Todavía no ha empezado oficialmente la campaña electoral y los actos de precampaña en los que están inmersos los partidos, así como las apariciones de sus candidatos, sus frases, reproches, consignas y demás estrategias manejadas para captar la confianza de la gente, dan la sensación de que ya los hemos vivido anteriormente. No es que recuerden a la campaña del pasado diciembre, sino que incluso esta repetición de las elecciones generales, aunque sea la primera vez que sucede en España, parece algo que ya habíamos celebrado antes, como si reviviéramos un hecho acontecido en el pasado. Todo nos suena manido, nada es novedoso ni despierta sorpresas, porque ya sabemos quienes serán los candidatos, qué se dirán, qué ofrecerán y cómo nos engañarán e, incluso, cuál será el resultado aproximado de estos comicios. Esto último constituye el colmo de un dèja vú electoral: que los resultados que ahora se obtengan sean idénticos a los que motivaron esta repetición de las elecciones. Las consecuencias de semejante “revival” político pueden ser traumáticas por alterar el equilibrio psicológico de la gente y pasar factura a quien tenga tendencia a creer en fuerzas sobrenaturales que manipulan nuestro destino, como los mercados, sin ir más lejos.
Y es que, otra vez, volvemos a escuchar mentiras por un tubo, a percibir cómo se ocultan medidas impopulares entre la hojarasca de los programas electorales y a padecer que se nos distraiga con banderitas, toros lanceados y enfrentamientos rituales entre líderes del mismo partido o de otras formaciones, etc. Todo resulta tan repetitivo que parece que no acabamos nunca de asistir una y otra vez a la misma historia, a la proyección de la misma película. Cansa y aburre esta cantinela electoral incluso al más fanático de los votantes. No puede extrañar, por tanto, que la abstención gane adeptos y se prevea aún mayor que en anteriores elecciones.
Porque no ha empezado aún la campaña y ya han cazado la primera mentira en Rajoy, prometiendo una cosa a Bruselas y otra, aquí, a los españoles. Allá reconoce que retomará los recortes y acá que la recuperación los hará innecesarios. Habla de su lucha contra la corrupción pero no acaba de limpiar su partido de los escándalos que lo sacuden a diario. Nunca actúa a tiempo ni hace prevención de las prácticas corruptas asumidas en la forma de proceder de su partido y en las instituciones donde gobierna, donde blinda a personajes sospechosos hasta el mismo momento en que son encarcelados, como el extesorero Bárcenas, Rato, Fabra y, próxima en la lista, Rita Barberá, entre otros muchos. Vuelve, pues, el “y tú más” y la eterna cantinela de la herencia recibida de un Zapatero ya remoto, aunque la previsible de Rajoy, si es que abandona la Moncloa, será una herencia aún peor: ha vaciado la hucha de las pensiones, ha ocasionado que Bruselas nos multe a causa de incumplimientos continuados del déficit, no ha impedido que la deuda pública supere por vez primera en la historia el Producto Interior Bruto, es decir, que el país deba más de lo que gana, y, por si fuera poco, ha envalentonado al separatismo periférico con su dontancredismo ante el desafío catalán y con su negativa a todo abordaje político del problema. Su herencia, tanto si la autohereda como si se la traspasa a otro, supondrá una losa que maniatará la capacidad de alternativas de quien asuma los mandos del próximo Gobierno. Un regalito, vamos.
El PSOE, por su parte, vuelve a repetir su ofrecimiento de mano tendida a derecha e izquierda, pero inmediatamente advierte, de forma tajante, de que con el PP jamás podrá pactar nada porque a lo que aspiran los socialistas es a desalojar a Rajoy y el PP del poder. Reiteran la confrontación y las consignas ya conocidas. Al mismo tiempo, aseguran que, si se vieran en la necesidad de recabar apoyos adicionales para investir a su candidato, no aceptarían los votos procedentes de los grupos independentistas del Congreso. Es decir, vuelven a mostrarse dispuestos al diálogo en la intención de formar Gobierno, pero establecen para ello tantos vetos y cortapìsas que, más que una actitud proactiva, lo que expresan es un mero deseo imaginario. Así, sólo disponen de tres posibilidades, si los votos se lo permiten: acuerdos con Ciudadanos, con Podemos o con ambos. La última opción resulta imposible porque ambos partidos emergentes se declaran mutuamente incompatibles. Las demás combinaciones dependen de las aritméticas parlamentarias. Algo que ya se intentó en la breve legislatura anterior con un absoluto fracaso, lo que nos hace sentir que regresamos a una situación que se repite cual dèja vú diabólico.
