que muchos esperen que una una ley solucione lo que deben solucionar ellos mismos, o que obedezcan esa ley incluso en la intimidad como si fuera creadora de "la verdad" o como si siempre fuera justa. Que se inviertan miles de millones de euros en unas inoculaciones experimentales que ya se han demostrado ineficaces e inseguras, pero sobre todo innecesarias en la mayor parte de los tramos de edad. Que se haya dejado a su suerte al resto de enfermedades y a los colectivos más vulnerables, anulando la atención primaria, y creando un problema de suicidios y enfermedades mentales como nunca hubo. Que sistemáticamente se censure al que aporta evidencias distintas a la verdad oficial. Que los medios silencien los centenares de estudios que ponen en tela de juicio las medidas y estrategias sanitarias que se están siguiendo. Que pidamos un test a nuestro hermano/a para que pueda sentarse a nuestra mesa. Que una inmensa mayoría vaya con mascarilla cuando camina por la calle, cuando conduce su vehículo, o cuando pasea por el campo o la playa en soledad, habiendo ya multitud de estudios que evidencian ese sinsentido. Que se discrimine e incluso señale públicamente a los ciudadanos por motivos ideológicos o sanitarios. Que millones de personas estén forjando su opinión sin ni siquiera haber dedicado tiempo para respaldarla, tan sólo por lo que les dicen los medios o quienes se han tragado lo que dicen los medios. Que exista un empeño tan obsceno en que cedamos nuestra voluntad al inocularnos (eso sí, con amenazas y advertencias apocalípticas de todo tipo) en vez de directamente imponerlo obligatorio, y que luego esas advertencias y amenazas se diluyan como consecuencia de la dinámica de globos-sonda. A nosotros, desde hace dos años, hay demasiadas cosas que nos chirrían, sin necesidad siquiera de buscar su autoría ni su origen. Nos suenan ya a prácticas repetidas. Sí, de nuevo a "déjà vu". Y vemos con claridad que si los ciudadanos acabamos normalizando lo anormal y acostumbrándonos a actuar contra la libertad en pro de una falsa seguridad o de una abstracta "salud pública", finalmente no tendremos ninguna de las dos cosas.
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Por desgracia, en nuestros entornos se están reproduciendo ya algunos de los numerosísimos efectos adversos a las inoculaciones que empezamos a compartir desde hace meses. No eran ningún secreto. Aquellos estudios científicos se han ido publicando y estaban a la vista de todos. Sólo había que leerlos y contrastarlos. Pero muchos entonces prefirieron mirar para otro lado. E incluso algunas de estas personas cercanas que están padeciendo ahora esos efectos, prefieren seguir mirando para otro lado, en lugar de asumir que son consecuencia de la vacuna que se inocularon. A veces es demasiado duro aceptar el engaño o el error en que uno ha incurrido. Es mejor seguir negándose a ver.Pero yendo aún más allá, algunas personas que, por sentirse parte de la gran masa vacunada frente a Covid-19, respaldaron las medidas discriminatorias contra los no-vacunados, como las restricciones y el pasaporte Covid, han contraído recientemente la enfermedad en su variante ómicron. Y han vivido en sus carnes esa discriminación, ese rechazo y esa exclusión irracionales en el trabajo o en el colegio. Y curiosamente ahora les toca a ellos sentirse víctimas. Paradojas de la vida.
Por suerte o por desgracia todo depende de nosotros. Todo. Toda esta farsa acabaría mañana mismo si decidiéramos no entrar en el juego de la narrativa de estos dos años. Bastaría con darle a la enfermedad y a la muerte el papel que tuvieron toda la vida. Vivimos en un tiempo en que estamos obsesionados por nuestro cuerpo: gimnasios, dietas, piercing, tatuajes... pero descuidamos estrepitosamente nuestra mente, y de lo que ésta se nutre. Y nos tragamos dócilmente todo lo que nos ponen por delante en la pantalla. Ya lo dijo Nietzsche: "aquellos que fueron vistos bailando, fueron considerados locos por quienes no podían escuchar la música". A lo mejor es cuestión de afinar el oído, aunque sólo sea un poquito. Quizás debamos agudizar la vista para cuando toque ver cosas que ya habíamos vivido. Y quizás hay que tomar rabillos de pasas, para la memoria.
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