Como una no es tan mala madre, tiene por costumbre bañar a su progenie. Lo que implica que en algún momento de la tarde, hay niños que se quedan solos mientras la que suscribe se mete en el baño con el tercero en discordia dejando a los otros dos completamente a su aire.
Esto me recuerda al juego ese en el que ovejas y lobos tienen que cruzar un río en barcas, pero el lobo no puede quedarse solo en ningún momento con las ovejas porque se las comería. Y así puedes tirarte un rato hasta que ovejas y lobos están a salvo en la otra orilla. Que digo yo que lo único que se consigue es un poco más de tiempo para las ovejas, pues dudo mucho que el lobo no se las zampe nada más llegar a la otra orilla.
Pero a lo que iba. Si uno de los que se queda solo es el Peque, el riesgo de que pase algo es muy reducido. Ahora bien, si los que se quedan sin vigilancia son los mayores, entonces puede pasar cualquier cosa. Hace dos días…
A veces pienso que el Peque se lleva casi siempre la peor parte. Es él quien tiene que acoplarse al horario de los otros dos (ya sea comiendo antes o despertándose de su plácida siesta). La hora del baño, que en principio debería ser tranquila, no lo es en absoluto. Pues con el temor de la que se estará liando en el salón, baño al Peque rauda y veloz y con los dedos de los pies cruzados.
Mientras le enjabono a toda prisa, oigo risas nerviosas que no presagian nada bueno. Mis peores miedos toman forma cuando, en plena embadurnación de crema del Peque (pedorreta en la tripita incluida), oigo una patada a algo blando seguida de un clink y rematada por un chirriar metálico… mi primer pensamiento es para la lámpara del salón. No he oído un pum ni un crash, así que me consuelo pensando en que probablemente no haya nada roto.
Llego al salón todo lo que el Peque, mis pies y mi temor a que se me caiga de los brazos me permiten. Veo en la cara de mis hijos una mezcla de asombro, risa floja y mirada de sí, mamá, algo hemos hecho… pero no te vamos a decir qué. Acomodo al Peque y, siguiendo mis instintos y guiándome por el ruido oído minutos antes, miro a la lámpara del salón.
Y ahí está la prueba del delito. La pelota de tela con la que juega el Peque está encima de la lámpara. Sé que no la han dejado ahí delicadamente. Lo que también sería preocupante, pues significaría que se habían subido encima de la mesa. Pero aún así, no llegarían. Así que descarto la idea. Recuerdo aquello que sonaba como una patada a algo blandito… blandito… la pelota. Ya sé cómo ha llegado hasta allí.
Me giro hacia mis hijos. Les miro. Sus miradas de nos ha pillado son para enmarcarlas. Intentando no gritar, les pregunto que quién ha sido. Segundos de silencio. Empiezo a notar el grito subiendo por mi garganta. Y entonces, como si lo hubieran ensayado, ambos contestan al unísono: “¡¡¡ha sido él!!!”, con dedo acusador hacia su hermano incluido.
Me acuerdo del episodio del ordenador y de la tele. Si algo he aprendido de aquello es que poco importa quién lanzó la pelota. Si fue lanzada es porque estaban jugando con ella los dos.
CONTRAS:
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En estos casos siempre me encuentro ante la disyuntiva de si regañarles o castigarles a los dos, pagando el justo por el pecador, o dejarlo pasar, yéndose de rositas el autor de la hazaña.
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El manido yo no he sido es un bucle infinito del que no se puede salir. Se acusan el uno al otro. Uno miente seguro, está claro, pero no hay manera de saber quién.
PROS:
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Llegados a este punto, ya me da igual quién lanzó la pelota. Ambos estaban jugando a algo que no debían. El Tripadre y yo les hemos repetido hasta la saciedad que en casa no se lanzan cosas (ni con la mano ni con el pie). Y ambos han ignorado esta norma. Así que opto por regañarles a los dos, haciendo hincapié en lo peligroso que es ese juego, que se pueden romper cosas que pueden dañarles a ellos. Por ejemplo, ¿qué pasaría si la lámpara se hubiera descolgado del techo y les hubiera caído encima?
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Les miro fijamente intentando memorizar sus caras de culpa. Quien sabe, puede que un día no muy lejano, cuando lleguen de madrugada con unas copas de más, me venga bien saber si han hecho algo que no debieran con sólo mirarles a la cara.
Mientras escribo esto, me asalta una duda. No sé si es mejor que se acusen el uno al otro o que se tapen entre sí. Para hacer honor a la verdad, después de acusarse mutuamente, el argumento del discurso cambió y dejó de centrarse en el ha sido él para ser mamá, de verdad que yo no he sido. Miedo me da cuando se les una el Peque también.