DEL EDITOR AL LECTOR
¡Cuánto hubiera deseado tener, respecto a los últimos días de nuestro desdichado amigo, bastantes detalles escritos por su propia mano, para no tener la necesidad de intercalar relaciones en la continuación de las cartas que él nos dejó!
Me he esmerado en recopilar los más exactos pormenores con las personas que debían estar mejor informadas, los cuales todos resultan uniformes. Las narraciones coinciden hasta en las menores situaciones. Sólo en la manera de juzgar los sentimientos de los personajes difieren un poco los puntos de vista.
Sólo nos resta entonces hablar con fidelidad de lo que nuestras investigaciones nos han hecho conocer, sin omitir en ello las cartas o fragmentos de carta que dejó aquel que ya no está más con nosotros.
No se debe despreciar al menor documento auténtico, en consideración de lo difícil que resulta profundizar y conocer los verdaderos motivos, los móviles ocultos de una acción, por intrascendente que ésta sea, cuando proviene de un individuo que sale de la esfera común.
El desaliento y pesar habían echado raíces sólidas en Werther y poco a poco se habían apoderado de todo su ser. La armonía de sus facultades se había destruido en su totalidad. El ciego y febril arrebato que las trastornaba tuvo en él los más fuertes estragos y acabó por sumirle en un triste abatimiento, más difícil de tolerar que los males con que se había enfrentado hasta entonces.
Las angustias de su corazón agotaron las pocas fuerzas que le quedaban. Su viveza y sagacidad se apagaron. Cada vez se mostraba más sombrío e insociable, y conforme iba siendo más desgraciado se volvía más injusto. Así, al menos, lo constatan los amigos de Alberto, quienes dicen que Werther no había valorado a aquel hombre de corazón recto que, gozando de una dicha deseada por mucho tiempo, sólo pensaba en afianzar su felicidad futura. ¿Cómo había de comprender semejante anhelo quien disipaba y entregaba al azar los tesoros de su alma, sin reservarse para lo sucesivo más que privación y sufrimiento?
Afirman también que Alberto no había podido cambiar en tan poco tiempo y que era siempre el mismo hombre, tan ponderado y apreciado por Werther
cuando se conocieron. Amaba a Carlota sobre todas las cosas; estaba orgulloso de ella y deseaba verla admirada por cuantos se le acercaban como la más perfecta criatura. ¿Podía reprobársele por tratar de alejar de ella la sombra de una sospecha o porque rehusara ceder, ni aun en el más inocente trato, la posesión de tan preciado objeto? Confiesan, es cierto, que Alberto abandonaba a menudo la habitación de su mujer cuando Werther se presentaba ahí; pero no era, según su dicho, ni por odio ni por indiferencia hacia su amigo, sino tan sólo porque había observado el pesar secreto que su presencia creaba en Werther.
Un día, en que estaba enfermo el padre de Carlota y por su necesidad de guardar cama, mandó el coche en busca de su hija. Era una hermosa mañana de invierno. Las primeras nieves habían caído abundantes y el campo estaba cubierto de una alfombra blanca.
Werther emprendió el camino al día siguiente, para ir a reunirse con Carlota y acompañarla a su casa, si Alberto no iba por ella.
El aire fresco y puro de la mañana no cambió su ánimo. Un peso enorme oprimía su pecho; su espíritu estaba atormentado por las más tristes imágenes y el movimiento de sus ideas le hacía vagar por crueles reflexiones. Como vivía en un eterno hartazgo de sí mismo, la situación de los demás la creía tan violenta y agitada como la suya. Imaginaba haber dañado la armonía de Alberto y Carlota, y se dirigía con este motivo los más ocultos reproches, mezclados de sorda indignación contra el marido. Durante el camino sus pensamientos tomaron este sentido: “¡Ah!”, se decía, apretando los dientes; “he ahí rota esa unión, tan íntima, tan cordial, tan auténtica. ¿Qué ha pasado con aquel tierno interés, con aquella confianza tranquila que se antojaba inalterable? Hoy es sólo hastío e indiferencia. El más pequeño asunto interesa a ese hombre más que su mujer. ¡Una mujer tan adorable! ¿Pero sabe él apreciarla? ¿Sospecha remotamente lo que vale? ¡Y ella le pertenece, es de su propiedad! ¡Oh!, lo sé de sobra. Debía haberme acostumbrado ya a esta idea y, no obstante, me desespera y acabará por darme muerte. Y la amistad que Alberto me había prometido, ¿qué ha sido de ella? ¿No ve en mi apego a Carlota un ataque a sus derechos, y en mis atenciones y cuidados, una censura de su falta de cuidado? Lo sé y lo siento: me ve con disgusto; quisiera me fuera muy lejos de aquí. Mi presencia es un peso para él”.
Hablando así, tan pronto aceleraba su paso como lo detenía. Algunas veces parecía querer volverse atrás, pero continuaba, sumido siempre en sombrías reflexiones que sólo se adivinaban por algunas palabras
entrecortadas que salían de su boca. Así llegó a la casa sin notarlo. Entró preguntando por el anciano y por Carlota y encontró a toda la gente en conmoción. El mayor de los hermanos de Carlota le informó que había sido una desgracia en Wahlheim: que un aldeano había sido asesinado. Esta noticia no hizo mella en él y se dirigió a la sala contigua, donde encontró a Carlota esforzándose por retener a su padre que, enfermo y todo, quería marchar de inmediato al lugar del crimen, para instruir las primeras diligencias sobre aquel suceso, cuyo autor era una interrogante. Se había encontrado el cadáver muy temprano por la mañana, frente a la puerta de un cortijo y ya se sospechaba de alguien. La víctima había estado al servicio de una viuda, que poco antes había despedido a otro criado por un fuerte disgusto.
Cuando Werther supo esta información, se levantó de repente y exclamó:
—¿Es posible? Debo ir sin perder un instante.
Se dirigió a Wahlheim, convencido, luego que reunió todos sus recuerdos, de que el autor del asesinato era aquel joven a quien había hablado tantas veces y que le había producido gran simpatía. Como era indispensable pasar por los tilos para llegar al figón donde habían depositado el cadáver, no pudo menos que experimentar cierta turbación al ver aquellos lugares que en otra época había querido tanto. El umbral de la puerta donde los chicos iban con frecuencia estaba ensangrentado. Así el amor y la fidelidad, los más hermosos sentimientos humanos, habían degenerado en violencia y crimen. Los corpulentos árboles, sin follaje, se habían cubierto de escarcha; el seto vivo que rodeaba las tapias del cementerio había perdido su hermoso verde y dejaba ver, por los anchos agujeros, las piedras de los sepulcros llenas de nieve.
