Oriente Próximo está muy lejos. A juzgar por las acciones de los gobiernos europeos, no parece que la sangre derramada ahí nos salpique, afirma en la revista Ethic [El secuestro de Europa, 21/10/2024] el politólogo Víctor Lapuente. También África parece distante, a pesar de que apenas nos separa una lengua de mar. Se hunden cayucos frente a las costas canarias y los políticos europeos, en lugar de cooperar solidariamente en ayudar y asistir, compiten sobre quién es más duro contra la inmigración ilegal.
Las lágrimas de los migrantes naufragados son gotas en un océano de indiferencia. Es difícil imaginar gente con mayor ilusión por la vida que aquellos y aquellas que cogen sus escasas pertenencias para subirse a una barca precaria, capitaneada por mafiosos sin escrúpulos, para emprender la ruta marítima más mortífera del mundo. Y es casi imposible figurarse destino más cruel que morir en esas aguas sin, como ocurre a menudo, tan siquiera dejar un cuerpo al que dar descanso y al que los tuyos puedan honrar un día. Los muertos sin cadáver son la imagen de la tragedia silente más grave de nuestro tiempo.
Pero la mayoría de representantes políticos europeos, descontando algunos gestos y acciones encomiables, sobre todo en los pueblos costeros griegos, italianos o españoles en contacto directo con el drama, han decidido poner sus esfuerzos en granjear el apoyo de los votantes potencialmente más intolerantes hacia la inmigración. Al principio, fueron solo los partidos de extrema derecha, pero luego le siguieron las formaciones de la derecha tradicional, pero también algunos socialdemócratas. Y ahora hasta tenemos un partido de extrema izquierda con tintes xenófobos que va al alza en las encuestas en Alemania. Se ha generalizado la percepción, como en EE.UU., de que los inmigrantes nos están invadiendo y, frente a esa (falsa) amenaza poco puede hacer la (verdadera) tragedia: la muerte en masa de quienes quieren venir a ganarse el pan aquí.
En el extremo oriental del continente, los truenos de los imprecisos cohetes de las milicias chiíes y de las precisas bombas israelíes ahogan los llantos de los civiles en Beirut, el sur del Líbano o Gaza y cualquier rincón donde los cazas y los satélites y drones geolocalizan un objetivo militar, una infraestructura o un comandante militar, aunque esté rodeado de inocentes. Tampoco aquí hay respuesta coherente y contundente de la UE, a pesar de las palabras, por lo general acertadas del Alto Representante Josep Borrell quien, en los estertores de su mandato, mantiene un compromiso ético encomiable.
Pero Europa continúa la construcción de muros. De dos tipos. Por un lado, con el ímpetu de la ultraderecha estamos erigiendo una auténtica fortaleza europea, que limita crecientemente el acceso tanto a las personas como a los bienes de fuera. Lejos quedan los años de la globalización donde, además de unas políticas más aperturistas, teníamos también unos discursos más aperturistas. Ahora, el foco se pone en la protección. Y eso dificulta el crecimiento tanto económico como social o incluso cultural. Como es conocido en biología, cuando los organismos priorizan defenderse, no crecen.
Por otro lado, junto a esos muros reales frente al mundo exterior, los europeos estamos levantando otros ficticios, entre nosotros. Entre las tribus políticas en las que se divide cada país. Son muros por diferencias que, miradas con perspectiva, son mayormente ridículas. Por ejemplo, en España tanto los unos como los otros argumentan que el futuro de la democracia depende de si una audiencia provincial archiva o delimita la causa abierta por un juez de instrucción contra la esposa del presidente o si el tribunal supremo rechaza la amnistía por malversación a los responsables del procés. En comparación con los problemas que retumban en el exterior de la fortaleza europea, estas son cuitas minúsculas, motas de polvo en el universo de los problemas humanos.
Y esa es, la tragedia de fondo de Europa: construimos muros ficticios entre nosotros y muros reales frente al resto del mundo. Nos peleamos por lo irrelevante, embriagados de polarización, y nos aislamos tanto de los grandes problemas que nos rodean como de los que realmente tenemos en casa. Intoxicados del discurso tribal del odio, no somos capaces de distinguir lo importante de lo trivial. El moderno rapto de Europa es que nos hemos secuestrado a nosotros mismos. Víctor Lapuente es politólogo.