Hace ya más de veinte años que la política territorial en España experimenta un grave déficit de legitimidad sin haber conseguido una respuesta satisfactoria, afirma en Nueva Revista [El federalismo en España: presente y futuro, 19/11/2024] el politólogo Josep M. Vàlles. Sigue abierto el debate sobre una de las cuestiones más controvertidas de la España contemporánea. Para algunos, la cuestión esencial de su existencia misma como comunidad política. A lo largo del debate, se han elaborado diagnósticos y se han avanzado propuestas. Entre ellas, la fórmula federal es invocada a veces como la salida más adecuada. No está claro, sin embargo, qué contenido se le da ni cómo se valora su viabilidad en las actuales condiciones de la sociedad española. Intentando responder a estas preguntas, elaboro en este artículo un incierto pronóstico sobre un futuro federal en España.
I. Los acuerdos constitucionales de 1978 diseñaron un sistema político que pretendía superar la accidentada trayectoria del Estado liberal en España. Las condiciones de la Transición obligaron a transacciones para sortear el riesgo de que la salida de la dictadura desembocara en un régimen al estilo turco de aquel momento: una competencia limitada entre algunos partidos bajo la tutela de las fuerzas armadas. En el momento constituyente y de entre todas las cuestiones a regular, el conflicto nacional-territorial fue el que más debate suscitó. Pese a los intentos por sofocarla durante los 40 años de dictadura, persistía una honda discrepancia entre quienes sostenían la tesis de España como nación-estado y quienes le otorgaban una composición plurinacional, con sus respectivas consecuencias jurídico-constitucionales. Se reprodujo entonces buena parte del debate constituyente republicano de 1931. En ambos procesos, la transacción resultante fue el rechazo a la fórmula federal y la previsión de un sistema de autonomía política para las comunidades que la reclamaran. La Constitución de 1978 incluía el reconocimiento de la existencia de unas innominadas «nacionalidades y regiones» (art. 2 CE) con derecho a la autonomía, con diferentes competencias y vías de acceso al autogobierno: una vía rápida para «los territorios (sic) que en el pasado (sic) hubieran plebiscitado afirmativamente estatutos de autonomía» (Disp. Transitoria 2ª) y una vía más lenta y gradual para las restantes (Título VIII).
Sin embargo, en la aplicación de tales disposiciones se fue desfigurando lo que parecía contener el pacto original: el reconocimiento de un estatuto político para las llamadas nacionalidades históricas y la concesión de una amplia descentralización administrativa para las demás regiones. Recurriendo a una creativa interpretación constitucional, se admitió en 1981 un acceso inmediato de Andalucía a la autonomía plena prevista en el art. 151 de la CE, sorteando imaginativamente algunos de sus requisitos legales. Lo confirmaron los pactos entre UCD y PSOE, que reinterpretaban de modo sustantivo las previsiones de la joven Constitución.
Con el episodio andaluz se ponía de manifiesto que las interpretaciones constitucionales sobre la estructura territorial del Estado estarían sometidas —al igual que otras de sus previsiones— a los intereses de los actores políticos y sociales. Sería la correlación de fuerzas entre estos actores la que acabaría determinando la evolución doctrinal e institucional de la política territorial. Concurrían en esta determinación los grandes partidos de ámbito estatal y los partidos representativos de los nacionalismos periféricos, pero también la alta administración del Estado y de la magistratura y los círculos académicos e intelectuales.
¿Con qué resultado? Veinte años después, se había producido una notable distribución territorial de poder en beneficio de las diecisiete comunidades autónomas, despertando en todas ellas un innegable dinamismo modernizador, desconocido en el Estado centralista tradicional. Con todo, la capacidad de acción política de las comunidades autónomas fue quedando cada vez más limitada por dos factores: una interpretación política y judicial de las atribuciones estatales progresivamente expansiva y un sistema de financiación que concedía a las comunidades una notable capacidad de ejecutar el gasto público, pero escaso margen para determinar sus ingresos.
