RELATO CORTO ESCRITO DURANTE EL CONFINAMIENTO Y RETRATO DE UNA SOLEDAD CADA VEZ MÁS COMÚN EN NUESTRAS CIUDADES. SEGUNDA ENTREGA DE SIETE.
Miriam se levanta cada mañana muy temprano, siempre de noche, sea la época del año que sea, porque la cafetería en la que trabaja abre a las siete, y a esa hora, o pocos minutos más tarde, ya se funciona a toda marcha. Es una cafetería junto al metro de Cuatro Caminos, en un local no muy ancho, pero sí profundo, que se adentra más de treinta metros hacia la cocina, que está al fondo, mientras que la barra queda a la derecha. Del techo cuelgan docenas de jamones, algo que al principio le llamaba mucho la atención y la divertía, aunque luego acabó por acostumbrarse.
Miriam pone muchos cafés al día, más de cien, o quizás doscientos, hasta las diez o diez y media, más o menos. Luego, a partir de las doce, los cafés y las pulguitas dejan paso a las cervezas y las raciones. Pero ahora es todavía la hora de los cafés. Los clientes casi siempre los piden acompañados de barritas tostadas con tomate rallado y aceite, o con churros y porras, o con un pincho de tortilla, como Luisito, el del puesto de la Once que hay enfrente, y que se sabe docenas de chistes de ciegos muy graciosos. O al menos a ella se lo parece.
Hace mucho frío para ser abril, y llueve. En el piso no ponen la calefacción, no puede permitírselo, tan solo encienden una estufa pequeña en la sala de estar que casi no calienta.
Miriam comparte un piso muy pequeño, de dos habitaciones y un cuarto de baño y ventanas que dan a un patio interior, con una compañera de la cafetería: Dolores, que también es de Colombia, aunque lleva menos tiempo que ella en España, porque Miriam ya cumplirá seis años en Madrid el próximo septiembre. En ese tiempo sólo ha vuelto una vez a Medellín, hace un par de veranos. La niña ya casi estaba hecha una mujer, a pesar de que apenas había cumplido los doce. ¿Cuándo podré ir contigo a Madrid? Tú lo que tienes que hacer es estudiar mucho y hacer caso de todo lo que te diga la tía.
¿Has estado pidiendo en el Metro otra vez?, le pregunta Miriam, y José Miguel se ríe mostrando sus dientes blancos, en contraste con el color de su piel.
Esta mañana a Miriam le ha costado mucho levantarse. El dolor de los pies casi no le ha dejado dormir. Tendría que ir al médico, para ver si tiene algo roto o sólo es el cansancio, pero a ver cómo se lo dice a Félix, el encargado. Que no es que sea malo, pero siempre tiene como una especie de prevención cada vez que una se le acerca.
Se lava con cuidado para no hacer ruido, para no despertar a Dolores, que duerme en el cuartucho sin ventana que hay junto al baño. En realidad, Miriam vive sola, porque apenas ve a Dolores en el cambio de turno. También se siente sola, pero no se lo dice a nadie.
Hace mucho frío para ser abril, y llueve. En el piso no ponen la calefacción, no puede permitírselo, tan solo encienden una estufa pequeña en la sala de estar que casi no calienta. La lluvia no le gusta nada a Miriam, y menos la de Madrid, que lo pone todo como sucio, sobre todo en Cuatro Caminos. Piensa en ello, lamentándose, cuando de repente se le cruza en la cabeza la imagen de la hija. Resta la diferencia horaria y la imagina en la cama, quizá recién acostada, a lo mejor leyendo una de sus cartas. Porque le sigue escribiendo, pese a que ella le recuerde constantemente que es mucho mejor el Skipe y el guasap. Le gusta pensar que sus ojos recorren los rasgos trazados por sus dedos, y no las frías letras del móvil.
A las ocho y media entra José Miguel, el dominicano que trabaja en la sala de apuestas de la esquina. José Miguel siempre está de buen humor. Le pide su café solo con una porra bien fritita y le deja el dinero sobre el mostrador, fragmentado en una docena de pequeñas monedas. ¿Has estado pidiendo en el Metro otra vez?, le pregunta Miriam, y José Miguel se ríe mostrando sus dientes blancos, en contraste con el color de su piel.
Ahora entra un tipo de unos cincuenta años, ceñudo y sin afeitar. Le pide un café con leche y un vaso de agua. No recuerda haberlo visto antes, y a Miriam no le gustan los rostros desconocidos. Le mira de reojo después de servirle, aprovechando que el hombre está absorto con su teléfono.
También llega hasta la barra Alicia, la revisora del aparcamiento regulado, y le pide una infusión y una pulguita de jamón. José Miguel le dice algo a Alicia y ella le replica un “ya quisieras tú” que vuelve a provocar la risa del negro.
Ella también se ríe, y le molesta comprobar el rostro serio e impasible del tipo del vaso de agua, que aún no ha tocado su café. Es una mierda estar aquí todo el día viendo caras de palo como ésta, piensa Miriam.
La señora no se disculpa, pese a que Alicia la llama racista y maleducada. Finalmente, paga el cruasán y se marcha entre imprecaciones farfulladas.
Una mujer mayor, con el pelo corto y de baja estatura, le pide un cruasán, pero no uno cualquiera, sino uno en concreto que señala desde el otro lado de la vitrina. Pero como la vitrina es alta y la mujer bajita, Miriam no atina con el bollo exacto que reclama la clienta, así que ésta se impaciencia y la llama negra tonta, y le dice que no tendría que haber salido de su país. Ella se pone a llorar. Nunca le había pasado antes, y eso que razones ya había tenido de sobra.
La señora no se disculpa, pese a que Alicia la llama racista y maleducada. Finalmente, paga el cruasán y se marcha entre imprecaciones farfulladas y la mirada censora de José Miguel y Alicia.
Entonces, lo que faltaba, el tipo del café y el vaso de agua le dice que le cobre, con ese tono recio y exigente que se habla en España. Miriam siente que no puede más. El hombre ceñudo deja dos euros sobre el mostrador, la mira fijamente y le dice: “Creo que por la tarde sale el sol, seguro que va a ser un día bonito”. Luego sonríe y se marcha.
Miriam recuerda con una mueca irónica el pronóstico que el cliente le hizo por la mañana – ahora parece toda una vida-, mientras sube en el ascensor hasta la séptima planta. Cuando abre la puerta casi pisa a un gato color humo oscuro que se pasea impúdicamente por el rellano y que se detiene a observarla con mirada inquisitiva. Se fija en la puerta de la derecha, que otra vez está abierta, como siempre desde que hace tres meses ella llegase al piso, cuyo alquiler le ofreció pagar a medias Dolores cuando su anterior compañera se largó a vivir con un tipo. Se pregunta quién demonios vivirá ahí y vuelve a mirar al gato, como si éste pudiera ofrecerle la respuesta. Es mejor no meterse en líos, piensa, así que aparta su curiosidad y entra a su apartamento.
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