Llegamos por fin de cumplir con nuestra primera obligación ciudadana: hacer la declaración de la Renta. Extrañamente, esta vez no he tenido que discutir con ningún burócrata, demostrar que no desfalco desde hace años ni jurar por lo más sagrado que no me he comprado otro inmueble más. Ha sido, además, una tarde agotadora rodeada de pólenes malignos dispuestos a colapsar mis pulmones, trabajo atrasado que se acumula en forma de torres de papeles en la mesa del salón y me lamo aún las heridas hechas por las dentelladas de mis casi nuevos zapatos de rojo mate. Es tarde y Niña Pequeña debe de estar desde hace un par de horas durmiendo ya en su cama, en la casa de sus abus.
Él decide entonces que, por esta vez, no vamos a mirar el papel del endocrino, sino que toca regodearnos en el placer más prohibido. Me mira en silencio, apenas una décima de segundo, y coge el cuchillo de piquitos. "Abre la nevera", me dice, "y sácalo". No me lo tiene que decir dos veces, porque ya he comprendido la señal. Abro la puerta, sonrío para mis adentros, mientras Él abre la bolsa del pan y corta, despacio, dos anchas rebanadas a bisel. Le paso el bote de queso fuerte, de Valdeón: queso casi de Cabrales, el que más me gusta. Pero nos lo hemos merecido.
Con un cuchillo de punta roma rebaña bien el borde del bote, y una generosa tajada de queso se desprende, extendiéndola luego por la miga del pan. Ya casi puedo sentir su sabor en mi paladar, fuerte, denso, casi agresivo. "Pero no te acostumbres, ¿eh?", ríe mientras ve cómo me regodeo con el improvisado aperitivo. Chasqueo la lengua dentro de la boca, mientras aplasto una gota de queso dentro de ella y siento que se deshace como mantequilla. Hoy -Hacienda, alumnos hiperactivos, exámenes por corregir, insolencias, papeleo administrativo-, me lo he ganado.