Cada domingo teníamos que repetir aquellas letras aburridas trufadas de promesas de bondad, declaraciones de amor cristiano y sentimientos de gratitud a Dios:
Pasaron las semanas y con ellas, inconscientemente, fuimos cazando al vuelo expresiones de la gente en la calle que rematamos con las palabras más oídas en las conversaciones en casa y en los telediarios de la época. Llegó el mes de mayo y el esperado día de nuestra Primera Comunión. Solemne, el sacerdote, entonó la melodía donde daríamos gracias por nuestro recién estrenado sacramento. Empezamos a cantar con entusiasmo. Entonces el sacerdote torció el gesto y, levantando la voz y acercándose al micrófono, intentó que su voz se alzara eclipsando el coro infantil que entusiasta y risueño estaba cantando: