Carolina llora, Carolina es una consentida llorona; Jaime pega, Jaime es un violento agresivo; Lucia no se quiere vestir, Lucia es una caprichosa y nadie puede con ella; Carlos esta siempre quietito y hace lo que se le dice, que bueno que es Carlos es un santo, si ni siquiera se le siente. Ahora bien, nos preguntamos por qué o mejor para qué Carolina llora, Jaime pega, Lucia no se quiere vestir y Carlos no se atreve a decir ni mu? No! Si es más fácil, mucho más fácil etiquetar la acción y no preguntarnos por la causa.
Estamos tan acostumbrados a esta sociedad que ataca y controla los síntomas sin preguntarse jamás por la causa, tan habituados a que otr@s asuman las consecuencias de nuestros actos que para que tratar de averiguar, para que ir más allá de lo que creemos saber…
Poner etiquetas es en una de las (tantas) formas que hemos desarrollado l@s adult@s “responsables” para no hacernos cargo de lo que nos compete, para no tener que revisarnos a nosotr@s y así poner el problema fuera, siempre es más fácil culpar al otr@ en vez de dilucidar la responsabilidad que tenemos en ello.
No existe la generación espontánea, nadie se enoja, se entristece, golpea y mucho menos se tira al suelo y patea porque si, porque no tenía nada mejor que hacer o porque es sencillamente un/a gran manipulad@r nato. Detrás esos actos, de esas emociones se esconden una razón, un origen, un caldo de cultivo que en el caso de l@s niñ@s suele estar directamente relacionado con los actos y/o palabras de sus padres y/o adult@s de referencia.
Tampoco existen las etiquetas buenas, las llamadas positivas, que en realidad sólo buscan reforzar un comportamiento que a nuestro gusto es óptimo y que tristemente lo es porque nos conviene, nos da comodidad y control, como es la obediencia, la “dulzura”, la uniformidad, la sociabilidad (saluda, da besos, sonrie, etc), la eficiencia, la inteligencia… Pero no lo son además, porque todas las etiquetas sin excepción restringen al otr@, le coartan el campo de acción; son pequeñas-grandes mutilaciones que vamos haciendo sobre el otr@, adaptándol@ a ser como nosotr@s lo vemos, como nosotr@s deseamos que sea. Avalando y aceptando solo aquello que a nosotr@s nos parece bueno e importante, sin importar lo sesgada y restringida de esa visión. Cuando etiquetamos a un/una niñ@ de dulce y buen@ y reforzamos esa parte de el/ella le estamos negando su complejidad y totalidad.
Poner etiquetas, del estilo que sean, es a mi juicio peligrosismo, más allá de las razones obvias que pasan por el hecho de discriminar a alguien. Porque uno de los efectos secundarios y de los grandes problemas de etiquetar es que les estamos dando una imagen errónea a nuestr@s hij@s de ell@s mism@s, las etiquetas son facilistas y simplistas, hablan de lo que interpretamos nosotros de lo que vemos, ni siquiera de lo que realmente vemos y mucho menos del origen de aquello que observamos.
Cuando a un/a niñ@ que está enojad@ porque no obtiene la atención que necesita le decimos que es un/a agresiv@, aprende que ese sentimiento de vacío que tiene se llama agresividad y aprende además, lo que aún es más nocivo que eso (agresivo) es él/ella! De igual forma si lo tramamos de egoísta, caprichoso, bueno, juicioso… le estamos imponiendo un deber ser, le estamos diciendo quien es (desde nuestra limitada y prejuiciosa óptica) en vez de dejarl@ descubrir.
Hay una gran diferencia entre el verbo ser y el verbo estar, una cosa es decir: “que enojad@ que estás”, lo que hace referencia al momento actual, a este presente que es finito y otra muy distinta: “que furioso que eres”. Que graba con fuego una visión de si mism@, una manera de manifestarse en el mundo. De igual manera, una cosa es decirle que dulce que estás hoy y otra muy distinta que dulce que eres!
La próxima vez que vayamos a decir: Pero que egoísta, buen@, agresiv@, caprichos@ eres. Porque no cerramos la boca y decimos para adentro: pero que irrespetuos@ que estoy!