El alcalde de Sevilla, Alfredo Sánchez Monteseirín, quiso un día construir una obra que perdudara y que constituyera un monumento a su memoria, como si de un faraón se tratase. Ideó entonces unas setas enormes, en pleno centro de Sevilla, en la Plaza de la Encarnación, una obra cargada de problemas y que concita el rechazo de buena parte de sus ciudadanos. La obra, según algunos técnicos, es imposible porque carece de cimientos suficientes. Para otros expertos, es una locura que destruye la armonía del centro de Sevilla. La obra, ya medio realizada, acumula años de retraso y carece de sentido en tiempos de crisis, pero el alcalde se empeña en terminarla, a pesar de las masivas opiniones en contra. Muchos creen que la obra nunca se terminará y que tendrá que ser demolida en el futuro. En todo caso, como ya reconocen los propios promotores, la obra costará una fortuna, cien millones de euros más de lo planificado por un ayuntamiento endeudado y arruinado, que subsiste porque acribilla a sus ciudadanos con impuestos.
Las setas de la Encarnación sirven como ejemplo de lo que denominamos "delincuencia legal", una plaga que azota a la democracia española y que convierte a muchos políticos en delincuentes legales, en causantes de terribles daños al erario público, al bien común, al interés general y a la ciudadanía, sin que sufran consecuencia alguna, sin que paguen por ello.
Cuando Zapatero compra los votos que necesita a los nacionalistas vascos o catalanes con dinero público, está anteponiendo su interés personal y el del partido al bien común y al interés general, lo que equivale a practicar con impunidad la delincuencia legalizada. También es delito legal baneficiar a Cataluña sobre otras autonomías, rompiendo así el principio constitucional de la igualdad. No es menos delito legal repartir subvenciones entre empresas amigas, colocar a los parientes y amigos antes que a los que merecen esos puestos, elaborar listas negras de empresas a las que no se les otorgan subvenciones y concursos, cuando se miente a los ciudadanos y en otras mil actuaciones del poder, todas ellas merecedoras de ser tipificadas como delito en una democracia auténtica.
Cuando el ex presidente de Andalucía y actual vicepresidente del gobierno, Manuel Chaves, entregó 10 millones de euros a una empresa de la que su hija era apoderada, cometió un "delito legal" que debería avergonzarle y obligarle a dimitir.
Si se contabilizaran un día los miles de millones de euros gastados (malversados) por los últimos gobiernos españoles en comprar votos, en beneficiar a sus familiares, amigos y compañeros, en colocar en cargos públicos a gente innecesaria, en doblegar voluntades, en comprar medios de comunicación, en aplastar adversarios y en silenciar secretos, descubriríamos con sorpresa que con ese dinero podrían haberse construido por lo menos 20 centrales atómicas o garantizar las pensiones de los españoles durante los prósimos dos siglos.
Muchos políticos españoles, arrogantes y blindados por la impunidad, cuando se les plantean estos asuntos se limitan a decir que "si no le gusta lo que hago, no me vote en las próximas elecciones", un argumento indeseable e insuficiente que demuestra la baja calidad de la democracia española y la baja estofa de sus dirigentes, pero los daños que causan quedan sin castigo y ellos, causantes de dramas y perjuicios muchas veces irreparables, en lugar de sufrir el castigo de la sociedad indignada, terminan disfrutando de pensiones de lujo y de privilegios que merecen menos que la cárcel.
Aunque los "delitos legales" son un mal generalizado en las democracias modernas, España es el líder en Europa y, probablemente, en todo el mundo occidental. Esos delitos legales se están extendiendo por doquier y en Europa son el reflejo de un diseño de una despreciable política sin ciudadanos, que goza del amparo de Bruselas.
Revista Opinión
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