Al aparecer Werther en el lugar al que había acudido todo el pueblo, se dejó oír un grave murmullo.
A lo lejos se divisaba un pelotón de hombres armados y todos comprendieron que traían al asesino.
No bien dirigió Werther una mirada sobre el preso, se disiparon las dudas.
Sí, era él; aquel criado tan enamorado de su ama, a quien pocos días antes había visto víctima de una melancolía y luchando contra una secreta desesperación.
—¿Qué has hecho, desdichado? —le preguntó al acercarse.
No es difícil calcular la impresión que estas palabras tuvieron en el ánimo de Werther, conociendo alguna frases que escritas sin duda ese mismo día, hemos encontrado entre sus pertenencias.
—¡No es posible salvarte, desgraciado! Yo bien veo que nada puede salvarnos.
Lo que Alberto había dicho sobre el criminal ante el administrador causó a Werther una extrañeza mayor. Creyó descubrir en sus palabras una alusión a él y a sus sentimientos, y por más que algunas serias reflexiones le hicieron entender que aquellos tres hombres podían estar en lo correcto, se resistía a abandonar su intención y sus ideas, como si abandonarlas fuera renunciar a su propia y más íntima vida.
Entre sus papeles hemos hallado otra nota que habla de esta situación y que expresa quizá sus verdaderos sentimientos hacia Alberto.
—¿De qué sirve decirme y repetirme: es bueno y honrado? ¡Ah! Cuando así me desgarra el corazón, ¿puedo ser justo?
La tarde era apacible y el tiempo ayudaba al deshielo. Carlota y Alberto regresaron a pie. De vez en cuando volteaba ella la cabeza, como extrañando la compañía de Werther. Alberto dirigió la conversación a su amigo y le reprobó, haciéndole justicia. Habló de su desgraciada pasión y dijo que deseaba, si se pudiera, alejarlo por su propio bien.
—Lo deseo también por nosotros —agregó—; y te ruego, Carlota, que procures dar otra dirección a sus ideas y a sus relaciones contigo, decidiéndole a que limite sus visitas. La gente empieza ya a ocuparse de esto y yo sé que se ha hablado del tema varias veces.
Carlota guardó silencio y Alberto creyó entender el motivo de esta reserva. Desde ese momento no habló más de Werther: si ella, por casualidad o con intención, pronunciaba su nombre, él cambiaba o interrumpía la conversación. La vana tentativa de Werther para salvar al infeliz aldeano, fue como el último resplandor de una flama agonizante.
Cayó en un abatimiento más y más profundo y una desesperación mansa se apoderó de él cuando supo que tal vez lo llamarían para testificar en contra del asesino, que intentaba defenderse al negar su participación en el asesinato. Todo lo que había sufrido hasta entonces durante su vida activa, sus disgustos en la embajada, sus proyectos fallidos, todo lo que le había herido o contrariado, acudía a su memoria y le agitaba en forma terrible.
Creyéndose condenado a la inacción por tan consistentes contrariedades, todo lo veía cerrado a su paso y sentía incapacidad de soportar la vida. Así es que, encerrado para siempre en sí mismo, consagrado a la idea fija de una sola pasión, perdido en un laberinto sin salida por sus relaciones diarias con la mujer adorada cuyo descanso trastornaba, agotando inútilmente sus fuerzas y debilitándose sin esperanza, se iba acercando cada vez a su triste final.
Colocaremos aquí algunas cartas que dejó y que dan una idea precisa de su confusión, de su delirio, de sus crueles angustias, de sus luchas supremas y del desprecio que sentía por la vida.
12 de diciembre
Querido Guillermo: me encuentro en un estado que debe asemejarse al de los desgraciados que en la antigüedad se creían poseídos del espíritu maligno. No es el pesar; no es tampoco un deseo vehemente, sino una rabia sorda y sin nombre que me desgarra el pecho, me hace un nudo en la garganta y me sofoca. Sufro, me gustaría escapar de mí y paso las noches vagando por los parajes desiertos y sombríos en que abunda esta estación enemiga.
Anoche salí. Sobrevino de repente el deshielo y supe que el río había salido de madre, que todos los arroyos de Wahlheim corrían desbordados y que la inundación era completa en mi valle. Me dirigí a él cuando llegaba la medianoche y presencié un espectáculo aterrador. Desde la cima de una roca, con la claridad de la Luna, vi revolverse los torrentes por los campos, por las praderas y entre los vallados, devorando y sumergiendo todo; vi desvanecerse el valle; vi en su lugar un mar rugiente y espumoso, azotado por el soplo de los huracanes. Después, profundas tinieblas; más tarde, la Luna, que aparecía de nuevo para arrojar una siniestra claridad sobre aquel imponente cuadro. Las olas rodaban estrepitosas… se estrellaban a mis pies con gran fuerza. Un extraño temblor y una tentación inexplicable se apoderaron de mí. Me hallaba con los brazos estirados hacia el abismo, acariciando la idea de lanzarme a él. Sí, lanzarme y sepultar conmigo los dolores y sufrimientos. ¡Pero ay!, ¡qué desgraciado! No tuve fuerza para terminar de una vez por todas con mi pesar; mi hora no ha llegado aún, lo sé. ¡Ah, Guillermo! ¡Con qué gozo hubiera dado esta pobre vida para confundirme con el huracán, rasgar con él los mares y agitar sus olas! ¡Ah!, ¿no alcanzaremos nunca esta dicha los que nos consumimos en nuestra prisión? ¡Qué tristeza se apoderó de mí cuando mis ojos pasaron por el sitio donde había descansado con Carlota, bajo un sauce, después de un largo paseo! También había llegado ahí la inundación y a duras penas pude distinguir la copa del sauce.
Pensé entonces en la casa de Carlota, en sus jardines… El torrente debía haber arrancado también nuestros pabellones y destruido todos nuestros lechos de pasto. Un luminoso rayo del pasado brilló frente a mi alma, como brilla en los sueños de un cautivo una ola de luz que le crea praderas, ganados o grandezas de la vida. Yo estaba ahí, parado… ¡ah!, ¿es que no tengo valor para morir? Yo debía… Y sin embargo, aquí estoy como una pobre vieja que recoge del suelo sus andrajos y va, de puerta en puerta, pidiendo pan para sostener y prolongar un instante más su vida de miseria.
14 de diciembre
¿Qué es esto, mi amigo? Estoy asustado de mí. El amor que ella me inspira, ¿no es el más puro, el más santo y el más fraternal de los amores? ¿He cobijado en lo más hondo de mi alma un deseo culpable? ¡Ah! No me atrevería a asegurarlo. ¡Cuánta razón tienen quienes dicen que somos juguetes de fuerzas misteriosas y contrarias!
