“El 18 de abril de 1911, verificándose un embargo en el pueblo de Canillas de Aceituno (Málaga). Excitados los ánimos, grupos de vecinos armados dirigiéndose al agente ejecutivo que huyó refugiándose en la casa-cuartel, donde entraron violentamente, dieron un golpe en la cabeza al guardia de puertas, dejándole sin sentido, y mientras unos sujetaban fuertemente al Cabo Francisco Puertas, otros le dispararon ocasionándole 16 heridas de postas, algunas de ellas muy graves.
Quedaba sólo en el piso superior el Guardia primero Andrés Lupiánez Casas; la otra pareja de la dotación se hallaba de servicio de correrías. Inmediatamente el Guardia Lupiánez, desde la escalera, hizo fuego desalojando a los amotinados del portal, que quedó libre.
Con una sangre fría y serenidad dignas del mayor elogio, confió a dos mujeres el cuidado de los heridos, y a las demás con algún niño, les hizo atrancar ventanas y puertas, situándolos después de vigilantes en diversos sitios y tomando todas las medidas encaminadas a la defensa, y concentrando las municiones de los demás junto a la puerta principal.
Iniciado el ataque se resistió valientemente, sin que pudieran entrar los revoltosos, a quienes causó unas 20 bajas entre muertos y heridos. Sólo en la puerta del cuartel se contaron más de 60 impactos de bala. Se le ascendió a Cabo, comunicándose las órdenes por telégrafo.”
Así se narra el suceso en el “Manual del Guardia Civil”, fechado en 1926, un libro que perteneció a mi abuelo, un mozo que en los lejanos años de la segunda década del siglo XX, huyendo de las escasas perspectivas que las tierras de la sierra burgalesa le ofrecían para conseguir una vida digna, se incorporó al benemérito instituto armado para convertirse en Guardia en uno de los periodos más convulsos de nuestra historia.
Poco sospechaba cuando ojeaba las casi setecientas páginas de diminuta letra en las que se resumía su formación, que en los largos años que habrían de venir, vestido siempre con su impresionante uniforme y tocado con tricornio negro, habría de jurar lealtad a monarcas y dictadores, ser fiel a La República y, sobre todo, luchar y matar por no morir en una guerra fratricida de la que nunca quiso hablar.
Poco recuerdo de aquel hombre, siempre sentado en su sillón, quizás esa tenue sonrisa que esbozaba cuando rompíamos su monotonía con nuestros juegos, y esa mirada triste que escondía un precipicio al que nunca me pude asomar. Pero la historia de mi abuelo, como la de tantos que vivieron y callaron en aquellos años, es otra y hoy no la vamos a contar.
Hoy nos vamos a asomar a aquel pueblo malagueño de nombre tan sonoro, Canillas de Aceituno. Llama la atención la épica descripción del oscuro suceso que allí acaeció, y cómo se utiliza para dar ejemplo de deber y valor en un texto destinado a la formación de los jóvenes guardias que habían de defender a sus conciudadanos. ¿En realidad, qué se escondía detrás de los que son calificados de amotinados y a los que, con inusitado valor, se enfrentó el guardia Andrés Lupianez aquel Domingo de Resurrección de 1911?
Sin lugar a duda la rabia y la indignación de unos sencillos campesinos andaluces que llevados al límite tuvieron la insensatez de enfrentarse a la autoridad, algo que en aquellos años de despotismo caciquil no se perdonaba.
“Dios en el cielo y yo en Canillas”, éste es el título del libro que a
principios de este año presentó el investigador malagueño, Miguel Alba, en el que analiza los sucesos que se produjeron en este pequeño pueblo de la Axarquía malagueña.El título resume el ambiente de opresión en el que se vivía, con un alcalde, José Marín Pardo, que tras veinte años en el cargo y patrocinado por la poderosa casa Larios, había pasado de ser un simple jornalero sin bienes aparentes a acaparar las mayores riquezas del pueblo.