II. Así pues, el relativo éxito del proceso descentralizador no evitó importantes desajustes e ineficiencias, dando lugar a críticas crecientes y contradictorias. Para unos, el proceso había ido demasiado lejos, al vaciar de contenido el núcleo central del Estado y privar de su posición eminente a quienes lo administraban tradicionalmente. Para otros, en cambio, el proceso no habría recorrido todo el camino previsto, defraudando las expectativas suscitadas como posible superación del conflicto histórico. Puede percibirse esta doble reacción en la confrontación entre las políticas del gobierno conservador de Aznar del año 2000, por un lado, y las iniciativas para la revisión estatutaria en el País Vasco y Cataluña (2000-2003), por otro.
Pese a lo persistente de esta confrontación y a la gravedad de sus episodios posteriores, que culminaron con la fallida declaración de independencia de Cataluña de 2017, ninguna iniciativa de evaluación y revisión del modelo territorial en su conjunto llegó a ser considerada en el ámbito político-institucional del Estado. Esta inacción empeoró una situación cada vez más difícil de gestionar mediante instrumentos concebidos un cuarto de siglo atrás.
No han faltado propuestas —de origen partidario o de origen académico— para abordar la cuestión en el ámbito institucional. Constan en documentos programáticos o electorales y en literatura especializada de carácter jurídico o politológico. En buena parte de este caudal teórico, aparece con frecuencia la alusión al federalismo como vía de salida para el irresuelto problema de la constitución territorial de España hasta el punto de que —en palabras de un destacado constitucionalista— puede hablarse de cierta «banalización» del término.
Entre estas referencias al federalismo, las ha habido de dos clases. Algunas afirman que el sistema actual es ya de hecho federal, aunque no haya adoptado esta denominación. Lo justificarían características compartidas por nuestro sistema con los Estados reconocidos como federales. En otros casos, en cambio, se señala lo contrario: el sistema no puede identificarse como federal, pero convendría que lo fuera, culminando el tránsito del modelo actual a un modelo propiamente federal como un destino predeterminado.
Pero ¿qué se entiende por federal? Conviene aclarar el concepto porque uno de los puntos débiles de ciertas propuestas federalistas o federalizantes es su poca precisión. Al igual que otras categorías políticas, lo federal carece del contorno exacto que exhiben las categorías de otros ámbitos del conocimiento. Con todo, y para ceñirnos a países de tradición liberal-democrática con estructura federal (Suiza, Estados Unidos, Canadá, Australia, Alemania), se identifican algunos rasgos básicos, aunque presenten variantes. Un sistema homologado como federal comporta en términos generales:
La unión pactada entre comunidades territoriales con personalidad política que se reconocen como iguales;
La coexistencia de un texto constitucional en cada una de las comunidades con un texto constitucional para la federación;
La determinación de las competencias que corresponden a dichas comunidades y las competencias cedidas a la federación;
La participación de todas las comunidades en la gestión de las competencias cedidas a la federación mediante la intervención en un senado o cámara representativa de todas ellas;
Una distribución de los recursos financieros entre la federación y las comunidades federadas y entre las comunidades federadas entre sí que permita gestionar efectivamente las competencias respectivas;
La atribución a las comunidades federadas de la capacidad legislativa, ejecutiva y jurisdiccional en las materias de su competencia;
La existencia de un tribunal o consejo encargado de dirimir los conflictos de competencias entre la federación y las comunidades federadas y de estas entre sí;
Finalmente, la atribución a las comunidades federadas del diseño y tutela sobre los gobiernos locales de sus respectivos territorios.
III. Esta descripción básica de una pauta federal común plantea cuatro cuestiones sobre la situación española y su hipotético futuro federal:
—¿Se ajusta el actual modelo territorial español a la pauta federal?
—Si no es así, ¿qué cambios debería experimentar para conseguirlo?
—¿Existe en la actualidad algún proyecto que proponga tales cambios?
—Finalmente, ¿es previsible que dichos cambios se produzcan a medio plazo?