Anoche, temo decirlo, la tenía entre mis brazos, fuertemente estrechada contra mi corazón; sus labios expresaban palabras de cariño, interrumpidas por un millón de besos, y mis ojos se embriagaban con la dicha que brotaba de los suyos. ¿Soy culpable, Dios mío, por recordar tan dichoso y por desear soñar lo mismo? ¡Carlota! ¡Carlota! Hace una semana que mis sentidos se han trastornado; ya no tengo fuerzas ni para pensar; mis ojos se llenan de lágrimas. No estoy bien en ningún lugar y, no obstante, estoy en todas partes. No espero nada, nada deseo. ¿No sería mejor que partiera?
La decisión de abandonar este mundo había ido tomando fuerza en la mente de Werther. Desde su regreso al lado de Carlota, había contemplado la muerte como el fin de sus males y como una opción extrema a la cual recurrir. Se había propuesto, sin embargo, no acudir a ella con brusquedad y violencia. No quería dar este último paso más que con toda calma y animado por un total convencimiento. Sus incertidumbres, sus luchas se reflejan en algunas líneas que aparentan ser el principio de una carta a su amigo. El papel no está fechado. “Su presencia…, su situación…, el interés que mi suerte le despierta, arrancan las últimas lágrimas de mi cerebro petrificado.
“Levantar el velo y seguir adelante; es todo… ¿Por qué tener miedo?, ¿por qué dudar? ¿Tal vez porque no se conozca lo que hay más allá, porque no se regresa o más bien porque es propio de nuestra naturaleza suponer que todo es confusión y oscuridad en lo desconocido?”
Cada vez se habituaba más a estos funestos pensamientos, que llegaron a ser familiares al extremo. Su proyecto fue al fin determinado de forma irrevocable. La prueba se halla en la siguiente carta, de doble sentido, que dirigió a su amigo.
20 de diciembre
Agradezco, querido Guillermo, que tu amistad haya entendido tan bien lo que yo quería decir. Tienes razón; lo mejor que puedo hacer es irme. Pero la invitación que me haces para que regrese a tu lado no corresponde mucho a mi pensamiento. Antes haré una breve excursión a la que convidan el frío continuado que es de esperar y los caminos que estarán en buen estado. Tu deseo de venir a verme me agrada mucho; pero te ruego que me concedas un plazo de 15 días y que esperes a recibir otra carta en la que te participe mis últimas noticias. Di a mi madre que pida a Dios por su hijo; dile también que le ofrezco disculpas por todos las angustias a las que la he sometido. Sin duda era mi destino apesadumbrar a las personas a quienes hubiera querido hacer felices. Adiós, mi queridísimo amigo; el cielo ponga en ti sus bendiciones. Adiós.
No intentamos revelar ahora lo que pasaba en el corazón de Carlota y los sentimientos que en él producían su esposo y su desdichado amigo, por más que el conocimiento que tenemos de su carácter nos permita formar una idea cercana.
Es seguro por lo menos que estaba decidida a hacer todo lo posible por alejar a Werther y si algo la hacía dudar, era sólo cierta consideración compasiva dictada por la amistad, sabiendo lo caro que le sería al desgraciado joven esta separación, pues un esfuerzo semejante era superior a su fuerza. No obstante, las circunstancias se hacían cada vez más críticas y aquella necesidad, más urgente. Su marido guardaba el más hondo silencio sobre el asunto, así como lo había guardado siempre ella misma, que sólo deseaba probar sinceramente con sus actos cuán dignos de los suyos eran sus sentimientos.
El mismo día que Werther escribió a su amigo la carta que recién copiamos, el domingo antes de Navidad, fue por la tarde a casa de Carlota y la encontró sola, arreglando los juguetes para sus hermanos y hermanas. Habló de la alegría que tendrían los niños y de los tiempos en que la aparición de una mesa cargada de manzanas y turrones eran también para ella las delicias del paraíso.
—Pues bien —le dijo Carlota—, ocultando su ofuscación con una cordial sonrisa, también tendrías regalos de Navidad si tuvieras juicio: una barra de turrón y algún otro detalle.
—¿Y qué entiende por tener juicio? —exclamó Werther—. ¿Cómo debo ser juicioso? ¿Cómo puedo serlo, querida Carlota?
—El jueves por la noche —repuso ella—, es Nochebuena; vendrán los niños, mi padre los acompañará y todos recibirán su regalito. Ven tú también, pero no antes.
Werther se sentía cohibido.
—Te lo ruego —agregó—; es necesario… porque esto no puede continuar así.
Al oír estas palabras, Werther apartó su vista de Carlota, se puso a caminar a grandes pasos por el cuarto, repitiendo entre dientes: “Esto no puede seguir”.
Percibiendo Carlota el estado de agitación que le habían causado sus palabras, trató de calmarlo y distraerle con algunas preguntas y diferentes temas de charla; nada dio resultado.
—No, Carlota; ya no volveré a verte.
—¿Y por qué no, Werther? Puedes y debes visitarnos si te moderas. ¿Por qué tienes ese carácter tan ardiente, esa pasión indomable que fuego devorador abrasa todo a su paso? Por Dios te suplico que te controles. ¡Qué de distracciones y de goces ofrecen tu talento, conocimientos e imaginación! ¡Sé un hombre! Aléjate de ese cariño fatal, de esa pasión por una criatura que no puede más que compadecerte.Werther rechinó los dientes y la miró con un aire sombrío. Carlota sostenía en las manos la de su amigo.
—Ten calma —le dijo—. ¿No ves que corres por voluntad a tu perdición? ¿Por qué he de ser yo, justo yo, que soy de otro? ¡Ah! Temo que la imposibilidad de obtener mi amor sea lo que exalte tu pasión.
Werther quitó la mano y miró a Carlota disgustado.
—Está bien —dijo—; esa sabia observación la ha originado Alberto, sin duda. Es política, ¡muy política!
—Cualquiera puede hacerla —dijo ella—. ¿No habrá en todo el mundo una joven capaz de llenar los deseos de tu corazón? Búscala; te garantizo que la encontrarás. Hace mucho tiempo que deploro, por ti y por nosotros, el aislamiento al que te has condenado. Vamos, haz un esfuerzo; un viaje puede distraerte; si buscas bien, encontrarás una mujer digno de tu cariño y entonces podrás regresar para que disfrutemos todos esa tranquila felicidad que da la amistad sincera.
—Podrían imprimirse tus palabras —repuso Werther con una sonrisa amarga—, y recomendarlas a todos los que se dedican a la enseñanza. ¡Ah, querida Carlota!, dame un plazo corto y todo estará bien.
