Hemos escuchado mucho a lo largo de estos últimos días eso de “cómo va a avanzar un país con unos profesores así”; hemos visto a varios individuos que se postulan como futurosmaestros fracasando ante exámenes con un nivel indigno no ya para quien haya cursado una carrera, sino para quien atesore una educación básica; hemos asistido a muchas y muy endebles excusas: “lo importante no es que sepan, sino que sepan transmitirlo” (¿transmitir el qué?), “aunque no tengan conocimiento, pueden tener vocación”, como si la discutible “vocación” supliera cualquier carencia; excusas propuestas por gente que imaginará, tal vez, que para ser un buen intérprete musical es suficiente con tener ganas, y no es necesaria la experiencia de años de práctica diaria y de tediosos estudios teóricos que complementen a ese primer deseo creador. No confundamos términos: aquí nadie busca a un erudito para impartir clase a estudiantes de primaria, pero no parece descabellado exigirle a un profesor que, al menos, sea capaz de utilizar un léxico más amplio, o al menos más correcto, que el de sus propios alumnos.
Se ha discutido bastante sobre esta macabra cuestión, se han aportado muchos argumentos y se ha recurrido a muchos lugares comunes (el modelo educativo de los países nórdicos, el desinterés de los españoles en la cultura, el país de pandereta), y sin embargo se ha prestado poca atención a noticias no menos preocupantes que la ineptitud congénita de algunos maestros. Por ejemplo, puede que hayan oído hablar de los desalentadores resultados del último barómetro del CIS. Una sección notable del estudio, y que ha pasado más desapercibida, especialmente en los grandes diarios, es el referente a los profesionales y su valoración, o, concretándolo y hablando en plata, al desprecio que sienten buena parte de los encuestados por las figuras de periodistas y jueces, las peor valoradas de la encuesta.
A nadie le deberían quedar dudas: los periodistas están boicoteando su prestigio desde dentro, dedicándose a los despidos de los más experimentados (y menos redituables, cortoplacistamente hablando) profesionales y favoreciendo el convertir la lectura de un diario en fuente de entretenidísimas apuestas como “a ver quién es el primero que encuentra un párrafo sin errores”; pero no hablemos la pérdida de credibilidad que conllevan dislates tales como situar imágenes sin contrastar en la primera plana, ni de la publicación de especulaciones bajo el seudónimo de “información”, ni… bueno, todos pensamos que algunos medios desprestigian al periodismo con su mera existencia, que cada cual elija el suyo. ¿Y los jueces? Los encargados de hacer cumplir la ley, de sostener uno de los tres poderes del Estado, tienen para los españoles una valoración casi tan negativa como esa carrera en decadencia económica y moral que es el periodismo; y todos conocemos algunas de las razones: la proverbial lentitud de los procesos, la politización de la justicia, que afecta incluso a los más altos estratos judiciales, y, subsiguientemente, la ineficacia en la lucha contra la corrupción, el segundo gran problema para los españoles según el CIS.
No es necesario ahondar en los más que evidentes motivos que conducen al desprestigio de dos profesiones que, hasta no hace mucho tiempo, se consideraban fundamentales para el buen devenir de un país desarrollado, pero sí que hay que añadir este dato al compendio de pesimismo en que se ha transformado el barómetro de febrero para entender la situación actual de la opinión ciudadana. Nos encontramos ante un mayoritario escepticismo frente a los medios y la justicia, frente a la política y los políticos, frente al futuro económico; ante una creciente desconfianza incluso hacia el sistema educativo. En suma, más de la mitad de los españoles rechazan el funcionamiento de dos de los tres poderes del Estado (recordemos, ejecutivo y judicial; el CIS no incluyó ninguna pregunta referente al legislativo), e incluso del cuarto, si es que existe; recelamos de la capacidad del Gobierno, y quizás del propio Estado, para paliar la crisis económica y tememos por la formación de las generaciones venideras.
Ante este panorama de pérdida de fe en todas las instituciones (que no es un invento mío, sino de la estadística: una depresión existencial variable sólo en un 2%), seguir defendiendo la validez del sistema vigente bajo el nombre de “democracia”, a la vieja usanza, parece muy aventurado. No pretendo unirme a quienes afirman que vivimos en una dictadura, una postura con tintes maniqueos, superficial y que, en último término, no aclara nada: ¿quién sería el dictador?, cabría preguntarse. ¿Europa? ¿Los mercados? Dictaduras abstractas, tiranos sin rostro. No pretendo, pues, comulgar con esa postura, pero algo sí que es verdad: si el buenazo de Rousseau levantase la cabeza y contemplara nuestra deriva, volvería inmediatamente a su descanso eterno, entonando un triste réquiem por su Contrato Social, con el acompañamiento de un orfeón de llorosos profesores que no habrían podido soportar la idea de que, para algún lóbrego universitario español, un escrúpulo es “la salida del sol”.