Amin Maalouf, escritor francolibanés y miembro de la Academia Francesa desde 2011, demuestra su gran conocimiento de la historia al analizar el complejo escenario internacional de nuestros días, escribe en Revista de Libros [Errores y decepciones de las grandes potencias, 25/09/2024] el escritor y ensayista Antonio R. Rubio Plo. En 2019 obtuvo el Premio Aujourd’hui de geopolítica por su ensayo El naufragio de las civilizaciones. En su último libro, El laberinto de los extraviados. Occidente y sus adversarios, prosigue con su esfuerzo por analizar los hechos históricos recientes para entender una situación internacional extremadamente incierta y volátil. Es un retorno a los orígenes del enfrentamiento entre Occidente y sus principales adversarios, representados por Rusia y China.
La historia reciente explica la actualidad. El Premio Príncipe de Asturias, otorgado a Amin Maalouf en 2010, reconoció su labor de construcción de puentes entre Oriente y Occidente. Su condición de árabe cristiano es fundamental para entender sus novelas y ensayos. Es un hombre que admira la cultura francesa y occidental, y en particular los valores de la Ilustración. En su libro Un sillón que mira al Sena (2016), y en su discurso de ingreso en la Academia Francesa, de la que es secretario perpetuo desde 2023, Maalouf se refiere la Ilustración como una época que le inspira profundamente, valorando su contribución a la razón, la libertad, y al progreso. Sin embargo, y aquí radica el interés de este libro, nuestro autor no se adhiere incondicionalmente al «bando occidental». Ser libanés, árabe y cristiano le ayuda a perfilar los necesarios matices a la hora de exponer sus ideas. Esos matices le sirven para subrayar que la humanidad no debería tener una potencia hegemónica. Ese tipo de potencias pueden ser portadoras de los más nobles principios, pero la historia demuestra que no están exentas de ser arrogantes, depredadoras o tiránicas. Yo mismo conozco a personas que quieren convencerse de que la hegemonía de Washington debería ser sustituida por la de Pekín o Moscú, o por una combinación de ambas. Creen ver en Rusia una «potencia cristiana» y en China una «potencia benevolente» que inunda de créditos e inversiones a países en apuros económicos y sociales. Otros, en cambio, siguen viendo en Estados Unidos la única y última esperanza de Occidente.
El laberinto de los extraviados es un buen título para describir la situación de las grandes potencias actuales. Todas ellas, especialmente Rusia y China, pronuncian discursos triunfalistas, de evocación de supuestas glorias pasadas, de recuperación de la grandeza perdida… Los que practican estos ejercicios de voluntarismo deberían recuperar la memoria de su historia reciente, en vez de dejarse llevar por ese determinismo ciego de supuestos ciclos históricos de decadencia y esplendor. El libro de Maalouf es al respecto un buen manual de repaso, y estas consideraciones son aplicables también a Estados Unidos, sobre todo si llega al poder una segunda Administración Trump. Pero, además, es una llamada de atención que Maalouf se ocupe en su libro de Japón, que a partir de la era Meiji, iniciada en 1868, parecía destinado a cambiar el destino de Asia y del mundo. Sin embargo, en menos de un siglo dejó de ser un modelo para las naciones no occidentales y experimentó una humillante derrota.
Japón: la gran decepción asiática. Tsushima es la gran batalla naval entre rusos y japoneses de 1904, cuyo eco resonó en todo el mundo, sobre todo en los territorios colonizados por las potencias occidentales. Por parte rusa, fueron hundidos 21 buques, 7 fueron capturados y 6 quedaron inutilizados. Las pérdidas humanas fueron de 5000 muertos y 6000 prisioneros. La flota rusa del Báltico fue destrozada por los japoneses. A lo largo del Asia de entonces muchos se alegraron porque una potencia asiática pudiera vencer a una potencia europea. Es cierto que el vencido era el agónico Imperio zarista, pero hubo chinos e indios, entre otros asiáticos, que quisieron creer que un día llegaría el turno de los británicos y de otros europeos occidentales. Maalouf cuenta incluso la anécdota de que el escritor iraquí Maruf Al Rusafi (1875-1945), un nacionalista crítico con las dominaciones otomana y británica, escribió un poema a la batalla de Tsushima. Además, en 1904 el escritor egipcio Mustafá Kamil (1874-1908) publicó El sol naciente, una obra en la que Japón es tomado como modelo para las reformas que necesitaba el Egipto sometido a los británicos. Además, los musulmanes de la actual Indonesia, colonizada por los holandeses, quisieron en ver en Japón el líder de un gran movimiento panasiático. A esto habría que añadir que Japón fue idealizado por la revolución persa de 1905, que dio lugar a una constitución y a un parlamento; por el movimiento de los Jóvenes Turcos, que en 1908 derrocó al sultán Abdul Hamid II; o por la república china, proclamada oficialmente en 1912.
