Decía Unamuno, tan en boga en estos días por su protagonismo en la última película de Alejandro Amenábar, que cuando en España se hablaba de cosas de honor, un hombre sencillamente honrado tenía que echarse a temblar. Respetando cualquier otra consideración, mantener los restos de Francisco Franco en el Valle de los Caídos resultaba tan anacrónico como uno pueda y quiera imaginarse entrado como está el siglo XXI. Algo que sorprende en alguien que dijo dejarlo “todo atado y bien atado”, pero que ni siquiera especificó dónde quería ser enterrado. Dicen que en alguna ocasión dejó caer con su voz de timbre aflautado que junto a su esposa, en el panteón familiar del cementerio de Mingorrubio, camposanto donde también reposan sus leales expresidentes Carrero Blanco y Arias Navarro. Y hay quien asegura que al construir el imponente monumento con la cripta en Cuelgamuros, en el fondo, la intención postrera era la de perpetuar su recuerdo por los siglos de los siglos, amén.
El proceso de exhumación del que fuera Jefe del Estado español hasta 1975 no ha sido de ningún modo ejemplar. Ni por el Gobierno ni por parte de la familia. Es evidente que se podría haber hecho de una forma mucho más discreta, con menos parafernalia y difusión. Los descendientes de quien detentó el mando único de esta nación durante casi 40 años -por cierto, ellos sí quedaron atados y bien atados en lo que a su seguridad económica se refiere- exhibieron una imagen más próxima a los Soprano que a la de ser nietos y bisnietos de alguien que murió hace 44 años en la cama de un hospital de la Seguridad Social, que hoy ya es historia y, por tanto, pasado de este país. El cinismo y la amargura son frutos que te da el árbol de la vida, como escribiera Rafael Chirbes en su ‘Crematorio’. Pero es que el Gobierno, que se apunta el tanto de sacar al dictador del mausoleo, tampoco hiló muy fino, con una exhibición multipantalla que sobraba a todas luces. El resultado fue una mañana, la del pasado 24 de octubre, con profusión de medios de comunicación en vivo y en directo, como en un gran carnaval, con toques a veces berlanguianos en cuanto rodeaba al acto, incluyendo la irrupción a lo ‘The Walking Dead’ del ex teniente coronel Tejero con la intención de colarse en el funeral. No es de extrañar que hasta las inmediaciones se trasladaran todo tipo de personajes residuales de ese franquismo que aún balbucea, un régimen que todavía hoy sigue despertando controversias, sobre todo, entre los que lo vivimos, aunque fuera en el tramo preliminar de nuestra existencia, y los que no lo hicieron.
Semejante montaje para el traslado de los restos de Franco desde el Valle de los Caídos hasta el cementerio de Mingorrubio, con helicóptero incluido, resultó algo muy propio de lo que aún somos en este país. Decía Manuel Azaña que si los españoles habláramos solo y exclusivamente de lo que sabemos, se produciría un gran silencio que nos permitiría pensar. El caso es que, por ejemplo, a la salida de la basílica, salvo por los ‘vivas’ de los familiares, hubo un silencio respetuoso, ciertamente, pero precedido de demasiado vocerío. Para otro notable, Winston Churchill, los españoles éramos ese pueblo vengativo al que el odio envenena. No había más que mirar alrededor para comprobar hasta qué punto esto sigue vigente. Es curiosa y paradójica la mirada que de nosotros se percibe todavía desde más allá de nuestras fronteras. Lo del otro día, junto con el paisaje y el paisanaje que se pudo contemplar en una Cataluña encolerizada, poco ayuda a mejorarla. Certero estuvo en su momento el poeta barcelonés Jaime Gil de Biedma, al aseverar que de todas las historias de la Historia, sin duda la más triste era la de España porque siempre suele terminar mal. Y a buen seguro que muchos habrán compartido la visión prusiana que de nosotros dejó marcada a sangre y fuego Otto von Bismarck; aquello de que somos una gran nación porque los españoles llevamos siglos intentando autodestruirnos sin conseguirlo. No le faltaba razón al mariscal germano, artífice de la unificación alemana y figura clave en la segunda mitad del XIX; el mismo que sentenció, al conocerla, que lo increíble de España fuera que, con un clase política tan inepta, todavía existiera como país. Qué atinado anduvo aquel hombre al que apodaron canciller de hierro.