“Así como un arquitecto, antes de construir un edificio, observa y sondea el suelo para ver si puede sostener su peso, así también un legislador sabio no empieza por redactar leyes buenas en sí mismas, sino que examina antes si el pueblo al cual las destina está en condiciones de soportarlas. Por este motivo Platón no quiso dar leyes a los Arcadios y a los Cirenios, porque sabía que estos dos pueblos eran ricos y que no podían sufrir la igualdad. Por este mismo motivo hubo en Creta buenas leyes y hombres perversos, pues el pueblo que Minos había disciplinado era un pueblo cargado de vicios.
Han florecido sobre la tierra mil naciones que jamás habrían podido soportar jamás buenas leyes y aun aquellas que hubieran podido hacerlo sólo han tenido, en todo el tiempo de su duración, un espacio muy corto para ello. Casi todos los pueblos, lo mismo que los hombres, sólo son dóciles en su juventud y se hacen incorregibles a medida que van envejeciendo. Cuando las costumbres están ya establecidas y las preocupaciones arraigadas, es empresa peligrosa e inútil querer reformarlas. El pueblo, semejante a esos enfermos estúpidos y sin valor que tiemblan en presencia del médico, no puede soportar que se toquen sus males para destruirlos.
No quiero decir con esto que, así como algunas enfermedades trastornan la cabeza de los hombres y les quitan la memoria de lo pasado, no haya también, a veces, en la vida de los Estados épocas violentas en las cuales las revoluciones producen en los pueblos lo que ciertas crisis en los individuos: épocas en que el horror a lo pasado sirve de olvido y en las que el Estado, incendiado por las guerras civiles, renace, por decirlo así, de sus cenizas y recobra el vigor de la juventud al salir de los brazos de la muerte. Así se mostró Esparta en tiempos de Licurgo; así se mostró Roma después de los Tarquinos, y así han sido entre nosotros Holanda y Suiza después de la expulsión de los tiranos.
Pero estos acontecimientos son raros. Son excepciones cuya razón se encuentra siempre en la constitución particular del Estado exceptuado. Ni pueden suceder dos veces en el mismo pueblo pues éste puede hacerse libre mientras se halla en Estado de barbarie, pero ya no puede liberarse cuando el resorte civil se ha gastado. En este caso, los desórdenes pueden destruirlo, sin que las revoluciones sean capaces de regenerarlo, y tan pronto como se rompen sus cadenas, se desquicia y deja de existir. Estos pueblos necesitan un amo, no un libertador. Pueblos libres, acordaos de esta máxima: “La libertad puede adquirirse, pero no recobrarse“.
Fragmento de “El contrato social”, de Jean-Jacques Rousseau. Capítulo VIII. Edición Original 1762