Pero la victoria de Tsushima no habría sido posible sin la apertura al exterior de Japón gracias a la era Meiji, promovida por el emperador Mutsuhito (1867-1912) y precedida de la apertura forzosa de los puertos al comercio norteamericano por la acción del comodoro Matthew Perry en 1853. Japón se lanzó entonces a la imitación europea sin querer abandonar su propia identidad, aunque desgraciadamente esa imitación no se ciñó solo a los aspectos técnicos, sino que también pasó por la expansión militar. Su rápida conversión al militarismo permitió a los japoneses derrotar, primero a los chinos, en la guerra de 1894-95, y luego a los rusos en 1904. Si algunos pueblos asiáticos pensaron que Japón iba a hacer realidad la consigna de «Asia para los asiáticos», pronto tuvieron la oportunidad de desengañarse. Los primeros en hacerlo fueron los chinos, que en la conferencia de Versalles (1919) presenciaron impotentes cómo los japoneses se anexionaban no solo las colonias alemanas en el Pacífico sino también las concesiones que tenía Berlín en la península de Shandong. Este fue el punto de partida para la expansión militar japonesa en China que llevó a la conquista de Manchuria en 1931 y a una segunda guerra chino-japonesa en 1937. El prestigio que entonces tenían las conquistas militares y la necesidad de materias primas para el archipiélago nipón cegaron a los militares japoneses, que irreflexivamente entraron en guerra con Estados Unidos tras el ataque a Pearl Harbor (1941). Las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki cerraron esta trágica etapa en la historia japonesa.
Sorprendentemente, y con la colaboración del antiguo enemigo estadounidense, Japón renació de sus cenizas y enarboló las banderas del pacifismo y del desarrollo económico que, en pocas décadas, lo convirtieron en la tercera potencia económica mundial. Tanto es así que en el espejo del nuevo Japón se miraron la Corea del general Park Chung Hee, que transformó un país agrario en una economía dinámica, y la China de Deng Xiaoping, que visitó Japón en 1978, antes de poner en marcha sus reformas económicas. Para entonces, los japoneses ya habían abandonado cualquier veleidad panasiática. El testigo sería recogido por la China actual, pero resulta evidente que su credibilidad es escasa. Sus vecinos no olvidan las lecciones de la historia y miran al gigante asiático con desconfianza.
Rusia: ascensión y caída del régimen soviético. El voluntarismo leninista transformó el Imperio ruso en la URSS, lo que supuso un nuevo papel para Rusia en el mundo: propagar una revolución mundial y presentarse como el «paraíso de los trabajadores». La Tercera Internacional, fundada en 1919, fomentó la creación de los partidos comunistas en todo el mundo. Llegó a los sitios más dispares, desde China hasta Líbano. Uno de los fundadores del partido libanés, Joseph Berger, sería consultado por Maaluf en su juventud para un trabajo de investigación.
Sin embargo, tras la muerte de Lenin se impuso el estalinismo, perseguidor implacable de los comunistas disidentes nacionales y extranjeros. Stalin no dudó en aliarse con Hitler en 1939 ni en disolver la Tercera Internacional en 1943 cuando se pasó al bando de los aliados. Pese a la desestalinización, la URSS siguió gozando de prestigio en numerosos países del Tercer Mundo por su mensaje antiimperialista, aunque los comunistas locales fueran perseguidos en algunos lugares, como en el Egipto de Nasser. A esto se unió la ruptura entre los dos grandes países comunistas, la URSS y China, lo que no dejaba de ser una cuestión de nacionalismos, pues los chinos no querían ser vasallos de los rusos como en los humillantes tratados del siglo XIX.
Las décadas de 1970 y 1980 mostraron abiertamente las disfunciones del sistema soviético con pésimos resultados económicos, pese a la falsificación de los datos oficiales, y una burocracia y un centralismo desmesurados. Con Gorbachov, se produjo un intento demasiado tardío de reforma del sistema, en el que los nacionalismos de las distintas repúblicas prevalecieron sobre todo lo demás. Tal y como subraya Maalouf, la «patria de los trabajadores» fue incapaz de cumplir las esperanzas despertadas en todos los continentes.