En primer lugar, el actual modelo territorial español se encuentra muy lejos de lo que se admite generalmente como organización federal. Para señalar solamente carencias fundamentales, las comunidades autónomas no disponen de capacidad para participar en decisiones de política estatal. No podrían intervenir en la aprobación de una reforma de la constitución estatal en el caso de que se planteara. Tampoco elaboran su propia constitución, puesto que los actuales estatutos de autonomía se someten a enmienda, debate y aprobación del parlamento del Estado. Carecen asimismo de administración judicial propia y no disponen de capacidad fiscal que garantice su autosuficiencia. Por todo ello, puede calificarse el modelo español como Estado compuesto altamente descentralizado, pero no como federal.
Para llegar a serlo, serían necesaria una serie de amplias reformas constitucionales. ¿Existe actualmente algún proyecto o programa político que se proponga impulsar tales reformas? Es cierto que la crisis territorial iniciada con el siglo XXI y agudizada en esta última década ha suscitado planteamientos inclinados a transformar el Estado de las autonomías en un modelo asimilable al esquema federal. Lo han sugerido las formaciones políticas de izquierda y algunos sectores del socialismo español, especialmente, el PSC desde Cataluña. En estas aproximaciones se apuntan reformas parciales y, en particular, la conversión del Senado en una cámara de representación de las comunidades autónomas con atribuciones importantes en materias relativas al autogobierno y a su financiación.
Estas reformas parecen inspiradas por un federalismo light que recoge parcialmente ciertos rasgos federales, pero sin asumir plenamente la lógica de una estructura nacida de la libre voluntad de comunidades que se asocian y la diseñan de común acuerdo. Es un esquema que se establecería desde arriba y no a partir de iniciativas desde abajo, con la alta probabilidad de que este rasgo fundacional se consolidara en el funcionamiento posterior del sistema y no contrarrestara la deriva recentralizadora del actual Estado de las autonomías.
Adviértase además que la dinámica política de los sistemas federales no depende solo de una determinada arquitectura institucional: responde sobre todo a una cultura política común, imprescindible para que el aparato institucional funcione de acuerdo con los principios federales. Nacida de una experiencia histórica compartida por la mayoría social, se trata de una cultura política en la que una unión solidaria admite y respeta las diferencias con que cada comunidad federada ejerce sus poderes y sin que estas diferencias se interpreten sistemáticamente como un agravio a la igualdad entre ciudadanos.
IV. A partir de estas premisas, ¿se dan en España las condiciones para poner en marcha una reforma federal? ¿Cuenta la sociedad española con la cultura política que debería alimentarla? A primera vista, es bastante dudoso. Pero se arguye, a veces, que una transformación federalista o, al menos, moderadamente federalizante podría ser facilitada por la creciente complejidad de la política actual. En las sociedades avanzadas, es ineludible la articulación entre varios escenarios territoriales en los que se desarrolla cualquier política: la conexión entre lo global y lo local obliga a la distribución y coordinación de responsabilidades entre niveles de gobierno, incluso transcendiendo las previsiones jurídico-institucionales. Podría favorecerla también la lenta europeización de algunas políticas. Se ha puesto como ejemplo la gestión de la pandemia covid-19, que implicó la acción concertada de la OMS, la UE, los Estados y los gobiernos autonómicos, dando lugar a lo que se calificó como un ejercicio de «federalismo de los hechos». Pero parece muy difícil que esta reacción de emergencia a una crisis sanitaria global pueda ser trasladada fácilmente a otras políticas igualmente necesitadas de aquella concertación. Lo manifiestan, por ejemplo, los graves desajustes que afectan hoy a la política migratoria y a otras políticas sociales.
Por lo demás, esta eventual federalización espontánea se ve contrarrestada por otros factores sociopolíticos muy potentes.