—Concedido; pero no vuelvas hasta la víspera de Navidad.
Werther iba contestar cuando llegó Alberto. Se saludaron con tono seco y ambos se pusieron a caminar, uno al lado del otro, con una carga evidente. Werther habló de cosas sin importancia que dejaba a medias; Alberto, después de hacer lo propio, preguntó a su mujer por algunos encargos que le había dado.
Al saber que no los había terminado, le dijo algunas cosas que parecieron a Werther no sólo frías, sino duras. Éste quiso marcharse y le faltaron fuerzas. Permaneció ahí hasta las ocho, su mal humor creció; cuando vio que alistaban la mesa, tomó su bastón y su sombrero. Alberto le invitó a quedarse; pero consideró él la invitación como una acto de cortesía forzada y se retiró, no sin antes agradecer con frialdad. Cuando llegó a su casa, tomó la luz de manos de su sirviente, que quería alumbrarle y subió solo a su cuarto. Una vez ahí, se puso a recorrerla con pasos grandes, sollozando y hablando solo pero en voz alta y con ardor; acabó por arrojarse vestido sobre la cama, donde el criado le encontró tendido a las 11, cuando fue a preguntar si quería que le quitara las botas. Werther aceptó y le prohibió que entrara a su habitación al día siguientes antes de que le llamará.
El lunes por la mañana, 21 de diciembre, escribió a Carlota la siguiente carta, que se encontró cerrada sobre su mesa y fue entregada a su amada.
La incluimos aquí por fragmentos, como parece que la escribió:
“Está decidido, Carlota: quiero morir y te lo informo sin ninguna intención romántica, con la cabeza tranquila, el mismo día en que te veré por última vez.
“Cuando leas estas líneas, amada Carlota, yacerán en la tumba los despojos del desdichado que en los últimos momentos de su vida, no encuentra placer más dulce que el de hablar contigo en la mente. He pasado una noche terrible; con todo, ha sido benéfica, porque me ha ayudado a resolverme. ¡Quiero morir!
“Al separarnos ayer, un frío inexplicable se apoderó de todo mi ser; volvía la sangre a mi corazón y respirando con angustiosa dificultad pensaba en mi vida, que se consume cerca de ti, sin alegría, sin esperanza. ¡Ah!, estaba helado de miedo. Apenas pude llegar a mi alcoba, donde caí arrodillado, loco por completo. ¡Oh, Dios mío! Tú me concediste por última vez el consuelo del llanto. ¡Pero qué lágrimas tan amargas! Mil ideas, mil proyectos agitaron mi espíritu, fundiéndose, al fin, todos en uno solo; pero firme, inquebrantable: ¡morir! Con esta decisión me acosté; con esta resolución, firme y terminante como ayer, he despertado: ¡quiero morir! No es desesperación, es convicción, mi carrera está terminada y me sacrifico por ti. Sí, Carlota, ¿por qué te lo debería ocultar? Es necesario que uno de los tres muera y deseo ser yo. ¡Oh, vida de mi vida! Más de una vez en mi alma desgarrada se ha introducido un horrible pensamiento: matar a tu esposo… a ti… a mí. Debo ser yo; así será.
“Cuando al anochecer de un día hermoso de verano, subas a la montaña, piensa en mí y recuerda que he recorrido el valle muchas veces; mira después hacia el cementerio y a los últimos rayos del sol poniente, ve cómo el viento azota la hierba de mi tumba. Estaba tranquilo al comenzar esta misiva y ahora lloro como niño. ¡Tanto martirizan estas ideas a mi pobre corazón!
Werther llamó a su criado cerca de las 10; mientras lo vestía le dijo que iba a hacer un viaje de algunos días y que debía por lo tanto arreglar la ropa y alistar maletas; también le ordenó arreglar las cuentas, recoger muchos libros prestados y dar a algunos pobres, a quienes socorría una vez a la semana, la donación de dos meses adelantados.
Pidió el almuerzo en su habitación y después de comer, se enfiló a casa del administrador, a quien no halló. Paseó por el jardín pensativo, lo que parecía indicar el deseo de fundir en una sola todas las ideas capaces de enardecer sus amarguras. Los niños no lo dejaron solo mucho tiempo: salieron en su busca saltando de gusto y le dijeron que los días siguientes Carlota les daría los regalos de Navidad; al respecto le dijeron todas las maravillas que la imaginación les ofrecía. “¡Mañana!”, dijo Werther, “¡y pasado mañana…, y el día siguiente!”
Los abrazó con cariño y se disponía a alejarse cuando el más pequeño mostró querer susurrarle algo. El secreto se redujo a informarle que sus hermanos mayores habían escrito felicitaciones para año nuevo: una para el papá, otra para Alberto y Carlota, y otra para el señor Werther. Todas las entregarían por la mañana temprano el 1 de enero. Estas palabras lo llenaron de ternura; hizo algunos regalos a todos y luego de encargarles que dieran memorias a su papá, montó su caballo y se marcho con lágrimas en los ojos.
A las cinco regresó a casa; recomendó a la criada que cuidara el fuego de la chimenea hasta la noche y pidió al sirviente que empacara los libros y la ropa blanca, y metiera los trajes a la maleta. Puede pensarse que después de esto fue cuando escribió el siguiente fragmento de su última carta a Carlota:
“Tú no esperas; crees que voy a obedecerte y a no volver a tu casa hasta nochebuena. ¡Oh, Carlota! Hoy o nunca. En la víspera de Navidad tendrás este papel en tus temblorosas manos y le humedecerás con tu precioso llanto. Lo quiero, es necesario. ¡Oh, qué contento estoy con mi decisión!”
Mientras tanto, Carlota estaba de un ánimo muy extraño. En su última entrevista con Werther había entendido lo difícil que sería instarlo a alejarse y había adivinado mejor que nunca los tormentos que él sufriría lejos de ella.
Después de informar a su marido, incidentalmente, que Werther no volvería hasta la nochebuena, Alberto se fue a ver a un funcionario de un distrito colindante para tratar un asunto que debía tomarle hasta el siguiente día.Carlota estaba sola; ninguna de sus hermanas la acompañaba. Tomando ventaja de esta circunstancia, se perdió en sus ideas y dejó vagar su espíritu entre los afectos de su pasado y su presente.
Se miraba unida para siempre a un hombre cuyo amor y lealtad conocía bien y por el que sentía un gran cariño; a un hombre que por su carácter, tan íntegro como apacible, parecía formado para garantizar la felicidad de una mujer honrada. Entendía lo que este hombre era y debía ser siempre para ella y para su familia.