Izquierda Unida intenta reinventarse para ser, una vez más, la izquierda residual que, integrada ahora en Podemos, se resiste a desaparecer del panorama político español. Y vuelve a amenazar con el “sorpasso” a su eterno rival socialista, el PSOE, como en los tiempos del mesiánico Julio Anguita. Andan alborotados los antiguos comunistas con esta posibilidad, a pesar de que el maridaje que les brinda la formación violeta podría acabar fagocitándolos por completo. Entre la insignificancia parlamentaria y la desintegración en Podemos, optan por lo segundo si con ello materializan sus neuras: dar “sorpasso” o aplicar la pinza. Se trata, en cualquier caso, de un buen acuerdo para Podemos, que así se libra de los límites de la Ley d´Hondt y consigue más escaños con los que disputar la supremacía de la izquierda en el Parlamento. Esta coalición es lo único nuevo de estas elecciones, la única variación, ya buscada pero no conseguida en otro momento, de un relato electoral reiterativo.
Con ello Podemos demuestra que sabe jugar sus bazas sin atenerse a ninguna regla. Puede acusar al PSOE de tener las manos manchadas de cal viva y a continuación considerarlo un socio imprescindible para sus ambiciones de gobierno. Puede pasar de denostar como casta trasnochada a los comunistas a integrarlos en sus filas por cálculos electoralistas. Puede pasar de abjurar el militarismo a incorporar a un exjefe del Alto Estado Mayor entre sus candidaturas electorales. Puede pasar de la transversalidad a abrazar al viejo esquema de izquierda-derecha, en el que aspira ser referente de toda la izquierda. Puede, en definitiva, modular su discurso y adaptarse a las circunstancias según conveniencia, volviendo a manejar espectacularmente los tiempos y los mensajes de sus apariciones en los medios de comunicación y las redes sociales. Otra vez.
Hasta Ciudadanos, la marca moderna de la derecha, repite la omnipresencia de su líder, Albert Rivera, hasta en la sopa de Venezuela y prometiendo que, si de ellos dependiera, no habría problemas para formar futuro Gobierno, pero sin Rajoy y sin los comunistas…, otra vez. Y otra vez vuelve a situarse en la ambigüedad ideológica con la que asume los postulados de la derecha en lo económico y de la izquierda en lo social. Reinciden en querer convertirse en la bisagra que posibilita acuerdos con el PP o con el PSOE, dependiendo de las componendas de cada lugar. Algo ya visto en Madrid y en Andalucía, para tranquilidad de Susana Díaz y Cristina Cifuentes, respectivamente.
Pero es en los medios donde se manifiesta con mayor claridad este dèja vú, ya que estos vuelven a centrar su atención en unos actos de precampaña que saturan su contenido con insinuaciones, opiniones y anécdotas y no con información relevante sobre lo que de verdad preocupa a los ciudadanos: la economía, el paro, la sanidad, la precariedad laboral, las pensiones, la educación, las becas, las ayudas a la dependencia, etc. Vuelven a hacerse eco de unos sondeos de opinión que benefician a la formación que los encarga y con los que se procura influir en el electorado que aún no sabe a quien votar. Recuperan los medios una elaboración de sus contenidos basada, en gran parte, en lo que les facilitan los gabinetes de prensa de cada partido y los comités de campaña de cada candidato, junto al anecdotario de cada jornada. De esta manera, el teatro de la representación vuelve a repetirse de cara a las próximas elecciones de junio, donde unos mismos candidatos, con parecidos lemas publicitarios, repetirán cartel, mítines y ocurrencias para tratar de mantener y, si es posible, aumentar el voto de unos ciudadanos amnésicos y acríticos, a los que no les importa que le repitan la misma película una y otra vez. Como si un dèja vú los tuviera narcotizados.