En este post, descubrimos Delfos, que era para los antiguos griegos el centro del mundo, aunque hacemos paradas gracias a la comodidad de hacerlo en un tour organizado. Se trató de una excursión desde Atenas junto a Meteora, dedicándole a Delfos un día.
Estamos circunvalando Patras, una de las mayores ciudades de Grecia. Capital de hecho del Peloponeso y puerta de comunicación marítima con todo el Mediterráneo occidental. Se esconde justo al norte de la península sureña, dando la espalda a las montañas costeras y mirando hacia la Grecia central, al otro lado del agua, de la que la separa el Golfo de Patras, una amplia entrada del mar Jónico que se continúa con el Golfo de Corinto. Ambos, en realidad, son uno solo, antes conocido como Golfo de Lepanto, un alargado estrecho, hoy conectado al Egeo por el moderno Canal.
Y en él, precisamente, tuvo lugar la famosa batalla naval de Lepanto (más cerca de Patrás, por cierto, que de esta otra ciudad que le dio el nombre), “la más alta ocasión que vieron los siglos” en palabras de uno de los soldados participantes, Miguel de Cervantes, que allí perdió una mano y ganó un Quijote después de algunos años de viajes, batallas y prisiones. Avanzaba ya el siglo XVI y se dirimían las viejas tensiones históricas: oriente y occidente, Roma y Bizancio, cristianismo e islam. Esta vez la cruz frenó a la media luna.
Cruzamos el agua por el impresionante puente de Rio-Antirio, el gran nudo de comunicación entre el sur y el norte del país. Si el Canal de Corinto juntaba las aguas griegas, este quilométrico y atirantado viaducto, milagro de la ingeniería más moderna en una zona de terremotos y fuertes vientos, une sus tierras. Su elevadísimo coste fue sufragado por las arcas europeas a finales del siglo pasado, cuando aún los hombres de negro de la troika no habían enseñado su peor cara y las vacas simulaban su falsa gordura. Continuamos hacia la derecha, bordeando la costa norte del golfo.
Enseguida entramos en Lepanto (nombre castizo de Naupacto o Náfpaktos), una pequeña ciudad que se aprieta entre el monte (sólido mirador panorámico sobre la bahía y el puente, en su falda aún se divisa la fortaleza de la época veneciana) y el mar, donde se cobija un precioso puerto amurallado y rematado por dos torreones y una mezquita.
Es el inicio de una ruta de bellos pueblecitos marineros encajados entre las peladas montañas y las tranquilas aguas del golfo: casitas blancas, tejados rojos, pequeños puertos, playas y barcos. La carretera zigzaguea obligada por la recortada costa y se suceden las pequeñas capillas, algunas muy elaboradas, que la costumbre local levanta en sus orillas para recordar a las víctimas de los numerosos accidentes.
Tras una hora de lento recorrido y breves paradas, el olor del aire y las pilas de mineral de aluminio amontonadas bajo la carretera nos anuncian la entrada a Itea, último pueblo marino antes de desviarnos sierra arriba. Porque enfrente de nosotros se yergue imponente la mole del monte Parnaso, la morada de las Musas y de la poesía, en cuyas faldas se asentaba el que hoy va a ser nuestro destino: el Santuario de Delfos.
Una carretera aun más curvada, estrecha y pendiente que la que acabamos de dejar nos sube al actual pueblo de Delfos, apenas dos calles dedicadas por completo al turismo visitante. Al poco de cruzarlo, ya se divisa el yacimiento de la antigua polis. A la izquierda, la mole roqueña del monte sagrado, con sus acantilados calizos y su mata boscosa, bajo cuyo amparo se halla el yacimiento principal; a la derecha, un valle profundísimo plagado de un mar de olivos y sendas terrosas que bajan hasta el agua del golfo. Comenzamos bajando por este lado hasta el cercano y pequeño oratorio de Palas Atenea, la diosa de la guerra, especie de antesala separada del conjunto principal; destruidos sus templos, aún se aprecia, entre el montón de piedras ruinosas, la planta circular y algunas de las muchas columnas de su característico tholos de arcaica construcción. Volviendo a la carretera en dirección al pueblo, empotrada entre la cuneta y el monte, está la Fuente Castalia, que aportaba el agua de las libaciones rituales del santuario, al que entramos un poco más arriba; según la mitología, aquí se reunían los dioses con las náyades del bosque.
