Revista Opinión
Aprovechando que la crisis pasa por España, el Estado está haciendo dejación de sus funciones y dejando que sea el mercado quien lo sustituya. Hace lo mismo que permite hacer a cualquier empresa: aminorar gastos para aumentar beneficios. El Estado recorta o elimina servicios y empleados públicos pero aumenta los ingresos vía impuestos. Olvida o se desentiende de su principal cometido, la función pública. Sólo se libra una “casta” dependiente de sus estructuras que mantiene privilegios y conserva prebendas: la de los políticos. Si acaso se ve obligado a demostrar cierta equidad, acomete alguna medida cosmética, más publicitaria que eficaz, con el anuncio de reducir la flota de vehículos oficiales o disminuir el número de escaños en alguno de los 17 parlamentos regionales, siempre que el nuevo reparto perjudique sobre todo a la oposición.
El Estado, subyugado por la mentalidad capitalista de la economía, orilla las políticas de redistribución de la riqueza y contribuye a la fragmentación social que genera la desigualdad y la falta de auxilios públicos a los más necesitados. Asume los postulados de rentabilidad que exige el mercado, en el que cualquier servicio ha de ser productivo y potencialmente atractivo para el provecho privado, menospreciando su necesidad para la comunidad o la convivencia.
Maniatado por una globalización que le arrebata el control de la deuda pública, el Estado se transforma en una empresa que actúa conforme a criterios contables cuya finalidad es el traspaso a la iniciativa privada de todas sus “áreas de negocio” más “sostenibles”. Los desequilibrios que se afana en corregir son los del “debe” y el “haber” y no los que determinan las injusticias y las brechas de todo tipo existentes en la sociedad. De ahí que reduzca becas, disminuya pensiones, recorte prestaciones por desempleo, dificulte las ayudas a la dependencia, “adelgace” la Administración pública, rebaje el salario a los funcionarios, cierre centros de salud, congele la inversión pública y, en definitiva, consiga un ahorro descomunal en el “gasto” presupuestado, mientras que por otro lado potencie los “ingresos” y aumente los impuestos, desregule el control de precios, suba tasas, privatice empresas o “externalice” servicios, obligue a encarecer matrículas universitarias, introduzca el repago sanitario y el copago de los medicamentos, invente mecanismos que consiguen encarecer tarifas sometidas a supervisión y, por lo general, logre cobrar más por lo que antes era financiado con el dinero de los contribuyentes.
El Estado hace dejación de sus funciones al sucumbir a una mentalidad que lo transforma en un ente de unidades productivas que deben rendir un balance positivo en sus cuentas de resultados, independientemente de los objetivos redistributivos para las que fueron creadas originariamente. Y, a excepción de esa clase política que lo opera, toda su estructura y todas sus funciones deben estar sometidas a decisiones economicistas dictadas por un capitalismo financiero que despoja de poder real al Estado nación.
Los ciudadanos quedan subordinados a un papel de clientes/usuarios de una sociedad regida por el mercado, sin que dispongan de herramientas válidas que hagan posible su participación democrática en la toma de decisiones del modelo social y económico que pudiera convenirles. Quedan a merced de una globalización y de un Estado cómplice de políticas que les hurtan representatividad a la hora de diseñar el futuro y conducir el presente. Previamente castigados, empobrecidos y atemorizados por las consecuencias sombrías que una oportuna “crisis” de la que los hacen responsables, los ciudadanos se limitan a votar cada cuatro años una papeleta de comparsas en una farsa que sólo sirve para que los ricos sean ricos, los poderosos más poderosos y los pobres más pobres, ya sin siquiera clases medias que separen ambos polos sociales.
Si las ilusiones, los sentimientos y la vida han de medirse en función del dinero y su capacidad para proporcionar ganancias en cada transacción, incluyendo las interacciones humanas, sin que el Estado con el que hemos organizado nuestra convivencia intervenga para evitar abusos, ¿qué clase de mundo dejaremos en herencia a nuestros hijos? Dejaremos un mundo en el que el Estado hace dejación de su función pública.