Antiguamente, el derecho divino –como ficción- establecía que los monarcas y su descendencia habían sido ungidos por dios para gobernar al resto, y por lo tanto el poder era un monopolio hereditario. La democracia moderna prometía y buscaba romper con esa forma de dominación ilegítima, que sin embargo sigue existiendo de forma notoria actualmente.
El origen de la mayoría de las monarquías no fue un mandato divino sino un acto de agresión: el uso de la fuerza, la guerra o la conquista, como plantea Mosca. Es decir, el dominio monopólico del rey no era algo de origen divino ni natural sino algo artificial y por tanto su descendencia -las elites resultantes- muchas veces no tenían necesariamente las mismas cualidades para gobernar pero lo hacían.
Históricamente las diversas elites han creado ficciones para acaparar y perpetuar su poder, como la sangre azul, las cualidades místicas o superiores del líder y su descendencia, la iluminación divina, el asesinato de opositores, etc.
En base a esas invenciones, su descendencia mantenía su dominio monopólico, que generaciones después se asimilaba como algo natural e incuestionable, al ser sustentado en una ficción como el derecho divino. Lo anterior, aún cuando el nuevo rey fuera un incompetente o un déspota absolutista, y aún cuando su dominio estuvo originado en el burdo uso de la fuerza.
Así, bajo el derecho divino, rebelarse contra el rey era rebelarse contra dios (la reforma protestante, el contractualismo y sobre todo las ideas de Locke contribuyeron a derribar el mito del derecho divino).
La Democracia Moderna buscaba y prometía evitar el carácter monopólico y hereditario del poder mediante la separación de potestades y el ejercicio del sufragio universal. No obstante, las tendencias elitistas continuaron al interior de las nacientes organizaciones políticas (la ley de hierro de la oligarquía de Michels), tanto en los partidos de notables (conservadores) como en los de masas (comunistas, socialistas, socialdemócratas, liberales).
Esas tendencias elitistas derivaron rápidamente en prácticas de corte hereditario en la elección de representantes políticos que permitió que ciertas familias monopolizaran la actividad política, convirtiéndose en dinastías electorales, que defendía sus propios intereses particulares y no los de sus representados que los elegían.
Hoy basta ver que quienes hoy ejercen algún tipo de cargo político o de dirigencia, en su mayoría son hijos, incluso nietos, de otros dirigentes políticos o funcionarios de alto rango del Estado (Tres presidenciables, Piñera, Frei, Meo). También hay primos, suegros, hermanos, sobrinos, nietos, en distintos partidos políticos opositores, pero que son de una misma familia. (Viera Gallo-Chadwick-Walker-Larraín).
Y es que la clase política, como parte de una elite mayor compuesta de elites empresariales, eclesiásticas, académicas y culturales, sigue monopolizando el poder y ejerciéndolo como si fuera una cuestión hereditaria.
Ejemplos de este monopolio hay muchos, tanto a nivel central como local, no sólo los más notorios como el de Ricardo Lagos Weber como vocero del gobierno de su padre sino también otros a nivel local.
Todos reflejan una especie de política feudal donde la democracia ha perdido sus propios principios, pues no sólo se ha vuelto partidocrática y elitista sino que peor aún, hereditaria en cuanto al ejercicio del poder. La clase política representa sus propios intereses, no los de los ciudadanos.
Si alguien cree que esto es paranoia, analicemos el listado de candidatos a diputados o senadores, y veremos varios parentescos que los medios de comunicación evitan recalcar pero que demuestran que al igual que en las viejas monarquías, las elites monopolizan el poder político y lo hacen hereditario.
Cuatro ejemplos claros para las próximas elecciones:
Daniel Melo, hijo del alcalde de la comuna del Bosque Sady Melo, es candidato a diputado por el distrito 27 donde se ubica la comuna que dirige su padre.
Marcela Sabat, hija del alcalde de Ñuñoa Pedro Sabat, es candidata a diputada por el distrito 21 donde se ubica la comuna que dirige su padre.
Juan Antonio Coloma, candidato a diputado por el distrito 11, hijo del presidente de la UDI, Juan Antonio Coloma.
Eugenio Ortega Frei, candidato a Diputado Distrito 17, hijo de la ex senadora Carmen Frei.
Es claro que estas candidaturas han sido impuestas desde las elites dirigentes, de forma arbitraria, no democrática y menos aún representativa, y eso ha generado en varias ocasiones pugnas con las bases partidarias, como ocurrió con el hijo de Juan Antonio Coloma o como ocurrió con Luis Plaza en Cerro Navia.
El diagnóstico es claro. El problema es que los ciudadanos –aún cuando luego se quejan- siguen legitimando el carácter hereditario del poder político y el monopolio de las elites sobre éste, votando por los hijos de otros líderes, como si el apellido fuera garantía de buen gobierno, de representación, de vocación pública o de eficiencia administrativa.
En otras palabras, los propios ciudadanos votando por elites que sólo representan sus propios intereses, están convirtiendo la democracia en una monarquía electoral.