Revista Cultura y Ocio

Dejarse ir

Por Calvodemora

Dejarse ir
La muerte de un hombre también es el fracaso de su ángel Rafael Pérez Estrada
Este irse uno muriendo, lentamente, como a ratos, sin evidencia tangible de que sea cierto, hace que en realidad pensemos que morimos. Nos contradice la muerte de los otros. En carne propia, la muerte es la ficción de la que se valen los artistas de todos los gremios. Jamás vi yo asunto que despierte mayor adherencias o desapegos sentimentales. La muerte es el negocio perfecto. La han manejado con proverbial habilidad los chamanes de la tribu y los sacerdotes de los parroquias, que vienen a ser, en esencia, obreros de la misma nublada causa. Bajo la dulce bóveda de las metáforas, hemos ido construyendo el mundo. A la muerte, a la inflexible, la hemos pensado, en ocasiones, con mayor aplomo que a la propia vida. Descuidada, convertida en una empresa de un orden menor, a pesar de no tener otra más confiable, la vida pasa y la muerte acude, claro. El luego es el que no conocemos. A lo que hemos venido aquí es a hacer ese paseo lo más grato y cómodo posible. ¿Es así? De ninguna manera. Lo enfangamos, lo enturbiamos, lo rebajamos a lágrima o a reproche (como dejó escrito Borges) y rezamos en la secreta esperanza de que alguien escuche lo que barrunta nuestro miedo. El desconsuelo es el que escribe las páginas, no nosotros. La sensación de que el viaje, por hermoso que sea, es incompleto. La posibilidad de que exista un arcano que, al pronunciarse, nos franquee las puertas de la inmortalidad. Una inmortalidad a salvo del tiempo y de sus mercenarios perfectos. La muerte de un hombre es también la de su ángel, por supuesto. Como si alguien afuera, qué hermoso, en el fondo, nos tutelara, cautamente vigilara nuestros actos, contemplara la obra de teatro de la que somos actores principales. No importa que no se inmiscuya. Da lo mismo que no se haga parte del elenco. Solo saber que está ahí, arriba, al lado, adentro a lo mejor, pendiente de los pasos que damos, al tanto de los errores que cometemos, feliz con la hipótesis de que nos vamos muriendo estupendamente, sin quejarnos mucho, como dejándonos ir. Eso: como dejándonos ir. Mi amigo K. al que últimamente traigo poco o nada por aquí, siendo su casa, me dice que no me ponga trágico. Que es viernes. Siempre frivolizándolo todo. Qué listo es. Qué hábil y qué ocurrente siempre. A K. le debo estas charlas conmigo mismo. De él proviene este mirarme y contarme las cosas. No sabré jamás cómo agradecérselo. El lunes lo pienso.

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