Una población sometida en la que, por primera vez, se creó en 1910 una sociedad obrera con el nombre de “Círculo Instructivo Republicano de Canillas de Aceituno”. Algo insoportable para el alcalde que, a partir de aquel momento, se cebó con los miembros de aquella sociedad que tuvo la osadía de instalarse en un pueblo que consideraba de su propiedad.
Su táctica consistió en intentar reducirlos a la miseria privándoles de sus medios de subsistencia y así obligarles a emigrar. Para evitar enfrentamientos contrató en Vélez a un recaudador de impuestos que no era del pueblo y desempolvó viejas deudas de más de 25 años.
El sábado santo de 1911, Enrique Castillo, que así se llamaba el funcionario, acompañado de un alguacil y de un guarda municipal, se dirigió, entre otras, a la casa del agricultor José Roca, uno de los desafectos al cacique. Allí se hallaba sola su esposa ya que José trabajaba en el campo y a pesar de sus súplicas, procedieron al decomiso de lo poco que la humilde familia poseía para vivir, un burro y siete cerdos.
Es al día siguiente cuando acompañando a José, un grupo de indignados vecinos organizan una visita al alcalde para reclamarle la devolución de los animales. Pero el cacique había dispuesto otros planes y como confesó el cabo Francisco Puertas, que resultaría herido en la refriega, las órdenes eran detener a seis vecinos, cabecillas del círculo obrero, sospechosos de un supuesto motín. A partir de ahí la violencia se desata y bastan unos pocos minutos para convertir una tragedia en un acto heroico, como el que describe el Manual.
La realidad es que cuatro vecinos de Canillas cayeron muertos y otros cuatro, además del cabo Puertas, resultaron heridos. La infamia del alcalde no quedó ahí y según consta en el telegrama que envió al gobernador civil, la reclamación del pollino y los cerdos se convirtió en un levantamiento popular:
“A la una de la tarde se han revolucionado los republicanos de esta villa, levantándose en armas, pretendiendo asaltar el cuartel de la guardia civil”.
La bola siguió creciendo y el gobernador directamente comunicó al Presidente del Gobierno el levantamiento popular que se había producido en aquel pueblo andaluz para proclamar al República. La consecuencia fue que se desplazó un numeroso contingente de guardias para sofocar la inexistente revuelta y que más de diez arrestados fueron juzgados en consejo de guerra y condenados a duras penas de cárcel.
Solo la intervención de Hermenegildo Giner de los Ríos, hermano del fundador de la Institución Libre de Enseñanza, con vínculos familiares en Canillas de Aceituno, consiguió desenmascarar la patraña de sedición para instaurar la República y, tras numerosas gestiones, pudo salvar a aquellos desdichados, que tras dos años de cárcel consiguieron el indulto. El gobierno tomó cartas en el asunto y acabó destituyendo en 1911 a aquel alcalde infame que moriría 13 años después.
De este drama rural sumergido entre las páginas de nuestra historia más negra apenas quedan recuerdos en Canillas porque, entre otras cosas, el huracán de la guerra que estaba por venir arrasó con todo. Pero entre las gentes la fecha no se olvidó y quedó grabado en un dicho popular que hace referencia a aquel día como “El día de las tareas”.
Aunque hoy pocos podrían dar una explicación de lo que frente al cuartel de Canillas de Aceituno sucedió en 1911, durante mucho tiempo cuando los que lo vivieron lo recordaban, decían: “¡Tiene tarea lo que ha pasao!”
Esta es la auténtica historia de valor que un domingo del ya lejano 1911 tiñó de sangre inocente las calles de Canillas de Aceituno. Un pueblo andaluz, como tantos de nuestra España, gobernado por caciques y señoritos que se lucraban del atraso y la pobreza de su gente y que las pocas veces que reunía la fuerza suficiente para reclamar justicia se encontraba con la mano represora que se lo hacía pagar con creces.