Publicado en Público.es el 4 de septiembre de 2020
Una de las primeras lecciones que los profesores de economía enseñamos a nuestros alumnos de primer curso es la de no caer en lo que Paul A. Samuelson llamaba en su manual, el más vendido de todos los tiempos, la falacia de la composición. Algo que se produce cuando se confunde el todo con las partes y que es muy importante evitar para no cometer graves errores de política económica.
Caen en ella, por ejemplo, muchos empresarios que reclaman bajadas generales de salarios para así tener menos costes y más beneficios. Una falacia porque de esa manera se reducen los ingresos que prácticamente en su totalidad se van a dedicar a realizar compras a las empresas, de modo que lo que puede ser bueno para algunas de ellas es muy perjudicial para el conjunto.
Otro ejemplo de esta falacia tiene que ver con el ahorro. Cualquier persona considerará que ahorrar es muy bueno para ella, porque significa que tiene ingresos suficientes y que le sobran para satisfacer sus necesidades o deseos de consumo. Desde ese punto de vista individual será muy conveniente fomentar el ahorro. Pero si todos los sujetos económicos ahorran la mayor parte de sus ingresos la economía se paralizaría por falta de consumo y de ventas.
Un situación de este tipo es la que precisamente se está dando en todas las economías como consecuencia de la pandemia y no todos los gobiernos están acertando a la hora de darle algún tipo de solución.
Según los últimos datos de Eurostat ( aquí), en el primer trimestre de este año se registró el mayor incremento interanual de ahorro "de todos los tiempos". España (+6,7 puntos porcentuales) fue el tercer país en donde más aumentó, después de Eslovenia (+7,7 pp) y Polonia (+6,8 pp), mientras que Suecia (+1,1 pp), Chequia (+2,0 pp) y Alemania (+2,2 pp) fueron los que menos aumento registraron.
Lógicamente, el aumento en el ahorro puede deberse, en general, al aumento de la renta disponible o a la disminución del consumo, aunque en estos meses de pandemia fue esta última circunstancia la que influyó en mayor medida, si bien no en todos los países europeos por igual. Los mayores descensos del gasto de los hogares se observaron en Italia (-6,4%), Eslovenia (-5,3%) y España (-5,2%), mientras que, por el contrario, el consumo aumentó significativamente en algunos países como Polonia (+ 5,1%) y Chequia (+ 4,0%) y en algunas décimas porcentuales en Suecia, Finlandia y Países Bajos.
El aumento del ahorro que se ha producido en esos meses de pandemia es la típica situación que podría dar lugar a una falacia de la composición si se dedujera que el efecto positivo que tiene para las familias que han ahorrado es también bueno para el conjunto de las economías.
En este caso, parece fácil deducir que eso no ha sido así por la razón obvia que todo el mundo conoce: la caída en el consumo se ha producido por el efecto de un confinamiento inesperado que obligó a que cerraran multitud de actividades y establecimientos comerciales. Pero hay algo más.
Sabemos que, a medida que se fue reanudando la actividad, el consumo volvió a crecer, pero el problema económico que se ha planteado es que ni el aumento del ahorro durante el encierro fue homogéneo entre todas las familias, ni el consumo se ha recuperado por igual en todas ellas y eso está provocando algunos cuellos de botella muy peligrosos en nuestras economías, sobre todo, porque no están recibiendo las respuestas adecuadas por parte de todos los gobiernos.
Algunos estudios empíricos que se han comenzado a realizar en los países que cuentan con mejor información estadística nos dan ya algunas pistas sobre lo que está ocurriendo con el consumo y el ahorro, dos procesos vitales para la economía: el primero porque es la fuente de las ventas de las empresas y, por tanto, del empleo, y el segundo porque teóricamente es de donde salen los recursos con que se invierte en nuevo capital.
A estas alturas ya se ha podido comprobar que, en marzo, cuando comenzaron los confinamientos, el gasto en consumo se redujo en todos los hogares, tanto los de bajos ingresos como los de mayor renta. Sin embargo, se ha podido comprobar también que, a partir de mayo, cuando se fue produciendo la desescalada, el gasto de las personas con bajos ingresos regresó casi a los niveles previos a marzo mientras que el gasto en consumo de las personas con ingresos más altos se ha mantenido bastante más bajo que el que tenían antes del encierro. Así lo han podido comprobar investigadores del Becker Friedman Institute de Chicago ( aquí) para Estados Unidos, aunque creo que es una conclusión que podría ser perfectamente extrapolable a la mayoría de los países europeos, incluido España.
Se está dando, pues, una paradoja muy perjudicial para la economía. Las personas que sufrieron la menor pérdida de empleo y de ingresos son precisamente las que mantienen el mayor recorte en el gasto. Así lo demuestra otro estudio realizado en Estados Unidos realizado por un equipo de investigación de Harvard ( aquí): a mediados de agosto, la reducción del gasto en consumo del 25 por ciento superior de los asalariados representó el 57 por ciento de la caída estimada en el gasto general.
El problema de esta situación es que la gran parte del dinero que esas personas más acomodadas o de mayor ingreso están dejando de gastar es dinero que normalmente deberían estar recibiendo como ingreso las personas con salarios más bajos a través de las empresas que más se han visto perjudicadas por el confinamiento.
Aunque todavía no se disponga de datos reales, me atrevería a decir que en España hemos tenido este verano una prueba al revés de lo que vengo diciendo: lo poco que ha salvado al sector turístico y a las actividades de servicios en general tras el encierro ha sido el gasto del ahorro acumulado por las familias durante los meses de encierro.
Pero la realidad es que ese gasto no está siendo suficiente y que nuestra economía acumula todavía un volumen de ahorro familiar que es muy perjudicial, no sólo porque supone una merma de ingresos para empresas que generan gran nivel de empleo y muchos ingresos familiares, como ya he mencionado, sino también por dos razones adicionales.
En primer lugar, porque el ahorro acumulado no se utiliza bien por el sistema financiero pues éste ha dejado de ser un intermediario entre el ahorro y la inversión productiva para convertirse en un inversor financiero especulativo más que no financia bien sino que deteriora la actividad de producción de bienes y servicios que es la que crea riqueza y empleo. Y, en segundo lugar, porque las empresas no van a invertir (ni aunque los bancos le proporcionaran suficiente financiación gracias al ahorro acumulado por las familias) precisamente porque la demanda de consumo está por los suelos.
Muchos gobiernos y sobre todo los más progresistas, como el español, se esfuerzan con toda la razón para que los más ricos contribuyan en mayor medida a sostener las finanzas estatales y hagan un esfuerzo proporcional a los extraordinarios beneficios que la crisis de la covid-19 les está reportando, a diferencia de lo que le pasa a los demás mortales. Pero, sin dejar de perseguir ese objetivo de justicia elemental, deberían abrir otra vía que quizá fuese ahora incluso más beneficiosa para todos: incentivar que el ahorro acumulado por las personas más acomodadas se gaste en el consumo de bienes y servicios, a ser posible, de la mayor proximidad, vinculados a actividades sostenibles y orientados a desarrollar formas de vida personal y social más sanas y saludables en todos los sentidos, para las personas, para la sociedad y para la naturaleza. Sería una vía que incluso podría generar más ingresos a la hacienda pública con menos resistencia política.