Por otro lado, le había simpatizado tanto Werther desde el momento de conocerlo y llegó a quererlo tanto; era tan auténtico el afecto que los unía y había creado tal intimidad el largo trato que hubo entre ellos, que el corazón de Carlota conservaba de ello impresiones imborrables. Se había habituado a contarle todo lo que sucedía, todo lo que sentía.
Su partida por lo tanto produciría en la vida de Carlota un vacío que nada llenaría. ¡Ah! Si ella hubiera podido hacerle su hermano, ¡qué feliz hubiera sido! ¡Si hubiera podido casarlo con una de sus amigas! ¡Si hubiera podido restablecer la buena inteligencia que antes hubo entre Alberto y él! Revisó en la mente a todas sus amigas y en todas hallaba defectos… ninguna le pareció digna del amor de Werther. Después de mucha reflexión, concluyó por sentir confusamente, sin atreverse a confesárselo, que el secreto deseo de su corazón era reservárselo para ella, por más que se decía que ni podía ni debía hacerlo. Su alma, tan pura y hermosa, y hasta ese momento tan inaccesible a la tristeza, recibió en aquel momento una herida cruel. Sintió su corazón saltar y una nube negra dilatarse ante ella.
A las 6:30 oyó a Werther, que subía la escalera y preguntaba por ella. En el acto reconoció sus pasos y su voz, y su corazón latió con viveza por primera vez, podemos decir, al acercarse el joven. De buena gana hubiera ordenado que le dijeran que no estaba en casa, y cuando lo vio entrar no pudo menos que exclamar, con visible carga y muy emocionada.
—¡Ah! Has faltado a tu palabra.
—Yo no hice promesa alguna —respondió.
—Pero debiste cuando menos escuchar mis ruegos, en consideración a que fueron para bien de los dos.
No se daba cuenta de lo que hacía ni de lo que decía, y envió por dos amigas suyas para no encontrarse sola con Werther. Éste dejo algunos libros que se había llevado y pidió otros. Carlota esperaba con ansia la llegada de sus amigas; pero un instante después deseaba lo contrario. Volvió la sirvienta y dijo que ninguna de las dos podía acudir.
Entonces se le ocurrió ordenar a la criada que se quedará en el cuarto contiguo, en su quehacer; pero de inmediato cambió de idea.
Werther caminaba por la sala visiblemente agitado. Carlota se sentó al clave y quiso tocar un minué; sus dedos se resistían a cooperar. Abandonó el clave y fue a sentarse al lado de Werther, que ocupaba en el sofá el sitio habitual.
—¿No traes nada que leer? —preguntó ella.
—Nada —le contestó Werther.
—Ahí, en mi cómoda, tengo la traducción que hiciste de unos cuentos de Ossian. Aún no la he visto, pues esperaba que me la leyeras; pero hasta ahora no se había dado la oportunidad.
Werther sonrió y fue por el manuscrito. Al tomarlo un estremecimiento involuntario lo abordó; al hojearlo se le llenaron los ojos de lágrimas. Luego, con esfuerzo, leyó lo siguiente:
“¡Estrella del crepúsculo que brillas soberbia en occidente, que asomas tu radiante faz entre las nubes y paseas majestuosa sobre la colina! ¿Qué miras a través del follaje? Los indómitos vientos se han apaciguado; se oye a lo lejos el ruido del torrente; las espumosas olas se rompen al pie de las rocas y el confuso rumor de los insectos nocturnos se cierne en los aires. ¿Qué miras, luz hermosa? Sonríes y sigues tu camino. Las ondas se elevan con gozo hasta ti, bañando tu brillante cabello. ¡Adiós, rayo de luz, dulce y tranquilo! ¡Y tú, sublime luz del alma de Ossian, brilla, aparece ante mis ojos!
“Vela; ahí asoma todo su esplendor. Ya distingo a mis amigos muertos; se reúnen en Lora como en mejores días… Fingal avanza como una húmeda bruma; a su alrededor están sus valientes. Ve los dulcísimos bardos: Ulino, con su cabellos gris; el majestuoso Ryno; Alpino, el celestial cantor; y tú, quejumbrosa minona. ‘Cuánto han cambiado, amigos, desde las fiestas de Selma, donde nos peleábamos el honor de cantar, como los céfiros de primavera columpia, unos tras otros, las lozanas hierbas de la montaña!’“Se adelantó Minona con toda su belleza, con la vista baja y los ojos con lágrimas. Flotaba su cabellera con el viento de la colina. El alma de los héroes entristeció al escuchar su dulce canto, porque habían visto en múltiples veces la tumba de Salgar, y muchas también la agreste morada de la blanca Colma… de Colma, abandonada en la montaña sin más compañía que el eco de su cantarina voz. Salgar había prometido asistir; pero antes de llegar la noche envolvió en la oscuridad a Colma. Escuchen su voz; oigan lo que cantaba al vagar por la montaña:__________________________________________________
Siguen fragmentos amorosos de poesía que provocan a Werther por lo que Carlota le llama la atención………………………………………………………………………………………
—¡Werther! —murmuraba Carlota con voz ahogada y desviándose—. ¡Werther!, insistía, y con suave movimiento trataba de retirarse.
—¡Werther! —dijo por tercera vez—, ahora con acento digno e imponente.
Él se sintió dominado; la soltó y se tiró al suelo como un loco. Carlota se levantó y en un trastorno total, confundida entre el amor y la ira, dijo:
—Es la última vez, Werther; no volverás a verme.
Y entregándole una mirada llena de amor a aquel desdichado, corrió a la habitación contigua y ahí se encerró.
Werther extendió las manos sin atreverse a detenerla. En el suelo y con la cabeza en el sofá, permaneció más de una hora sin dar señales de vida.
Al cabo de ese tiempo oyó ruido y despertó. Era la criada que venía a poner la mesa. Se levantó y se puso a caminar por el cuarto. Cuando volvió a quedarse solo, se acercó a la puerta por donde había entrado Carlota y dijo en voz baja:
—¡Carlota! ¡Carlota! Una palabra al menos, un adiós siquiera…
Ella guardó silencio. Esperó, suplicó, esperó una vez más... Por último se alejó de la puerta gritando:
—¡Adiós, Carlota… adiós para siempre!
Llegó a las puertas de la ciudad; los guardias, que acostumbraban verlo, lo dejaron pasar. Caían menudos copos de nieve; él, no obstante, no volvió a la población sino una hora antes de la medianoche.
