Revista Opinión

Delito de solicitación, confesiones en caliente

Publicado el 28 septiembre 2014 por Miguel García Vega @in_albis68

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Fray Juan de Santisteban, dominico que reside en el monasterio de su orden de Saelices, fue testificado por un testigo mujer de que por espacio de dos años que la confesó algunas veces, en tres o cuatro confesiones, habiendo comenzado a decir sus pecados la solicitó para tener cuenta carnal con ella diciéndole palabras lascivas y deshonestas tomándole sus manos y poniéndolas en las partes vergonzosas  de él hasta venir en polución”.

Fray Juan Sánchez, Prior que fue del monasterio de Santo Domingo de Ciudad Rodrigo fue testificado por un testigo mujer de que estándola confesando en la capilla mayor del dicho monasterio, la dijo palabras de amores y la tocó las manos el dicho fraile a las partes vergonzosas, y llegó a tocar sus partes de él con las de ella”.

Los fragmentos anteriores están extraídos del estudio de Juan José Sánchez-Oro titulado “Sexualidad, vida conyugal e Inquisición en Ciudad Rodrigo (siglos XVI-XVII)” y tratan sobre el delito de solicitación cometido por dos religiosos en la provincia de Salamanca. Son documentos del Santo Oficio de la Inquisición, de aquellos tiempos en los que la Iglesia Católica era el faro moral que dirigía la política de Las Españas. Aquellos maravillosos años en los que habita, siglo arriba siglo abajo, Juan Antonio Reig Pla, actual obispo de Alcalá de Henares.

Pero ¿qué era el delito de solicitación?

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Cuando hablamos de delito de solicitación, solicitantes en confesión o solicitatio ad turpia nos referimos a palabras, actos o gestos por parte del confesor para provocar o incitar a realizar actos sexuales con quien se está confesando. “Palabras lascivas y actos torpes o deshonestos”, que iban desde comentarios con clara carga sexual hasta realizar el coito, con toda su gama de grises intermedia, como la masturbación descrita en el primer documento inquisitorial.

La práctica venía de antiguo, aunque es en el Concilio de Trento (1545-1563) cuando se detecta que el problema se ha descontrolado y se quiere proteger no precisamente a las víctimas sino al sacramento de la confesión, considerado pieza clave en la lucha contra la pujante herejía protestante, que denunciaba la degeneración en la que habían caído la mayoría de sacramentos. La confesión tenía el lado positivo para el creyente de ser una especie de antecesor del psicoanálisis, un desahogo de la conciencia. Pero tampoco se nos puede escapar que era a su vez un arma poderosa, tanto para controlar las conciencias como para manejar información sensible.

Por tanto, más que combatir el abuso se trataba de salvaguardar el prestigio del sacramento, un verdadero pilar de La Contrarreforma católica. Por eso, en los procesos contra los curas solicitantes debía quedar claro que el delito se había cometido durante el sacramento, hacerlo antes o después se convertía en el tecnicismo que dejaba libre de culpa al religioso, aunque en siglos posteriores se eliminó esta distinción.

Confesionarios e Inquisición

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En principio el problema de solucionar tal delito recaía en los diócesis, pero tras el citado concilio y en vista del desmadre, la Iglesia decidió combatirlo de manera más resuelta. En primer lugar se creó el confesionario, un mueble inventado para evitar que confesor y penitente se metieran mano. Hasta ese momento el sacramento se realizaba sin ninguna barrera física, buscando un lugar reservado y discreto para entrar en intimidad. Y claro, celibato obligado, desnudo emocional de la penitente, figura de prestigio y labia del sacerdote… En fin, que surgía la chispa. Muchas de esas relaciones eran consentidas: concubinas, amas y sobrinas siempre rodearon a los clérigos. Aunque no se nos tiene que escapar la innegable posición de autoridad del clérigo con respecto a las confesantes que borra en muchos casos la frontera del consentimiento libre.

La otra medida para atajar el problema fue que la Inquisición se encargara del asunto. A partir de 1559 será el Santo Oficio el encargado de perseguir y juzgar a los clérigos solicitantes y gracias a eso nos ha quedado más de un millar de documentos sobre el tema, como los anteriormente citados. Ese afán documental nos deja todo tipo de detalles, como el cortejo a base de dulces, regalos e incluso dinero del religioso a cambio de los favores sexuales, además de describir con pelos y señales hasta el más mínimo detalle del acto. Aparte del posible deleite -no lo descartemos- dicho detalle era importante para tarifar las penas, que no era lo mismo tocamientos torpes que pura coyunda, dónde va a parar.

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La investigación empieza por la víctima

De todas maneras, aunque se persiguió la solicitación y han quedado documentados muchos ejemplos, algunos castigados severamente, el porcentaje de condenados representa una mínima parte del problema.

Hay que tener en cuenta que para una mujer en aquella época era terriblemente complicado denunciar a alguien del prestigio e influencia de un religioso. Así que su mejor opción era intentar esquivarlo discretamente. Además, es un delito difícil de probar. Para que el Santo Oficio no tuviera dudas exigía como mínimo dos denuncias sobre el mismo hecho, cuando la naturaleza privada del delito hacía que lo normal fuera la palabra de la víctima contra la del supuesto agresor.

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Así que el trabajo inquisitorial en estos casos empezaba por la investigación de la víctima a través de los llamados familiares del Santo Oficio, una red de espías que informaban a la Inquisición de todo lo que pasaba en su comunidad. Se encargaba a estos familiares que dieran fe de si la denunciante era honesta y de buena familia, con lo que se empezaba juzgándola a ella. Si no pasaba la prueba ya podía decir misa y dar todo tipo de detalles, su testimonio no tenía ninguna credibilidad para el tribunal. Lo que hacía que las mujeres “de mala fama” estuvieran expuestas a los abusos, sin remedio legal.

Para ilustrar este punto tenemos el final del segundo informe que encabeza este post y que he recortado aviesamente para colocarlo a continuación: “… y llegó a tocar sus partes con las de ella, y aunque la que testifica dice que esto fue sin tener en cuenta con ella; no dio contestes, y esa mujer es hija de gente muy ordinaria, y ella es deshonesta en su vivir”. Pues eso, ajo y agua.

Por cierto, en el derecho canónico el delito está en vigor, cosa que seguro sabe el señor Reig Pla, tan preocupado por la sexualidad de los seglares.


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