Este concepto, tan en boca de todos los últimos días gracias al movimiento 15M, pero que nadie sabe definir en términos concretos, por más que se apele a él a la mínima ocasión, en realidad constituye una contradicción en sí mismo, y, antes de que me anatemicen por mí osadía, procederé a justificar el porqué de semejante postulado contracorriente con este decálogo:
En primer lugar, porque en este país, nos guste o no, la mayoría de los votantes son de un partido político como quien es de un equipo de fútbol o de una cofradía de penitentes, alguien que cree en sus colores de una forma emotiva y visceral, y que va a votar a su partido, haga este lo que haga. Aunque el más llano sentido común nos prescriba que debiéramos concebir a nuestros mandatarios como unos administradores a los que contratamos por un periodo de cuatro años y, si nos convence su gestión, renovamos el contrato y, en caso contrario, lo rescindimos, en realidad nuestra relación con ellos tiene más que ver con el fervor religioso o el forofismo deportivo que con el raciocinio o el interés común.
En segundo lugar, porque al votante medio no le interesa la política; no en vano, una tercera parte ni se molesta en perder diez minutos de su tiempo para acudir a las urnas. Por supuesto que nos entretenemos con los chismes de los políticos, sus guerras fratricidas y sus escándalos, pero como meros espectadores de un reality de alto nivel. De hecho, a un porcentaje muy alto se le pondría en un compromiso si se le preguntara por el nombre del ministro de educación o por el de la ministra de medio ambiente, como para entrar en detalles de los programas de los partidos a los que se vota.
¡Los programas! Para qué hablar de ellos: sin excepción, un difuso conjunto de elevados propósitos y buenas intenciones, tan bellos como vacuos e inconcretos. Porque el tercer punto sostiene que el ciudadano de a pie prefiere una mentira bien presentada a la verdad desnuda. Pudimos comprobarlo durante el famoso debate entre Solbes y Pizarro, en la campaña del 2008, en el que el segundo probó que estábamos metidos de cabeza en una monumental crisis, que no había hecho sino empezar, mientras que el primero se limitó a negarlo con una elaborada serie de embustes, y, por más que todos supiéramos que mentía como un bellaco, todos los medios y la gente de la calle consideraron como ganador indiscutible al entonces ministro.
Cuarto punto: las listas abiertas no funcionan. Es de dominio público que muchos, incluidos los del famoso movimiento, claman por las cacareadas listas. Pues no hace falta que las demanden, ya las tenemos en el senado, ¿y qué es lo que ocurre? Que, como el votante común ni conoce el nombre de los candidatos ni le importa, acaban siendo elegidos los primeros situados en las listas, que se confeccionan por orden alfabético. Así que ya lo sabe: puede presentarse al senado si se apellida Abad, pero es una estupidez si se llama Vázquez.
El quinto punto colige que, asimilados los anteriores, el paradigma de político exitoso es alguien capaz de embaucar a los electores y pasar por encima de sus rivales, no importa cómo, en lugar de un gestor serio, honesto y eficiente, porque son justo los citados vicios los que pueden llevarle al cargo para el que se precisarían las antagónicas virtudes enunciadas, prueba concluyente de que padecemos un sistema viciado y condenado al fracaso por su propia naturaleza. Para corroborarlo, basta con comprobar el innúmero plantel de políticos que han invertido la mayor parte de su vida profesional, si no toda, saltando de un cargo oficial a otro, sin que hayan adquirido con la experiencia otra habilidad que la de medrar.
El sexto punto supone negar la mayor: es falso que las decisiones de la mayoría sean la mejor alternativa posible. Imagine Ud. que padece una grave dolencia y, reunidos los enfermos de la planta séptima del hospital, se decidiera por votación qué tratamiento aplicarle. Sin duda, nadie estaría conforme con este procedimiento médico, pero lo damos por bueno, incluso nos negamos a admitir que pueda existir otro, cuando se trata de determinar quién ha de regir los destinos de la nación, asunto nada baladí ni de menor complejidad que el anterior.
Y el anterior punto entronca con el séptimo: nadie aprecia ni usa adecuadamente lo que nada le cuesta. Por eso existe quien no vota porque no le da la gana, o vota a un candidato porque le parece más guapo o más simpático que otro. Al igual que no permitimos que maneje un helicóptero alguien que no está capacitado para pilotarlo, de idéntico modo no debiéramos tolerar que ostentara el derecho a voto quien no hubiera probado de modo objetivo y fehaciente que puede hacerlo de forma efectiva y consciente, esto es: que para votar fuera preciso haber superado unas pruebas que hicieran merecedor al ciudadano de detentar semejante responsabilidad. Por supuesto, nadie acometerá semejante reforma, porque todos desean disponer de un electorado manso y manejable al que engatusar.
El octavo punto postula que tenemos unas instituciones concebidas en la época de la ilustración, obsoletas en la actual. Desde el momento en que los diputados y senadores ejercen de meras máquinas orgánicas de votar, fieles al mandato de sus partidos, supone un dislate y un sangrante derroche mantener abiertas las cámaras. Para el resultado alcanzado, bastaría que votasen un representante de cada partido, cada cual con su voto ponderado por la representación obtenida en las urnas. Más rápido, más barato y podría llevarse a cabo en la terraza de una cafetería con coste cero para el contribuyente. Las injurias de turno, por el Twiter.
Como noveno punto, la peor lacra para el bienestar de la sociedad son los partidos políticos, ya que han contaminado todas las instituciones donde se maneja poder o dinero (¿acaso son diferentes?) del país, y se las reparten de forma alícuota entre sus testaferros.
Como cierre de este decálogo, conclusión y corolario: una vez probado que, que el sistema actual no sólo es injusto, perverso e ineficiente, sino además inviable, ¿quién le pone el cascabel al gato?
(Artículo publicado en El Soplón)