China: comunismo y modernización. Amin Maalouf describe la progresiva apertura de China al exterior, en la que desempeñaron un papel destacado los británicos con las guerras del opio y otras intervenciones armadas de los países occidentales, aunque también se produjeron revueltas como la Rebelión de Taiping o el levantamiento de los boxers. La reacción fue, no obstante, una China más encerrada en sí misma, con la excepción del breve y fracasado período reformista del emperador Guangxu, los Cien Días, entre junio y septiembre de 1898. Esta etapa finaliza con la proclamación de la república en 1912, en la que Sun Yat-sen, considerado el padre de la «nación china», tuvo un papel preeminente. Tras su muerte en 1925, es el nacionalista Chiang Kai-shek, el nuevo «hombre fuerte» de China, quien tendría que hacer frente a la invasión japonesa, aunque sus prioridades pasaban por la derrota de los comunistas, encabezados por Mao Zedong. Sin embargo, llegó un momento en que nacionalistas y comunistas tuvieron que unir sus fuerzas contra el enemigo común.
El autor destaca la habilidad de Mao al terminar la guerra en 1945, que deja las grandes ciudades en manos de Chiang, en un momento en que el país vive una situación de caos, expolios y saqueos. Mao, por tanto, no asume la responsabilidad y la guerra civil será la crónica de la huida y las deserciones de las fuerzas nacionalistas, que finalmente se refugian en Taiwán. En 1949 se proclama la República Popular China y a este hecho siguen casi tres décadas de maoísmo, con sucesos tan calamitosos como el Gran Salto Adelante y la Revolución cultural. Pese a todo, Maalouf subraya que Mao no era Stalin y no realizó unas «purgas» similares a las del líder soviético. Esto explica que Deng Xiaoping, el futuro líder reformista, pudiera salvar su vida. Desde 1978, Deng llevará a cabo un programa de ambiciosas reformas económicas, aunque tuvo mucho cuidado de no emprender un proceso de desmaoización, pues tenía en cuenta la experiencia de la URSS. No quiso poner en peligro el régimen y actuó con mano dura en la plaza de Tiananmén en 1989, pero los progresos económicos continuaron en la década siguiente.
Amin Maalouf lamenta que la China de Xi Jinping se haya apartado del legado de Deng Xiaoping, quien habría visto con buenos ojos el «sueño chino» de Xi, que prevé que en 2049 será la primera potencia mundial. Deng recomendaba la discreción y el no asustar a los vecinos de China que tenderían a alejarse del gigante asiático. La China de Xi se parece un tanto a la del período maoísta, con el riesgo de un enfrentamiento con Occidente que parece inevitable. El autor confía, no obstante, en que se imponga la sensatez, y unos y otros sean disuadidos de encaminarse hacia el abismo.
Estados Unidos: las contradicciones de la ciudadela de Occidente. Este capítulo es una excelente síntesis de la historia estadounidense en la que Maalouf hace especial énfasis en la Guerra de Secesión (1861-1865). Este conflicto tuvo, en apariencia, un vencedor, el presidente Lincoln, quien consiguió abolir la esclavitud. Sin embargo, han pasado 160 años y el problema racial persiste en Estados Unidos y condiciona su futuro. El supremacismo blanco sigue vigente, y ha evolucionado. Por un vuelco de la historia, ha pasado de ser defendido por el Partido Demócrata en sus feudos del sur a ser uno de los rasgos predominantes del Partido Republicano, el partido de Lincoln.
El autor resalta la contradicción en la vida y la presidencia de Thomas Woodrow Wilson (1913-1921). El salvador de Europa en la Primera Guerra Mundial, el inspirador de la Sociedad de Naciones o el padre de la libre determinación de los pueblos era al mismo tiempo un demócrata del sur y por citar una anécdota, recogida por Maalouf, asistió a la proyección en la Casa Blanca de El nacimiento de una nación (1915) de D. W. Griffith, aquella apología de la Confederación que coincidía con la tesis presidenciales de su libro A History of American People, donde llegó a escribir que la posguerra «colocó a los hombres blancos del sur bajo la gravosa autoridad de gobiernos apoyados por negros ignorantes». Los indios, chinos, egipcios, vietnamitas, coreanos o etíopes, que leyeron los 14 puntos de Wilson, no leyeron este pasaje. Se quedaron con la proclama de la libre determinación de los pueblos y no advirtieron que, en la práctica, solo estaba pensada para los pueblos de Europa central y oriental. Los que asistieron en 1919 a la conferencia de Versalles o intentaron, en vano, entrevistarse con el presidente Wilson, como el nacionalista egipcio Saad Zaghloul, se llevaron una profunda decepción. Estados Unidos no solo iba a cuestionar el colonialismo europeo, sino que apoyaría su continuidad en los mandatos de la Sociedad de Naciones, la organización en la que finalmente los norteamericanos no ingresaron.