La Historia nos dice que, ya desde tiempos inmemoriales, había en el lugar un templo dedicado a Apolo, hijo de Zeus y dios protector, paladín de la verdad, la adivinación y las artes. Se hizo muy famoso en el mundo heleno por las acertadas predicciones de su Oráculo, una mujer elegida a modo de sacerdotisa, la pitonisa o sibila, para intermediar entre las personas y el dios con el fin de aconsejarlas y guiarlas en sus decisiones vitales. Reyes, militares, ciudadanos anónimos se acercaban en peregrinación hasta Delfos para orar y consultar todo tipo de asuntos: batallas, litigios, economía, familia, personales. Delfos se convirtió en la Roma de la época, el ónfalos, el centro del mundo. La entrada es una explanada donde los peregrinos se reponían del viaje y preparaban sus ofrendas antes de franquear las murallas que rodeaban el santuario. Luego se dirigían al templo por el camino sagrado, que trepa ondulado monte arriba bajo los imponentes peñascos rojizos.
Como ahora nosotros, pisando las gastadas lajas del suelo, entre piedras y más piedras venerables a ambos lados del camino: restos de templos, estelas, estatuas, columnas, capiteles, altares… Pero son los tesoros los que destacan, especialmente los más valiosos, algunos verdaderas joyas arquitectónicas, llenos en su momento de oro, plata y de ricos regalos y exvotos. Era la manera en que las polis y sus gobernantes honraban al dios para propiciar o celebrar la suerte en sus empresas políticas y militares y, al mismo tiempo, mostrar su poder. Destaca el Tesoro de Atenas, un templo en miniatura ahora reconstruido que nos muestra aún sus mármoles, columnas y relieves y nos permite imaginar la opulencia que, desaparecida o ruinosa ahora, brillaba a su alrededor. Dominando ese botín y la impresionante panorámica del monte y del valle, alcanzamos el corazón de esta acrópolis: el Templo de Apolo, hoy tan solo su extensa planta rectangular y algunas altísimas columnas en pie que hablan de su antiguo empaque.
Allí, durante mil años, se dirigió el destino de los pueblos y de sus gentes. La médium, entre arcanos ritos, brebajes embriagadores, sacrificios de animales y palabras secretas, comunicaba a los consultantes las respuestas de Apolo, siempre ambiguas y, por tanto, siempre acertadas, no faltaría más. Eso sí, tras previo pago del servicio, lo que, junto a las costosas donaciones votivas, hacía del lugar el más exitoso negocio de la época, siempre en continuas disputas por ello. Seguimos subiendo y girando y nos encontramos, muy cerca, con el Teatro, hermano pequeño del de Epidauro; y, ya en la cima del recinto, con el Estadio, ya de gradas de piedra, donde atletas, músicos, poetas y caballos competían en los Juegos Píticos, alternativos a los de Olímpia, para conseguir la preciada corona, aquí de laurel.
Desandamos el camino, ahora cómoda bajada, y saliendo del recinto a la derecha una preciosa senda paralela a la carretera nos lleva enseguida al Museo, un edificio centenario pero ampliado y reformado con éxito, que guarda los hallazgos de las excavaciones aquí realizadas y demás objetos relacionados con el santuario. Además de una maqueta explicativa que nos ayuda a completar la visión del conjunto, podemos disfrutar de una muestra variada: esculturas arcaicas de inspiración egipcia; un original toro perfilado con incrustaciones de oro, plata y marfil; objetos, joyas, armas y demás regalos de los tesoros; elementos arquitectónicos originales del tesoro ateniense y del templo principal; la escultura en bronce conocida como El Auriga, homenaje a un vencedor en las carreras de carros, que se ha quedado manco y solo, con las riendas en su única mano, destruidos el carruaje y los caballos; la bella Esfinge del tesoro de la isla de Naxos, un león alado con cabeza femenina, en mármol; y, en fin, una estatua de Antinoo, también en mármol, una de las muchas existentes del joven efebo amante del emperador Adriano durante el dominio romano de Grecia, muerto en trágicas circunstancias. Y para terminar la jornada como se merece, seguimos carretera arriba por la sierra parnasiana hasta llegar a Arájova, bonito pueblo cercano a los mil metros de altitud y a una concurrida estación de esquí, que atrae al turismo por su artesanía de la lana y donde nos saluda la estatua callejera del médico Papanicolau, el responsable de la prueba de detección precoz del cáncer de matriz que ha salvado la vida de tantas mujeres en todo el mundo. Mientras descendemos de nuevo al valle, hechizados por la magia del lugar, intentamos imaginarnos cómo sería todo esto en sus momentos de esplendor, empresa harto difícil cuando “solo” nos separan dos mil quinientos años largos. No nos queda otra que invocar al oráculo: que Apolo nos oriente y nos proteja.*Foto del pueblo de Lepanto: Dimitris Kamaras
*Si te interesa un viaje a Grecia, te aconsejo que eches un vistazo a otras paradas de nuestro viaje como Olimpia, Micenas o Corintio. Asimismo, te invitamos a recorrer el centro de Atenas para saber lo que te espera en este hermoso país.