Revista Opinión

Dentro (I: Encerrada)

Publicado el 10 septiembre 2020 por Ildefonso67

RELATO CORTO ESCRITO DURANTE EL CONFINAMIENTO Y RETRATO DE UNA SOLEDAD CADA VEZ MÁS COMÚN EN NUESTRAS CIUDADES. PRIMERA ENTREGA DE SIETE.

Dentro (I: Encerrada)

Tequila entra desde el rellano. Se desliza contoneándose con displicencia hasta que alcanza la alfombra del salón y se sienta frente a ella, observándola, con el rabo enrollado delante de sus manos alineadas, como trazando un círculo de intimidad que deja fuera a la mujer que le contempla con curiosidad y recelo. Desde fuera se oyen las voces de Serafina, la vecina de la puerta contigua.

-Otra vez casi se me cuela el gato. ¡Juani, leches, cuántas veces tengo que decirte que tengas cerrada tu puerta!

Amanda no responde. No pestañea. Solo mira fijamente a Tequila y sonríe como cuando era niña, con un brillo de maliciosa curiosidad en los ojos. Solo que ahora esos ojos están asediados por las arrugas que se han ido pegando a su cara imperceptiblemente, como sanguijuelas con alas que hubieran estado revoloteando por los aires de ese viejo piso hasta posarse en su mirada, inopinadamente, como el polvo, durante los setenta años largos que habita en él. Desde que la parieron en la alcoba del fondo.

Dentro (I: Encerrada)

Hace seis meses que vive con la puerta abierta, porque tiene miedo de morirse y de que nadie se entere, de pudrirse sentada en su sillón frente al televisor encendido. O de momificarse sentada en el váter, como ha leído hace poco que le pasó a una mujer también en Madrid, a apenas medio kilómetro de su barrio, y que la encuentren quince años después con la boca abierta, como pidiendo ayuda. O de que se la coma Tequila, al que por si acaso le ha dejado un saco de pienso de cinco kilos junto a su bandeja del pis y la caca.

Hace seis meses que vive con la puerta abierta, porque tiene miedo de morirse y de que nadie se entere, de pudrirse sentada en su sillón frente al televisor encendido.

No pisa la calle. Tiene la cadera mal y se ayuda con un bastón para andar por casa. La última vez que salió se encontró al regresar con que el ascensor estaba estropeado. Le tuvo que dejar las bolsas de la compra al portero y subir a pie las siete plantas. Pasó dos días en cama a causa del esfuerzo. Desde entonces decidió no volver a abandonar el piso. Ahora hace la compra por Internet y se traen a casa. O le encarga por teléfono lo necesario al chino de abajo, si algo le urge. Cualquier cosa que necesite se lo sube Huang en un minuto, siempre con una sonrisa y fingiendo una torpe carcajada cuando interpreta que Amanda ha dicho algo divertido, porque a ella le parece que el chino no entiende una papa de español.

Qué loca estás, Juanita, escucha desde el pasado a su hermana. Porque de pequeña se llamaba Juanita. A los veinte, más o menos, decidió que ese era un nombre de señora mayor, y que ella, alta para la época y con tipazo, debía llamarse algo más moderno, con brillo y mirada de dama fatal. Eligió Amanda, tras desechar Carolina y Sonia. Fue el nombre con el que empezó a actuar. Eran funciones sencillas, pero ella, desde luego, soñaba con las tablas de los grandes escenarios: Amanda Galán, así, en letras bien grandes. Y mientras tanto leía y leía todo lo que caía en sus manos, especialmente las novelas y los libros de poesía que le regalaba la tía Reme. Bécquer y Machado, al principio, luego las coplas de Jorge Manrique y los versos de Sor Juana Inés de la Cruz como lecturas favoritas en su juventud.

Parece que el gato leyera sus pensamientos y diagnosticara su estado de salud, quebradizo pero todavía no decrépito. Lenta pero aún en movimiento.

Ahora Tequila le provoca un poco de miedo cuando la mira con los ojos color dorado que le valieron su bautizo. De la misma tonalidad que un tequilita reposado como el que Amanda se bebe cada tarde después de comer (ella se dice que es el de después de comer, aunque éste sólo sea el primero de muchos).

Dentro (I: Encerrada)

Parece que el gato leyera sus pensamientos y diagnosticara su estado de salud, quebradizo pero todavía no decrépito. Lenta pero aún en movimiento. Lo mira seria, como en el juego de ver quién sostiene más tiempo la mirada al otro sin reírse, y al final es Tequila el que cede. No es que se ría, claro, sino que se termina largando aburrido otra vez al rellano. Amanda aguza el oído, pero no hay reacción alguna a la nueva excursión del gato. “Esa no vuelve hasta la noche”, concluye, pensando en Serafina.

Por un segundo, Amanda teme que la desconocida se asome a su salón, que penetre en su santuario y rompa su confortable soledad.

