Los egipcios, los tunecinos, los libios, los cubanos, los venezolanos, los chinos y los demás ciudadanos sometidos a tiranías en el mundo deben saber que todo es cuestión de tiempo y que, tarde o temprano, las dictaduras acaban desapareciendo, para dar paso a las democracias totalitarias. Muchas democracias que tuvieron en sus orígenes rasgos auténticos también evolucionan hacia democracias degradadas y falsificadas, dominadas por un totalitarismo que no da la cara.
El problema es saber cual de los dos sistemas es peor.
El relevo de una dictadura por una democracia totalitaria es prácticamente inevitable y constituye un "avance" de la "casta" política mundial hacia métodos más sofisticados y eficaces de dominio y explotación. Los sátrapas que gobiernan hoy el mundo son herederos directos de las castas dominantes de todos los tiempos, desde los faraones a los monarcas absolutos, pasando por emperadores, señores feudales y tiranos de todo pelaje. El objetivo, para ellos, siempre ha sido el mismo: dominar a sus semejantes y contemplar el mundo desde las alturas del poder, gozando de ltodos os privilegios posibles.
La "casta" siempre es la misma, aunque en cada tiempo adopte el modelo más apropiado para disfrazar el dominio y la opresión. En nuestros tiempos, el mejor camuflaje existente es la democracia falsificada, un disfraz eficaz que oculta la tiranía y el totalitarismo detrás de una fachada aparentemente democrática.
En mi libro "Políticos, los nuevos amos" (Almuzara, 2007), hay un párrafo que lo explica con claridad y crudeza: Los poderosos, distintos en cada etapa de la Historia, parecen pertenecer a una estirpe de dominadores que se transmiten unos a otros no sólo la filosofía de sojuzgamiento, la espada, el mazo, la bayoneta o la ametralladora, sino también una especie de «gen» que los impulsa a contemplar la sociedad desde arriba. Ahora, al iniciarse el tercer milenio, están encarnados en las democracias, adaptados a las nuevas reglas, ocupando, como siempre, las alturas del Estado y ejerciendo, desde el poder político, el sometimiento. Con esos depredadores han retornado las viejas doctrinas totalitarias y oligárquicas, camufladas también con envoltorios democráticos y destilando ese elitismo que tan bien exponen Strauss y Bloom y que sobresale en la influyente obra de James Burnham «The Machiavellians: Defenders of Freedom»
Las dictaduras y el despotismo provocan repugnancia a los demócratas, pero muchos, si nos forzaran a elegir entre una dictadura despótica y una democracia degenerada y transformada en una partitocracia envilecida, quizás el despotismo nos perecería preferible.
Una opción y otra son igualmente despreciables, pero la gran diferencia es que el despotismo hace al hombre esclavo, mientras que la democracia degenerada, además de esclavizarlo, lo envilece.
El despotismo elimina todas las formas de libertad y exige sometimiento, mientras que la falsa democracia, generalmente mostrando el rostro de la partitocracia, necesita mantener esas formas de libertad para aparentar que es "democracia", pero se apodera de ellas y las profana. Contra el despotismo se lucha frente a frente porque el adversario siempre es visible, pero contra las democracias falsas es más difícil luchar porque sus dirigentes, hipócritas, se disfrazan de demócratas y emplean el lenguaje de la mentira y la manipulación para esconder sus vilezas, confundir y engañar.
Como la libertad de opinión le parece peligrosa, pero considera su apariencia necesaria, la partitocracia fustiga al pueblo con una mano para sofocar la opinión real, mientras que con la otra mano lo golpea para forzarle a representar un simulacro de opinión supuesta.
El dictador déspota prohibe la discusión y exige sólo obediencia, mientras que el falso demócrata manipula el debate para que tenga apariencia de opinión libre, cuando en realidad prescribe y controla con mano de hierro las ideas y criterios.
La peor de las tiranías es la que se considera legítima y aspira a obtener el consentimiento de sus "subditos". Para alcanzar esa aprobación forzada, la democracia degradada acusa a los ciudadanos pacíficos de indiferentes, trata a los críticos como autoritarios, totalitarios, desfasados y políticamente incorrectos, mientras persigue a los rebeldes como si fueran peligrosos "antisistema". Los déspotas pueden llegar al extremo de ejecutar a sus adversarios, pero las partitocracias degeneradas estimulan un servilismo sin límites y no necesitan asesinar a sus enemigos porque saben cómo fabricar cadáveres ambulantes.
En lo único que ambas son iguales es en el magistral manejo del miedo, pero mientras que en las dictaduras el miedo permite el derecho a la revancha y el deseo de recuperar la dignidad, en las democracias degradadas se manipula, se disfraza de coraje y se utiliza para hacer olvidar las propias vergüenzas y para congraciarse con las propias miserias.
La dictadura déspota es moralista y defiende realmente algunos valores que le convienen, como el orden, la no violencia, el respeto a la vida y a las propiedades ajenas y la convivencia honrada y pacífica, mientras que la democracia degenerada se siente más a gusto en una sociedad sin respeto y confundida en su escala de valores, en la que algunos valores secundarios, de carácter político, cobran un protagonismo inapropiado, mientras que los grandes valores son relegados y donde los ciudadanos, permanentemente asustados, justifican en cada instante la existencia de una autoridad que consideran necesaria para mantener el orden y hasta para reprimir.
De hecho, las dictaduras suelen producir sociedades con pocos delincuentes, en las que los ciudadanos duermen con las puertas de sus hogares abiertas, mientras que las democracias degradadas construyen cárceles sin cesar para encerrar en ellas a sólo una parte de las mareas de delincuentes que genera.
El despotismo sofoca la libertad de prensa, mientras que la partitocracia degenerada convierte a la prensa en una parodia. Cuando la libertad de prensa se proscribe, la opinión pública duerme, pero nada ni nadie la corrompe; cuando, por el contrario, los periodistas comprados, los comunicadores aliados y los panfletarios a sueldo se apoderan de esa opinión pública, se abre la puerta al oprobio y a la prostitución de las ideas. Entonces, engañan, generan falsos debates, discuten como si pretendieran convencer, aparentan cólera y discrepan como si existiera una pugna real entre opciones y criterios. Pero todo es un escenario falso para hacernos creer que las víctimas pueden resistir y defenderse, cuando, en realidad, el poder aplica las leyes a su gusto, perdona a los suyos y condena y aplasta de antemano al adversario, fabricando cadáveres.
El despotismo reina por el silencio, pero deja al hombre el derecho a callar, mientras que la degeneración de la democracia le condena a hablar y le persigue hasta en el santuario íntimo de su pensamiento, obligándole a mentir y a engañarse a sí mismo.
Pero el argumento que demuestra toda la capacidad destructva de la falsa democracia prostituida es que cuando el pueblo es esclavo sin estar envilecido, conserva la posibilidad de remediar su desgracia y de recuperar su dignidad en la primera oportunidad que se le presente, mientras que la democracia degradada envilece al pueblo, al mismo tiempo que lo oprime, le acostumbra a despreciar todo lo que antes respetaba y a emular lo que condenaba, cerrando todas las puertas a la regeneración y a la esperanza.