Revista Cine

Democracia del disparo

Publicado el 05 agosto 2011 por Alfonso

Dorothea Lange (apellidada Nutzhorn en 1895, cuando nació en Hoboken, NJ) fue una mujer de salud delicada, debido a que contrajo la poliomerietis en su infancia, que trabajó como fotógrafa para las agencias estatales estadounidenses de ayuda a los trabajadores en paro entre 1935 y 1943. Sus fotografías de la Gran Depresión, del campamento de Tom Collins, de los nómadas, los gypsies que huían del hambre camino del oeste, California en sus sueños antes de las flores en el pelo, permanecen como la prueba gráfica más importante del derrumbe de la economía norteamericana que siguió al Crack de 1929 en el Medio Oeste, región asolada por la sequía que trajeron las tormentas de polvo entre 1931 y 1939.
Junto con un par de textos de John Steinbeck, Las uvas de la ira y los reportajes aparecidos durante el verano de 1936 en The San Francisco News compilados luego bajo el título de Los vagabundos de la cosecha, y, por supuesto, el film homónimo de John Ford sobre la ficción citada, la homónima The grapes of wrath (Las uvas de la ira, 1940), el trabajo de Dorothea Lange se conserva como el más fiel y destacado legado de aquel tiempo de penurias y esclavitud laboral, el clima seco y áspero que azotó en las carreteras a unos granjeros que apenas subsistían desde que los juegos bursátiles se cebaron en ellos, la escasez que sólo el New Deal del presidentre F. D. Roosevelt se atrevió a repudiar.
Su fotografía más famosa, Madre emigrante, fechada en marzo de 1936 cerca del campo de recogida de guisantes de Nipomo, localidad al sur de la soleada California -a punto Europa de ensayar el calado de los discursos nacionalistas en tierras españolas-, muestra a una temporera sucia y de ropas raídas, ligeramente encorvada y sentada, de aspecto preocupado y mirada ajena a la cámara, como la de dos de los hijos, que la abrazan, cada uno a un lado, de espaldas a la Historia. Tanta impasibilidad ante el momento a punto de ser congelado era demostración de la gravedad de su situación: gracias a la autora del retrato, la mencionada Dorothea Lange, el mundo supo después que se trataba de una mujer de 32 años, sentada en el estribo de un coche sin neumáticos, malvendidos por algo de comida. O al menos eso se nos hizo creer, creyó también la autora quizá.
Geoffrey Dunn, documentalista y profesor de cine, se tomó un día la molestia de investigar dicha historia y hoy sabemos que la protagonista de la historia había nacido en 1903, era de sangre cherokee, fue registrada como Florence Leona Christie y se crió en una granja de Oklahoma; que tuvo seis hijos durante los diez años de su matrimonio con el hombre del que tomaría el apellido Owens, muerto de tuberculosis en 1931, y cuatro más de dos relaciones posteriores; que con el segundo de estos compañeros, un carnicero que respondía por James Hill, viajaba por la 101 cuando se les rompió el radiador del Hudson y que esperando a que regresase con uno de recambio, se le acercó una fotógrafa, que la retrató y dejó malhumorada para el resto del día, sintiéndose monstruo de feria, y todavía más enfadada cuando pasaron los años y vio como su imagen, retrato inmortal de una época nefasta, se sustentaba en la mentira. No pudo saber Dorothea Lange pues falleció en 1965, que en 1983 se recaudarían a través de una campaña de la prensa 35.000 $ para ayudar en el tratamiento de cáncer que padecía Florence, enfermedad de la moriría en septiembre de ese mismo año. Tampoco que hay una lápida en el cementerio de Empire que reza: “Madre emigrante: La leyenda de la fortaleza de la mujer americana" (Migrant mother - A legend of the strength of American motherhood). No sabemos, ni nos importa si es verdad que Florence frecuentaba la compañía masculina para conseguir unas monedas con las que conseguir un puñado de avena con la que acallar los estómagos de la prole y su propia rabia: ¿quién puede juzgar el acto cometido en nombre del hambre ajeno?
Y hoy, que sabemos todo esto, la verdad que nació en las palabras de uno de los hijos de la mujer inmortalizada por el objetivo de una Graflex, o la mentira en las de un farsante; la historia que contaba Dorothea Lange al explicar la tragedia que captó en su recorrido por la Dust Bowl, seguimos creyendo que no hubo milagro ni vida después, que todo terminó tras el disparo: cuestión de fechas y poco más que se cumpliera la profecía del blanco y negro.
Hoy, la tecnología ha puesto al alcance de cualquier ciudadano un teléfono capaz de fotografiar, y hasta grabar en video, todo hecho importante o nimio, un ordenador con el que conectarse en tiempo real con un extraño de las antípodas, un aleph impensable en el tiempo de la Madre emigrante. Si la imprenta de Gutenberg se rebeló como un arma poderosa, capaz de ahorrar esfuerzos al clero pero también de llenar las cabezas de palabras y poemas que penetraban en la clase obrera como puños cerrados en mantequilla, debieron darse cuenta antes que con la comunicación, una vuelta de tuerca a la literatura, a la expresión y la necesidad de saber, ni más ni menos, el vulgo sería más poderoso. Cualquier ciudadano de Albuquerque puede ver la demostración de democracia del gobierno sirio sin tiempo de espera; cualquier jubilado de Adelaida, cómo el artículo 139 de la Constitución Española, en su apartado 2, donde dice: “Ninguna autoridad podrá adoptar medidas que directa o indirectamente obstaculicen la libertad de circulación y establecimiento de las personas y la libre circulación de bienes en todo el territorio español.”, no tiene validez en la plaza que marca cada 31 de diciembre el preciso instante del cambio de calendario para los supuestos representados por frase tan categórica. Hoy todos somos periodistas, reporteros, opinadores, sabios. Todos, en potencia, menos los que deberían serlo. Otra cosa es como mañana se nos cuente la historia de este momento de sequedad que nos toca vivir. Afortunadamente, quedarán los recuerdos: las cámaras que nos vigilan también les vigilan a ellos.
DEMOCRACIA DEL DISPARO
Madre emigrante, Lange

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