A los cinco minutos oye cómo asciende trabajosamente el ascensor, lento y a oscilantes tirones, como el cubo herrumbroso de un viejo pozo. Para su sorpresa, se detiene en el séptimo. La vieja hace enmudecer el televisor con el mando a distancia y adelanta la cabeza, ladeada para poder captar con su oído bueno cualquier señal. Reconoce el sonido de las puertas interiores al separarse, y el vaivén de la puerta exterior, que al regresar a su marco suspira con un sonido amortiguado de aire confinado de golpe, enrarecido por la humedad y el tiempo acumulados. Luego unos pasos suaves, de zapatilla deportiva, y una voz que le habla a Tequila.

-¿De dónde sales tú, mi amor? ¿De esa casita de ahí?

Por un segundo, Amanda teme que la desconocida se asome a su salón, que penetre en su santuario y rompa su confortable soledad. Sin embargo, el ruido metálico de la llave en la cerradura del piso de enfrente y el posterior sonido de la puerta al cerrarse la tranquiliza. Llama a Tequila por su nombre y con un siseo impaciente, pero el gato no comparece.

Tomó la decisión de no volver a cerrar la puerta después de aquella noche del apagón en la que temió hacerse quedado ciega. Cuando desde la cama alargó el brazo para encender la luz y comprobó que ésta no se hacía pese a activar reiterada e impacientemente el interruptor de la lamparita de la mesilla, el pensamiento de haber perdido súbitamente la vista se apoderó de ella y le provocó un ataque de ansiedad. Como dormía con la persiana absolutamente clausurada no se filtraba al interior de su cuarto ni el más leve resplandor. Se palpó la cara y los ojos, agitando ante ellos las manos tratando de atisbar al menos la sombra del movimiento, pero todo esfuerzo resultaba estéril, ya que estaba sumida en la total oscuridad. Era un pánico absurdo, porque un rápido cálculo de probabilidades descartaba casi por completo que una persona sin causa, síntoma ni amenaza alguna sufriera una ceguera total de repente, una hora después de acostarse, pero pese a ello la mujer perdió los nervios y comenzó a golpear en el tabique que la separaba del dormitorio de Serafina. Primero con prudencia, casi como pidiendo perdón por la impertinencia, luego con mayor premura, para acabar suplicando a gritos ayuda.

Las dos mujeres viven solas, aunque su vecina es diez años más joven que ella. Desde hacía tiempo habían acordado que ante cualquier problema grave que les impidiera salir de la cama se avisarían a través de llamadas en la pared. Ambas tenían las llaves del piso de la otra.

Esta costumbre vino acompañada por una creciente obsesión por la enfermedad. Amanda se convenció de que lo norma, en realidad no era vivir sano, caliente, feliz, sino estar enfermo en la cama de un hospital.

Sin embargo, aquella noche Serafina no contestó. A la mañana siguiente le dijo que se había tomado un somnífero porque llevaba varias noches durmiendo mal, y que le hizo tal efecto que no pudo oír ni uno solo de los golpes de Juanita, que no sólo se tomó aquello como una dejación del compromiso de socorro mutuo por parte de su vecina, sino, sobre todo, como la constatación de que su desamparo era absoluto. Las disculpas de Sera no sirvieron de nada. Amanda le retiró la palabra: cerró una amistad de más de treinta años y abrió noche y día la puerta de su piso.

Esta costumbre vino acompañada por una creciente obsesión por la enfermedad. Amanda se convenció de que lo norma, en realidad no era vivir sano, caliente, feliz, sino estar enfermo en la cama de un hospital. La felicidad o la rutina eran sólo ensoñación. 

A esta creencia contribuía no poco el hecho de que su bloque de pisos se levantaba justo enfrente de un hospital, del que apenas le separaba una estrecha calle de un solo sentido. De esta manera, podía contemplar las habitaciones de los enfermos desde la de su propio dormitorio, a apenas diez o quince metros de distancia. Las ventanas siempre permanecían cerradas, y a menudo veladas por los estores, pero en ocasiones, sobre todo durante las primeras horas de la mañana, los pacientes, sus visitas y las enfermeras y médicos desfilaban ante su vista como en un pequeño teatro de la enfermedad y el dolor ajenos.

Dentro (I: Encerrada)

Sin embargo, de vez en cuando uno de los enfermos o algún familiar la devolvía súbitamente la mirada, y ella se avergonzaba, sorprendida como una fisgona.

De algún modo, al convertirse en espectadora de aquella función tan real y surrealista al mismo tiempo, Amanda volvía a ser, mediante a aquel intercambio de papeles, la Juanita niña que miraba con ojos de asombro las representaciones en el viejo teatro del barrio adonde le llevaba la tía Reme.

Sin embargo, de vez en cuando uno de los enfermos o algún familiar la devolvía súbitamente la mirada, y ella se avergonzaba, sorprendida como una fisgona. Y, tan acostumbrada a ser observada por un público silencioso, al que mantenía hipnotizado con una declamación y fisicidad afinadas como bisturíes, ahora, no obstante, se ocultaba abochornada, sustrayéndose a toda prisa del marco-escenario que encuadraba la ventana de su dormitorio.

Pero la tentación era mayor que el pudor, de manera que decidió mantener su actividad de mirona, pero ahora desde la clandestinidad, velada por las cortinas y una persiana bajada a media asta. Así se trocó la naturaleza ordinaria de su vivienda, con la puerta del rellano abierta a cal y canto y las ventanas cerradas de par en par.

CONTINUARÁ…


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