Sé lo difícil que es dejar de fumar. Y no lo digo por mí, que soy asmática desde pequeña y no fumo, sino por la cantidad de gente que conozco a la que el tabaco tiene atados de forma terrible. Lo saben, lo intentan (a veces), pero el puñetero es más fuerte. La adicción es más poderosa. Mientras, sus pulmones se van ennegreciendo y yo, cual Ray Milland en " El hombre con rayos X en los ojos " (Roger Corman, 1963), veo cómo aquello se va encharcando de una viscosa y oscura gelatina pegajosa y no puedo hacer nada para evitarlo.
El tabaco causa mutaciones en el ADN (Sergio Pérez Acebrón lo cuenta muy bien en la charla " Todos tenemos cáncer ") y fumar aumenta considerablemente los riesgos de padecer una enfermedad pulmonar, cardiovascular o, cómo no, un cáncer.
Aun así, seguimos haciéndolo sin importar quién esté a nuestro lado o a quién estemos molestando, porque total " tampoco es para tanto". Mientras, cuando hace unos años vi un rayito de esperanza, me desespero al ver que las tabacaleras han encontrado alternativas para seguir publicitándose entre los más jóvenes. Y me da mucha pena. Y rabia. Y siento que es una batalla perdida porque no es solo por mí: es por la gente a la que quiero y que, en Navidades, compra la lotería con la esperanza de que le toque, pero no se dan cuenta de que cada cigarrillo es un número, pero para otra lotería mucho más tétrica.
Mañana, 31 de mayo, se celebra el Día mundial sin tabaco. Déjenlo. Por la gente que les quiere.