Cuando llegó a su casa, el criado observó que no traía su sombrero, pero no se aventuró a decirle nada. Le ayudó a desvestirse: toda la ropa estaba calada. Más tarde, encontraron el sombrero en un peñasco que destacaba sobre todos los de la montaña y que parece desgajarse sobre el valle. No se sabe cómo en una noche lluviosa y oscura pudo llegar a ese punto sin caer. Se acostó y durmió mucho tiempo; cuando el criado entró al cuarto al día siguiente para despertarlo, lo encontró escribiendo. Werther le pidió café, mismo que enseguida la sirvió.
Werther entonces agregó estos párrafos a la carta que había iniciado para Carlota:
“Esta vez es la última que abro los ojos; la última, ¡ay de mí! Ya no volverán a ver la luz del día. Estarán cubiertos por una niebla densa y oscura. ¡Sí, viste de luto, naturaleza! Tu hijo, tu amigo, tu amante se acerca a su término. ¡Ah, Carlota!, es una cosa que no se parece a nada y que sólo puede compararse con las percepciones confusas de un sueño, el decirse; ‘¡Esta mañana es la última!’ Carlota, apenas puedo entender el sentido de estas palabras: ‘¡La última!’ Yo, que ahora tengo la plenitud de mis fuerzas, mañana rígido e inerte estaré sobre la tierra. ¡Morir! ¿Qué es eso? Ya lo ves: los hombres soñamos siempre que hablamos de la muerte. He visto morir a mucha gente; pero somos tan pobres de mente que no sabemos nada del principio ni del fin de la vida. En este momento todavía soy mío... todavía soy tuyo, sí, tuyo, querida mía; y dentro de poco... ¡separados, aislados, quizá para siempre! ¡No, Carlota, no! ¿Cómo puedo dejar de ser? Existimos, sí. ¡Dejar de ser! ¿Qué significa esto? Es una frase más, un ruido que mi corazón no entiende. ¡Muerto, Carlota! ¡Cubierto en la tierra fría, en un rincón angosto y oscuro! Tuve yo cuando adolescente una amiga que era apoyo y consuelo de mi abandonada juventud. Murió y estuve con ella hasta la fosa, donde vi cuando bajaron el ataúd; oí el crujir de las cuerdas cuando las soltaron y cuando las recogieron. Luego arrojaron la primera palada y la fúnebre caja hizo un ruido sordo; después, más sordo; y después, aún más, hasta que quedó cubierta de tierra por completo. Caí al lado de la fosa, delirante, oprimido y con las entrañas despedazadas. Pero no supe nada de lo que me sucedió, de lo que me sucederá. ¡Muerte! ¡Tumba! No entiendo estos conceptos.“¡Oh! ¡Perdóname, perdóname! Ayer… aquel debió ser el último momento de mi vida. ¡Oh, ángel! Fue la primera vez, sí, que una alegría pura e infinita llenó mi ser.
“Me ama, me ama… Aún quema mis labios el fuego sagrado que emanaba de los suyos; todavía colman mi corazón estas delicias abrasadoras. ¡Perdóname, perdóname! Sabía que me amabas; lo sabía desde tus primeras miradas, aquellas miradas llenas de ti; lo sabía desde la primera vez que me diste la mano. Y, sin embargo, cuando me separaba de ti o veía a Alberto contigo, me atacaban las dudas.
“¿Recuerdas de las flores que me enviaste el día de esa enojosa reunión en que ni pudiste darme la mano ni decirme palabra alguna? Pasé de rodillas media noche frente a las flores, porque eran para mí el sello de tu amor; pero ¡ay!, estas impresiones se borraron como se borra paso a paso en el corazón del creyente el sentimiento de la gracia de que Dios le prodiga por medio de símbolos visibles. Todo perece, todo: pero ni la misma eternidad puede acabar con la candente vida que ayer tomé de tus labios y que siento en mi interior. ¡Me ama! Mis brazos la han estrechado; mi boca ha temblado, ha murmurado palabras de amor sobre la suya. ¡Es mía! ¡Eres mía! Sí, Carlota; mía para siempre. ¿Qué importa que Alberto sea tu esposo? No lo es más que para el mundo; para ese mundo que dice que amarte y querer arrancarte de los brazos de tu marido para cobijarte en los míos es pecado. ¡Pecado!, sea. Si lo es, ya lo expío. He saboreado ese pecado en sus delicias, en su éxtasis inconmensurable. He aspirado el bálsamo de la vida y con él he fortalecido mi alma. Desde este momento eres mía, ¡mía, Carlota! Voy delante de ti; voy a reunirme con mi padre, que también lo es de ti, Carlota; me quejaré y me consolará hasta que tú aparezcas. Entonces volaré a tu encuentro, te recibiré en mis brazos y nos uniremos en presencia del eterno, con un abrazo que no tendrá fin. No sueño ni deliro. Al borde del sepulcro brilla para mí la verdadera luz. ¡Volveremos a estar juntos! ¡Veremos a tu madre y le diremos todas las penas de mi corazón! ¡Tu madre! ¡Imagen tuya perfecta!”
A las 11 llamó Werther a su criado y le preguntó si había regresado Alberto; el criado dijo haberlo visto pasar en su caballo. Entonces le mandó una carta abierta que sólo contenía estas palabras:
“¿Me harías el favor de prestarme tu pistola: para un viaje que he planeado? Que estés bien. Adiós”.La pobre Carlota apenas había dormido la noche anterior. Su sangre pura, que hasta entonces había corrido por su venas en calma, se agitaba febril. Mil sensaciones distintas conmovían su noble corazón. ¿Era que le consumía el corazón el calor de las caricias de Werther o que estaba indignada de su atrevimiento? ¿Era que le mortificaba el comparar su situación con su vida pasada, con sus días de inocencia, sosiego y confianza? ¿Cómo presentarse ante su esposo? ¿Cómo confesarle una escena que ella misma no quería aceptar, por más que no tuviera nada de qué avergonzarse? Mucho tiempo hacía que marido y mujer no hablaban de Werther y justo ella debía romper el silencio para hacerle una confesión igual de penosa como inesperada. Temía que el solo anuncio de la visita de Werther fuera para Alberto motivo de mortificación. ¿Qué sucedería al saber todo lo ocurrido? ¿Podría esperar que juzgara las cosas sin pasión y las viera tal como se habían presentado? ¿Podría desear que leyera claramente en el fondo de su alma? Y, por otra parte, ¿cómo disimular ante un hombre para quien su pecho había sido siempre un transparente cristal y a quien ni había ocultado ni quería ocultar nunca el menor pensamiento? Estas reflexiones la abrumaban y la ponían en una cruel incertidumbre; siempre su pensamiento se dirigía a Werther, que la adoraba; hacia Werther, a quien no podía abandonar y a quien necesario era dejar. ¡Ah! ¡Qué vacío para ella!