—La mayoría de la ciudadanía española se siente satisfecha con el grado de autonomía conseguido por sus comunidades. Solo en tres de ellas es considerada insuficiente: Cataluña, País Vasco y Navarra. En otras cuatro, incluso la reputan excesiva: Castilla y León, Castilla-La Mancha, Cantabria y, significativamente, la comunidad de Madrid.
—La concentración de peso demográfico, político, financiero, socioeconómico y cultural en la capital del Estado y en su amplia área de influencia actúa como freno para un auténtico desarrollo federal porque dificulta la redistribución territorial del poder. Adviértase que las federaciones de tradición liberal democrática han evitado designar como capital federal a su ciudad más importante y lo han hecho en favor de poblaciones menores (Berna, Washington, Canberra, Ottawa).
—En las federaciones, las grandes formaciones políticas suelen organizarse de manera federal, a diferencia de los grandes partidos españoles —PP y PSOE— que siguen un funcionamiento centralizado y no federal: de modo explícito y formal en el primero y de facto en el segundo;
—Los sectores más activos de los nacionalismos periféricos vasco y catalán no suscriben las propuestas federalistas o recelan de ellas, al entenderlas como fórmula que ignoraría la personalidad política nacional de sus respectivas comunidades.
—La magistratura y los grandes cuerpos de la administración estatal que ocupan posiciones directivas en el actual sistema político-administrativo se resisten por definición a cualquier redistribución territorial de poder que vaya en detrimento de sus atribuciones;
—La potencia de la cultura y la lengua castellana hace que los grandes medios de comunicación y buena parte de los círculos intelectuales y académicos más influyentes destilen y difundan una visión de la sociedad española más homogénea que diversa y, con ello, más acorde con una gestión política unitaria que con una lógica de pluralidad federal.
Estos factores de carácter sociopolítico no son un estímulo favorable para acometer los grandes cambios constitucionales exigidos por un proyecto de transformación federal. Al contrario: disminuyen notablemente su probabilidad, teniendo en cuenta además la gran rigidez del procedimiento previsto en España para reformas constitucionales de cualquier clase.
Fórmulas imaginativas. Con todo, reconocer las escasas probabilidades de una reforma federal no significa admitir que la actual situación sea sostenible. Pese a que en el último año se hayan atenuado, las tensiones que provoca pueden extremarse de nuevo si no se encauzan mediante la negociación política. A este respecto, y como señalé más arriba, el tratamiento del caso andaluz o de la excepción navarra demuestran que la política nacional-territorial no es únicamente determinada —como lo son otras políticas sectoriales— por las disposiciones legales en vigor, sino también por la correlación de fuerzas entre los actores políticos y sociales. En función de sus intereses, podrían recurrir de nuevo a la imaginación jurídica para revisar la interpretación constitucional del modelo territorial y redefinirlo sobre otras bases. Así se hizo para Andalucía y Navarra en 1981, pero no se consiguió para Cataluña en 2010.
En el momento actual, sería imprudente ignorar que han sido Cataluña y el País Vasco las comunidades desde donde más se ha reivindicado la rectificación del modelo vigente. Ello hace inevitable un tratamiento bilateral del asunto y una diferenciación en su tratamiento, sin que tal cosa signifique abandonar una negociación multilateral con las demás comunidades. No es un ejercicio fácil, pero es el único que puede hacer aceptable un nuevo equilibrio en las relaciones territoriales.
En teoría, pues, nada excluye que se dé en el futuro una reinterpretación creativa del texto constitucional como consecuencia de cambios profundos en el panorama de actores y de sus intereses. Tal vez avanzando en el reconocimiento de la desigual demanda de más autogobierno, en el diseño de un sistema de financiación pública más equilibrado entre Estado y comunidades, y en una mejor garantía para el ejercicio de las respectivas competencias. En todo caso, quienes deseen orientar tales cambios hacia un modelo federal deberían manejar la etiqueta federal con mayor rigor y no de forma imprecisa y más bien táctica. Hacerlo así aumenta la confusión en un debate tan complejo, disminuye la posibilidad de acuerdos y alejaría todavía más la perspectiva de una modesta federalización.