Revista Opinión
Básicamente la democracia es la doctrina política favorable a la intervención del pueblo en el Gobierno. Intervención que se materializa en unos representantes que presentan las diferentes formaciones políticas. Cada determinado tiempo el pueblo vota a estos representantes. El partido político con mayor número de representantes elegidos forma Gobierno y gobierna ateniéndose al programa político que anuncio en su momento. Los partidos con menos representantes, conforman la oposición y sirven de contrapeso político.
Si el partido ganador ha conseguido mayoría absoluta podrá hacer y deshacer a su antojo, aunque muchas veces sus propios votantes no estén de acuerdo y se muestren críticos en el “hacer” y “deshacer”. Mala suerte, deberán enmendar su error al final de la legislatura en las nuevas votaciones. Mientras tanto a protestar y patalear “a la calle”, a ser posible en manifestaciones debidamente autorizadas, so pena de sufrir cárcel y quebranto económico.
Si no hay mayoría absoluta, el partido ganador está obligado a pactar y consensuar con el resto de partidos. Será una legislatura difícil y complicada, pero al mismo tiempo más participativa, crítica e incluso democrática.
Y aquí termina la teoría y comienza la práctica. La forma, la teoría de la democracia, es posiblemente uno de los mejores sistemas políticos para conseguir la participación ciudadana. Mejorable lógicamente, pero a grandes rasgos buena y justa. El problema es la práctica, el fondo.
En un gobierno para el pueblo es lógico que se trate de mejorar y beneficiar a la mayoría. Es normal que lo público, que se gestiona con los impuestos de todos, se potencie y se mantenga. Es razonable que se defienda la igualdad de personas y oportunidades. Inexcusable también que los ciudadanos vivan en un régimen de libertad de opinión y que los tribunales sean asequibles para todos. Y para terminar, es obligado una correcta política económica que favorezca la distribución de la riqueza y evite diferencias sociales por motivos económicos.
No debería existir brecha social y los políticos deberían ser ejemplo de ética y honestidad para los ciudadanos. Amén de tener “conciencia y responsabilidad social”, en el desempeño de sus cargos y alcance de sus acciones. El político, nuestro representante, velando por los intereses de todos, mirando por el bien de la patria, dejándose la piel, trabajando a destajo. Trabador serio, responsable, ecuánime e incorruptible. Casi un superhéroe.
Aplicados estos postulados, seriamos todos felices y gritaríamos voz en cuello esa frase visionaria y utópica que decía: “Libertad, igualdad y fraternidad”. Cosa de franceses y revolucionarios emocionados… cegados por una quimera.
Pero la realidad democrática es otra, triste y diferente, muy diferente. Pasadas las votaciones, asentados Gobierno y oposición, es ya el momento de desdecirse de lo prometido en el programa y mítines. Motivos no faltan: la coyuntura, la crisis, el momento actual, la economía, las presiones, Europa o “es que fíjese usted como ha dejado el patio el Gobierno anterior”. Es el momento de decretar y tomar medidas drásticas que perjudican a todos y benefician a pocos. Hacen suyo el slogan religioso: “¡Sólo el sacrifico lleva a la salvación!”.
Comienza así la venta o privatización de lo público, los recortes sociales y la destrucción del empleo. Se aprueba la amnistía fiscal y el dinero público se invierte en rescates.
Los bancos son rescatados… y los banqueros también. La grandes corporaciones obtienen beneficios, prebendas y concesiones en detrimento de la pequeña y mediana empresa (que curiosamente soporta el 70% del empleo en España). Se “agradecen” las donaciones al partido con adjudicaciones y concesiones. Las “puertas giratorias” se engrasan y el político de turno “se hace la cama”, “se deja querer”, para cuando toque abandonar la política por las buenas o por las malas.
Los más ambiciosos y atrevidos, ven la oportunidad de enriquecerse aun a riesgo de resultar imputados, sufrir penas de cárcel, afrontar la reprobación pública o asumir quebranto monetario. El premio es sustancioso, el riesgo bajo, el castigo leve y la vida breve.
Y en esta tesitura estás tú, con la papeleta del voto en la mano (en la izquierda o en la derecha) y con la urna enfrente, sin saber muy bien que hacer. Pensado que eres un radical, un populista, un antisistema, un demagogo e incluso un anarquista, por albergar tan malos pensamientos e ideas pesimistas sobre la democracia con forma… pero sin fondo.
Ambrose Bierce (1842-1914?) en “El Diccionario del Diablo” definía la política y el voto de la siguiente manera:
- Política, s.: Lucha de intereses disfraza de debate de principios. Gestión de los asuntos públicos con vistas al beneficio privado.
- Voto, s.: Instrumento y símbolo del poder de un hombre libre para quedar como un necio y arruinar su país.