Aunque la agitación de su espíritu no le permitiera ver con claridad la verdad de las cosas, comprendió que pesaba sobre ella la fatal desavenencia que apartaba a su marido y a Werther; dos hombres tan buenos y tan inteligentes que, iniciando por ligeras divergencias de sentimientos, había llegado a una mutua reserva y a una indiferencia glacial. Cada uno se encerraba en el círculo de su propio derecho y de los errores del otro. La tensión había aumentado por ambas partes, llegando a ser tal la situación que ya no podía resolverse sin violencia. Si una dichosa confianza los hubiera unido más en los primeros momentos; si la amistad y la indulgencia hubieran abierto sus almas a dulces expansiones, quizá se hubiera podido salvar el desgraciado joven. Una circunstancia particular aumentaba la perplejidad de Carlota. Werther, como leemos en sus cartas, no ocultó nunca su deseo de dejar el mundo. Alberto había combatido la idea muchas veces y a menudo había platicado sobre ella con su mujer. Impulsado por una instintiva repugnancia hacia el suicidio, Alberto había dado a entender a menudo, con una especie de ligereza de carácter, y hasta se había permitido una que otra burla sobre el asunto, haciendo así que su incredulidad se reflejara un tanto en Carlota. Esto la tranquilizaba un poco cuando en su ser aparecían siniestras imágenes; pero de la misma forma le impedía manifestar sus temores a su marido.
No tardó Alberto en llegar y ella salió a recibirlo con una solicitud no libre de vergüenza. Alberto parecía disgustado. No había podido terminar sus negocios por algunos problemas, relacionadas con el carácter intratable y minucioso del funcionario. El mal estado de los caminos había acabado de ponerle de mal humor. Preguntó lo que había sucedido en su ausencia y su mujer se apresuró a decirle que Werther había estado ahí la tarde del día anterior. Informado después de que en su cuarto tenía algunas cartas y paquetes que habían llevado para él, dejó sola a Carlota. La presencia del hombre por quien sentía tanto cariño y tanto respeto hizo una nueva revolución en su espíritu. El recuerdo de su generosidad, de su amor y de sus bondades, le regresó la calma. Sintió un secreto deseo de seguirle y con decisión hizo lo que muchas veces: ir a buscarlo a su cuarto. Le encontró abriendo y leyendo cartas; algunas parecían llenas de noticias desagradables. Le hizo varias preguntas al respecto y él contestó con excesiva brevedad, para después empezar a escribir. Durante una hora estuvieron callados, uno frente al otro. El humor de Carlota se oscurecía por momentos. Comprendía que aunque su marido estuviera del mejor ánimo, iba a verse apurada para explicar lo que sentía su corazón y cayó en un abatimiento que se profundizaba a medida que se esforzaba por ocultar y devorar sus lágrimas.
La llegado del criado de Werther aumentó su preocupación. Aquél entregó la carta de su amo y Alberto, después de leerla, se dio la vuelta, indiferente, hacia su mujer, diciéndole:
—Dale las pistolas.
Luego hacia el criado agregó:
—Di a tu amo que le deseo buen viaje.
Estas palabras tuvieron en Carlota el efecto de un rayo. Apenas pudo levantarse. Se dirigió lento a la pared, descolgó las armas y las limpió temblorosa. Estaba indecisa y hubiera tardado mucho en entregarlas al criado, si Alberto, con mirada inquisidora, no la hubiera forzado a obedecer.
Carlota entregó las pistolas sin poder decir una sola palabra. Cuando éste se retiró, Carlota volvió a tomar su labor y se fue a su habitación, presa de una gran turbación y con el corazón agitado por los presentimientos.Tan pronto quería ir y arrojarse a los pies de su esposo y confesarle lo sucedido, la turbación de su conciencia y sus terribles temores, como desistía de hacerlo, preguntándose de qué serviría el acto. ¿Podía esperar que su marido, en atención a sus súplicas, corriera de inmediato a casa de Werther?
La comida estaba en la mesa. Llegó una amiga de Carlota que sin otra cosa que la intención de verla y con temor a importunar, decidió retirarse. Carlota la hizo quedarse. Esto dio pie a una conversación que animó la comida y aunque esforzándose, se habló y se dio todo al olvido.
El criado de Werther llegó a casa con las pistolas y se las dios a su amo, quien las tomó con un tipo de placer cuando supo que venían de las manos de Carlota.
Ordenó que le llevaran pan y vino, y después de decir a su criado que fuera a comer, se puso a escribir:
“Han pasado por tus manos; tú misma las has desempolvado; tú las has tocado… y yo las beso ahora una y mil veces. ¡Ángel del cielo, tú apoyas mi decisión! Tú, Carlota, eres quien me entregas esta arma destructora; así recibiré la muerte de quien quería recibirla yo. Me he enterado por el criado de los pormenores! Temblabas al darle estas pistolas…, pero ni un ‘adiós’ me haces llegar. ¡Ay de mí!, ni un ‘adiós’. ¿Quizá el odio me ha cerrado tu corazón por aquel instante de embriaguez que me unió a ti para siempre? ¡Ah, Carlota!, el transcurso de los siglos no borrará aquella impresión; y tú, estoy seguro, no podrás aborrecer nunca a quien tanto te ha idolatrado”.
Después de comer envió al criado que acabara de empacar todo. Rompió muchos papeles. Salió a pagar algunas cuentas pendientes y regresó a casa. Más tarde, a pesar de la lluvia, salió de nuevo y fue al jardín del difunto conde de M., fuera del pueblo. Paseó mucho tiempo por los alrededores y regresó a su casa al anochecer. Entonces escribió:
“Guillermo: por última vez he visto los campos, el cielo y los bosques. También a ti doy el último adiós. Tú, madre, perdóname. Consuélala, Guillermo. Que Dios los llene de bendiciones. Todos mis asuntos quedan saldados. Adiós; nos volveremos a ver y entonces seremos más felices.
“Mal he pagado tu amistad, Alberto; pero sé que me perdonas. He turbado la paz de tu hogar; he introducido la desconfianza entre ustedes… Adiós, quiera el cielo que mi muerte te devuelva la felicidad. ¡Alberto!, haz feliz a ese ángel, para que la bendición de Dios descienda sobre ti”.Por la noche estuvo revolviendo sus papeles; rompió muchos, que lanzó al fuego, y cerró algunos pliegos dirigidos a Guillermo. El contenido de estos se reducía a breves disertaciones y pensamientos inconexos, de los cuales no conozco más que una parte. A eso de las 10 ordenó echar más leña al fuego y que le llevaran una botella de vino; después mandó a dormir a su criado. El cuarto de éste, como los de todos los que vivían en la casa, estaba muy lejos del de Werther.