Tras la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos no quiso repetir los errores del pasado y, ante la perspectiva de la guerra fría con la URSS, promovió el Plan Marshall y la OTAN, sus modelos en un mundo bipolar. Finalmente, funcionó la estrategia de la contención, atribuida al diplomático George F. Kennan, y el sistema soviético se hundió por sí solo. Sin embargo, Amin Maalouf resalta las contradicciones norteamericanas en sus relaciones con los países del llamado «Tercer Mundo». En el caso del golpe de estado de 1953 en Irán contra el primer ministro Mossadeq, Washington creyó la versión británica de que el político iraní era una marioneta de los comunistas, cuando en realidad el Reino Unido estaba defendiendo sus amenazados intereses petroleros. Otra contradicción más reciente fue el apoyo a los yihadistas afganos contra la ocupación soviética en la década de 1980. Es sabido que al cabo de los años esa ayuda se volvió contra los estadounidenses. El error ha vuelto a repetirse en 2021 con la apresurada retirada de Afganistán, iniciada por Trump y completada por Biden.
Amin Maalouf reprocha a Estados Unidos su excesiva confianza en ellos mismos y asegura que el sentimiento de considerarse invencibles puede tener consecuencias desastrosas. Considera que su incompetencia ha dejado pasar muchas oportunidades en las relaciones con el resto del mundo, y lanza esta certera observación: «Seguramente la población local no les importaba lo suficiente para intentar modernizarla de verdad ni tomarse en serio su real anhelo de democracia».
Epílogo: un mundo atrapado en su laberinto. El laberinto de los extraviados es a la vez un libro de historia y de geopolítica. No es, desde luego, la geopolítica de André Siegfried, uno de los antecesores de Maalouf en el sillón 29.º de la Academia Francesa, mencionado en su libro Un sillón que mira al Sena. Siegfried creía que el nacionalismo imperialista del siglo XIX era, en realidad, internacionalista y liberal. En cambio, hoy vemos cómo las oleadas nacionalistas, sobre todo las de las grandes potencias, cuestionan el orden internacionalista y liberal que pareció imponerse tras el final de la guerra fría.
Hay quien alimenta la idea de que el declive de Occidente es irreversible y de que serán China, Rusia y sus socios, que no aliados, en el llamado Sur Global los que escribirán la historia del siglo XXI. Sin embargo, Maalouf hace esta atinada reflexión: «Por mi observación de la Historia he aprendido que quienes basan sus conductas en un odio sistemático a Occidente suelen derivar en la barbarie, hacia la regresión, y acaban por atrofiarse y autocastigarse». Cuestiona también nuestro autor, pues lo ha vivido en su Líbano natal, la simbiosis hecha por algunos entre identidad y religión, y alaba a los pueblos de Asia Oriental, porque en ellos coexisten pacíficamente distintas religiones.
En este epílogo se destaca además que los adversarios de Occidente, nacionalismos del siglo XXI, como Rusia y China, ya no enarbolan la bandera de la revolución como en el siglo XX, sino que reclaman ser representantes del bando del orden, del conservadurismo político, social e intelectual. El autor pone un ejemplo incuestionable: ninguno de estos dos países prestó ayuda a las revoluciones de la primavera árabe de 2011. Rusia, incluso, intervino militarmente para apuntalar el régimen sirio de Bashar al Asad. A esto cabe añadir que la guerra de Ucrania hundirá más a Rusia, según el autor, en «su callejón sin salida histórico». Cabría añadir que unas conquistas territoriales y la división de un país no realzarán el prestigio de Rusia más allá del consumo interno de una parte de su opinión pública.
Amin Maalouf opina que no es improbable que Occidente salga vencedor en esta segunda guerra fría, pero debería aprender de sus experiencias, porque el futuro no pasa por repetir las mismas tragedias con otros actores. Hay medios para cooperar entre las potencias en los desafíos que amenazan al mundo, entre ellos el cambio climático, la inteligencia artificial y las pandemias. Hay que buscar formas de cooperación para salir del laberinto, pero el primer paso, quizás el más difícil, pasa por reconocer que nos hemos extraviado. Antonio Rubio Plo es escritor. Este artículo es una reseña del libro El laberinto de los extraviados. Occidente y sus adversarios, de Amin Maalouf (Alianza Editorial, Madrid, 2024).