El criado se acostó vestido para estar listo muy temprano, pues su amo le había dicho que los caballos de posta llegarían antes de las seis de la mañana.
Después de las 11
“Todo duerme a mi alrededor y mi alma está tranquila. Te doy las gracias, Dios, por haberme concedido en momento tan supremo resignación tan mayúscula. Me asomo a la ventana, amada mía, y distingo a través de las tempestuosas nubes unos luceros esparcidos en la inmensidad del cielo. ¡Ustedes no desaparecerán, astros inmortales! El eterno los lleva, lo mismo que a mí. Veo las estrellas de la Osa, que es mi constelación predilecta, porque de noche, cuando salía de tu casa, la tenía siempre enfrente. ¡Con qué delicia la he visto tantas veces! ¡Cuántas veces he levantado mis manos hacia ella para tomarla por testigo de la felicidad que entonces disfrutaba! ¡Oh, Carlota! ¿Qué hay en el mundo que no traiga tu recuerdo a mi mente? ¿No estás en todo lo que me rodea? ¿No te he robado, con la codicia de un niño, mil objetos sin importancia que habías santificado con tu toque?
“Tu retrato, muy querido para mí, te lo doy con la súplica de que lo conserves. He impreso en él mil millones de besos y lo he saludado mil veces al entrar en mi habitación y al salir de ella. Dejo una carta escrita para tu padre, en la que ruego proteja mi cadáver. Al final del cementerio, en la parte que da al campo, hay dos tilos, en cuya sombra deseo descansar. Esto puede hacer tu padre por su amigo y tengo la seguridad de que lo hará. Pídeselo tú también, Carlota. No pretendo que los piadosos cristianos dejen depositar el cuerpo de un desgraciado cerca de los suyos. Quisiera que mi sepultura estuviera a orillas de un camino o en un valle solitario, para que cuando el sacerdote o el levita pasen junto a ella, elevaran sus brazos al cielo, con una bendición, y para que el samaritano la regara con sus lágrimas. Carlota: no tiemblo al tomar el cáliz terrible y frío que me dará la embriaguez de la muerte. Me lo has entregado y no dudo. Así van a cumplirse todas las esperanzas y todos los deseos de mi vida, todos, sí, todos.
“Sereno y tranquilo tocaré la puerta de bronce del sepulcro. ¡Ah! ¡Si hubiera tenido la suerte de morir como sacrificio por ti! Con alegría y entusiasmo hubiera dejado este mundo, seguro de que mi muerte afianzaba tu descanso y la felicidad de toda tu vida. Pero, ¡ay!, sólo algunos seres con privilegios logran dar su vida por los que aman y ofrecerse en holocausto para centuplicar los goces de sus existencias amadas. Carlota: deseo que me entierren con el vestido que tengo puesto, pues tu lo has bendecido al tocarlo. La misma petición hago a tu padre. Mi alma se cierne sobre el féretro. Prohíbo que me registren los bolsillos. Llevo en uno aquel lazo de cinta rosa que tenías en el pecho el primer día que te vi, rodeada por tus niños… ¡Oh!, abrázalos mil veces y cuéntales la desgracia de su amigo. ¡Cómo los quiero! Aún los veo agitarse a mi alrededor. ¡Ay! ¡Cuánto te he amado, desde el momento primero de verte! Desde ese momento comprendí que llenarías vida… Haz que entierren el lazo conmigo... Me lo diste el día de mi cumpleaños y lo he guardado como una reliquia santa. ¡Ah! Nunca sospeché que aquel principio llevaría a este final. Ten calma, te lo suplico, no desesperes... Están cargadas… Oigo las 12… ¡Que sea lo que tenga que ser! Carlota… Carlota… ¡Adiós! ¡Adiós!
Un vecino vio el fogonazo y oyó la detonación; pero, como todo permaneció en calma, no averiguó qué había sucedido.
A las seis de la mañana del siguiente día entró el criado en la alcoba con una luz y vio a su amo tendido, bañado en sangre y con una pistola. Le llamó y no consiguió respuesta. Quiso levantarle y vio que todavía respiraba. Corrió a avisar al médico y a Alberto. Cuando Carlota oyó la puerta, un temblor convulsivo se apoderó de su cuerpo. Despertó a su marido y se levantaron. El criado, entre llantos y sollozos, les dio la fatal noticia; Carlota cayó desmayada a los pies de su esposo.
Cuando el médico llegó al lado del infeliz Werther, lo encontró en el suelo y sin salvación posible. El pulso latía, pero todas sus partes estaban paralizadas. La bala había entrado por arriba del ojo derecho, haciendo saltar los sesos. Le sangraron de un brazo; la sangre corrió. Todavía respiraba. Unas manchas de sangre que se veían en el respaldo de su silla demostraban que consumó el acto sentado frente a la mesa en que escribía y que en las convulsiones de la agonía había caído al suelo. Se encontraba boca arriba, cerca de la ventana, vestido y con zapatos, con frac azul y chaleco amarillo.
La gente de la casa de la vecindad y poco después todo el pueblo se movieron. Llegó Alberto. Habían colocado a Werther en su lecho, con la cabeza vendada. Su rostro tenía ya el sello de la muerte. No se movía, pero sus pulmones funcionaban aún de un modo espantoso. Unas veces, casi de forma imperceptible; otras, con ruidosa violencia. Se esperaba que en cualquier momento exhalara el último suspiro.
No había bebido más que un vaso de vino de la botella sobre la mesa. El libro de Emilia Galotti estaba abierto sobre el pupitre. La consternación de Alberto y la desesperación de Carlota eran inefables.
El anciano administrador llegó, alterado y conmovido. Abrazó al moribundo, bañándole el rostro con su llanto. Sus hijos mayores no tardaron en unírsele y se arrodillaron junto al lecho, besando las manos y la boca del herido y demostrando estar poseídos del más intenso dolor. El de más edad, que había sido siempre el favorito de Werther, se colgó del cuello de su amigo y permaneció abrazado hasta que expiró. Hubo que quitarlo a la fuerza. A las 12 del día Werther falleció.
La presencia del administrador y las medidas que tomó evitaron todo desorden. Hizo enterrar el cadáver por la noche, a las 11, en el sitio que había pedido Werther. El anciano y sus hijos fueron formando parte del cortejo fúnebre; Alberto no tuvo tanto valor.
Durante algún tiempo se temió por la vida de Carlota. Los jornaleros condujeron a Werther al lugar de su sepultura; no le acompañó sacerdote alguno.
FIN